NORTE DE PORTUGAL

El Duero y el Miño enmarcan una de las zonas más bellas de Portugal. Oporto, Guimarães y Coimbra, ciudades donde se fraguó la historia del país, son la guinda de esta ruta.

Por Bernardo Gutiérrez
Poco después de cruzar la frontera española, cuando dejamos atrás la estepa salmantina, el viajero percibe un cambio en el paisaje: el verde se espesa, el cielo vira a un azul oscuro, metálico, la atmósfera envuelve el mundo con otro matiz. La «portugalidad», esa marcadísima y misteriosa diferencia que nos separa de nuestros vecinos, toma fuerza kilómetro a kilómetro, como si la caricia atlántica transformase desde la lejanía rostros y paisajes. La carretera que nos conduce a Guarda es todo un anticipo de la cara norte de esa portugalidad: paisajes frondosos, casas de piedra, montañas salpicadas de ovejas, casas forradas de azulejos…
Guarda, la ciudad más alta de Portugal, también insinúa al viajero parte de la esencia de esta región encajonada entre Galicia, Castilla y el océano Atlántico.

Guarda y la Serra da Estrela
La ciudad «fría, fuerte, satisfecha, fiel y hermosa», según el refranero portugués, gozó de gran importancia histórica e incluso tuvo fueros especiales. Los restos de su muralla medieval, como la torre dos Ferreiros, la catedral y el antiguo barrio judío dan testimonio del intenso pasado de la urbe.
Cerca de Guarda, la Serra da Estrela exhibe sus luminosos paisajes regados de una peculiarísima historia. De su seno surgieron los grandes conquistadores y navegantes portugueses. Pero, quizá, más interesante para el viajero sea saber que sus pueblos acogieron a una de las colonias judías más importantes del mundo. El visitante todavía puede deleitarse con juderías medievales como las de Belmonte, pueblo natal de Pedro Álvares de Cabral –el descubridor de Brasil–; y, siguiendo el aroma hebreo, atravesar el fértil valle frutícula y vinícola de Cova da Beira hasta alcanzar Covilhã, a escasos veinte kilómetros del techo de la Portugal continental –el pico Torre, de 1.993 metros–. Quizá sea la industria de la lana, trabajada por los judíos de Covilhã desde el medievo, la principalseña de identidad de la zona: hasta Hugo Bosh, Calvin Klein o Giorgo Armani compran lana manufacturada en la Serra da Estrela.
Para seguir sondeando esa particular personalidad paisajística y humana de Portugal nada mejor que seguir los pasos del río Mondego. En la carretera que une Gouveia y Manteigas, entre caseríos que fabrican queijo da serra –un queso delicioso–, nace el río Mondego. El que en sus orígenes es apenas un hilo de agua que brota de rocas graníticas se transformará en un luminoso espejismo final donde sus brazos y canales empapan los arrozales que se extienden entre Coimbra y Figueira da Foz, su desembocadura.
El Mondego, a pesar de tener sólo 234 kilómetros, transcurre con la solemnidad de los grandes ríos. Es un río exclusivamente portugués, el único de los grandes que no nace en España. Y lo que es más: traza esa frontera virtual entre norte y sur, entre esa Portugal de paisajes secos y mediterráneos y esa Portugal exuberante y húmeda. Quizá por eso el Mondego deja pronto la Serra da Estrela, salvando un desnivel de mil metros en pocos kilómetros, y se acerca con convicción hacia Coimbra, dejando a su paso calzadas romanas, puentes medievales y amplias playas fluviales.

