MENORCA

El color del mediterráneo cautivó a los antiguos pobladores igual que hoy deslumbra a los visitantes que buscan el color y la traquilidad de esta isla balear.

Por María Unceta
La mejor manera de acercarse a una población costera es desde el mar. En el caso de Menorca, la llegada a Maó es una de las experiencias más bellas que se pueden vivir. Lenta, majestuosamente, el barco se desliza a primera hora de la mañana hacia este puerto, considerado como el segundo más profundo del mundo. Desde la cubierta, firmemente asentado, el viajero actual trata de imaginar la sensación que tuvieron que experimentar aquellos navegantes prehistóricos, los llamados pueblos talayóticos, al llegar a la isla en frágiles cascarones desde el Mediterráneo oriental y enfrentarse a los muros naturales que ciñen la rada. Hoy, la potente naturaleza y la civilización se asocian para proporcionar el espectáculo.
Nada más doblar la punta de Sant Carles, se avista la península de Sa Mola, el extremo más oriental de las tierras españolas. En época de Isabel II aquí se construyó una fortaleza destinada a proteger la costa de posibles invasiones. Después aparece la isla d’es Llazaret, donde, entre 1817 y 1917, los viajeros sospechosos de estar infectados por la peste pasaban la cuarentena. Y, más adelante, surgen la isla Plana y la del Rei, en la que desembarcó Alfonso III en 1287 para conquistar Menorca a los musulmanes.
Si miramos de frente el puerto, en la orilla derecha vemos cómo la ladera cae suavemente con sus construcciones disimuladas entre palmeras y cipreses; a la izquierda, un escarpe rocoso se levanta abrupto sobre las aguas. Este último fue el emplazamiento que escogían los distintos pobladores de la isla, ya que la altura garantizaba una ventaja sobre los visitantes indeseados.
Maó ofrece al visitante todos los contrastes que éste quiera captar: desde la estampa serena de la ciudad blanca posada en lo alto hasta la algarabía del muelle de Levante repleto de tiendas y restaurantes; del comercio de calidad de las calles que rodean la plaza de la Explanada a la tranquilidad misteriosa de los claustros de sus iglesias, y a la soledad de las calles que bajan hacia el puerto entre escaleras y cuestas y tapias blancas enjaezadas con buganvillas de colores.
A mediados del siglo xviii, Maó era una pequeña población que había recibido sucesivamente