La ciudad blanca de Coimbra
Cerca ya de su destino final, el Mondego refleja con serenidad las curvas de Coimbra, la cuna bohemia del país. Desde el puente sobre el río, con una Coimbra que da la espalda a las aguas, la ciudad nos seduce con su silueta quebradiza de casas blancas y torres. También, con sus calles que sutilmente marcan la frontera entre dos ciudades, la Baixa y la Alta. La fórmula se repite en todo Portugal, pero en Coimbra se cumple con un rigor matemático. La elegante Rua Ferreira Borges es la línea que separa esas dos mitades: la baja, de calles comerciales, y la alta, tomada históricamente por los estudiantes. Al escritor Eça de Queirós, el más célebre del norte de Portugal –nació en Povoa de Barzim, al norte de Oporto–, le sorprendía de Coimbra «la separación que se forma entre los que apenas viven de revolver ideas o teorías y los que viven del trabajo».
Lo cierto es que la rica historia de la ciudad la ha dotado de una gran exuberancia arquitectónica, pues fue romana, visigoda y luego árabe hasta la reconquista de 1054. Coimbra vio nacer al primer rey de Portugal, don Alfonso Enríquez y se convirtió en capital del joven reino de Portugal entre 1139 y 1385. Sin duda, fue gracias a ese peso político y a la fundación de la Universidad en 1290 –la más antigua del país y la cuarta de Europa–, que Coimbra vio florecer en sus entrañas tantas iglesias, conventos y monasterios.
Ingredientes en la receta de «portugalidad» que va perfilándose son, en Coimbra, la Praça do Comércio y la iglesia de Santa Cruz –Praça 8 de Maio–, donde se solapan románico, barroco y arte manuelino, versión lusa del renacentista.

El barrio alto de Coimbra
Al atravesar el Arco de Almedina, puerta de entrada a Coimbra durante siglos, asalta esa otra ciudad blanca de calles estrechas presididas por la Sé Velha –la catedral antigua– y la Universidad.
En el otro lado del río, frente los restos del convento de Santa Clara, surge la historia de amor de don Pedro y doña Inés de Castro, una de las claves para entender la esencia de Portugal. El príncipe don Pedro se enamoró locamente de Inés, hija de un noble castellano. La pasión de don Pedro, único descendiente de Alfonso IV, fue tal que tuvo cuatro hijos en adulterio con Inés. El monarca, que temía quedarse sin heredero y que el reino portugués fuese absorbido por Castilla, condenó a muerte a Inés, en 1355. La doncella, recluida en el convento de Santa Clara, fue ejecutada. Castilla se quedó sin mar. Y Portugal siguió forjando ese modus vivendi tan propio.
Pero puede que sea la naturaleza del norte de Portugal, ese despliegue de prados húmedos y coníferas verdinegras, lo que dé tanta personalidad a la zona.
La arquitectura norteña tiene sus características propias –abundancia de azulejos, fachadas acristaladas...–, pero es el verde de sus horizontes lo que destila ese hilo de coincidencias que entretejen la zona. A unos kilómetros al norte de Coimbra se encuentra uno de los bosques con más encanto de Portugal: el bosque amurallado de Buçaco.

Líneas verdes que aglutinan
Buçaco es una sinfonía vegetal. A través de sus húmedos senderos pasamos entre cedros del Himalaya y otras setecientas especies traídas de todos los rincones del mundo. Los clérigos, que amurallaron en el siglo xvii este recin-to boscoso, construyeron dentro un monasterio sobre el que un siglo después se levantó un impresionante palacio de estilo manuelino. Desde la Cruz Alta de Buçaco, el panorama sobrecoge, con la Serra da Estrela recortando el infinito. Y es en esa nítida lejanía donde el norte insinúa su paleta de verdes, azules y ocres que toman su máximo esplendor en la ribera del Duero.
Si el Mondego transcurre con ínfulas de gran río, el Duero sencillamente lo es. Su enrevesada orografía, a parte de ser un verdadero espectáculo paisajístico, proporciona el verdadero oro líquido del país, el vino de Oporto.
Desde que entra en Portugal hasta Pêso de Regua, más de 40.000 hectáreas de viñedos se arraciman en los precipicios que caen a un río que avanza sorteando colinas cuajadas de pueblos blancos. Y cuando la niebla o las brumas nos arrebatan la profundidad de los paisajes, el valle surge de golpe con su magia terrosa. Desde Pêso de Regua hasta Villa Real, se atraviesan lomas repletas de castaños y pinos donde el viajero disfrutará de ese aroma especial de las tierras del Duero. Y desde el santuario de Nossa Señora dos Remédios, cerca de la monumental Lamego, contemplará la ribera en todo su grandeza.
Oporto, la ciudad que dio nombre al país, emana una fortísima personalidad. Moldeada por un empinado trazado, es la «ciudad invicta» de Portugal, ya que resistió a todas las invasiones.

Una ciudad patrimonio mundial
Oporto creció aislada en su pausado ritmo, escondida en las brumas que rasgan sus vetustos edificios de corte londinense. La influencia de Inglaterra, que hasta mediados del siglo xviii tuvo el monopolio de los vinos de Oporto, se percibe en edificios como la torre de los Clérigos –ese gótico de pináculos oscuros–, el edificio del Ayuntamiento o en el edificio de la Bolsa.
Pero Oporto sabe, inevitablemente, a sí misma. Desde la señorial Rua de Santa Catarina hasta la estación de São Bento –una maravilla revestida de 20.000 azulejos–, pasando por su catedral, Oporto demuestra al visitante por qué fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1996.
La vida de la ciudad bulle en las tabernas de la Rua das Flores y de São João y estalla en las tascas sembradas de pescado fresco del barrio de la Ribeira. Lo más auténtico de Oporto, sin lugar a dudas, es ese costado que acaricia el Duero, los edificios cubiertos de ropa tendida de Miragaia, el mercadillo del cais –muelle– de la Ribeira, el tranvía que se escurre hasta el foz –desembocadura–, muy cerca ya del océano... Todo esto es tan característico como el famosísimo vino que, desde el otro lado del río, ve pasar los años mientras fermenta en las históricas bodegas del barrio-ciudad de Vila Nova de Gaia; un barrio donde los barcos que publicitan las bodegas se han convertido en una de las imágenes más características de todo Portugal.

La hermosa región del Miño
Que la región comprendida entre Oporto y la frontera con España sea conocida como Costa Verde es todo un indicio del colorido de sus tierras. El Duero, más incluso que el Mondego, marca una gran diferencia climática y paisajística. Pero la región del Miño es, tal vez, la más hermosa del país, no sólo por su derroche de castaños, coníferas y viñedos, sino porque cuenta con ciudades tan espléndidas como Guimarães, Braga o Viana do Castelo. Cada una a su manera, nos narra a través de su arquitectura la historia de lo que fue el origen de Portugal.
Braga, conocida como la Roma portuguesa, seduce con el silencio de piedra de sus calles medievales y con sus más de treinta iglesias. Los restos de su muralla romana muestran la importancia de Bracara Augusta, uno de los centros administrativos de la península Ibérica; su catedral y el palacio de los Biscainhos enseñan el poso suntuoso que clero y nobleza dejaron en la ciudad, y el cercano santuario de Bom Jesús, con sus espléndidas escalinatas barrocas y meta de peregrinos, hace comprender por qué Braga es la capital religiosa de Portugal.
Por su parte, Guimarães, la cuna de Portugal, es todo un poema centenario donde cada calle es un verso arquitectónico. Su casas floreadas de tejas rojas y balaustradas de madera transportan al viajero a una ciudad legendaria de calles adoquinadas, iglesias de piedra y palacios ducales. La Praça de São Tiago, con sus arcos de piedra, y el castillo de Guimarães son una evocación de esa época en la que Alfonso Enríquez y sus fieles luchaban por el que todavía era el condado Portucalense de España.

Con vistas al océano
Nada mejor para concluir el viaje por este Portugal milenario que la ciudad de Viana do Castelo, una preciosa localidad marítima que vivió su esplendor a partir del siglo xv gracias a su comercio con las colonias portuguesas, sobre todo con Brasil. Además de un bellísimo conjunto arquitectónico de aroma claramente renacentista y de contar con algunas de las plazas –Paço do Concelho y Praça da República– más acogedoras de Portugal, Viana do Castelo ofrece algo al alcance de pocas ciudades: unas vistas inolvidables desde la colina de Santa Luzia. Desde lo alto de la impresionante basílica neobizantina que corona la colina, con el océano fundiéndose con las tierras verdes del Miño, el viajero entiende la idiosincrasia del norte de este país. Y con esa brisa húmeda bajo el sol comprende que Portugal es Portugal no sólo gracias a la muerte deInés de Castro, sino por algo más, por un halo intangible que hace que regiones como la del Miño nunca hayan sido ni serán iguales a una Galicia con sol, o a una Castilla con mar.

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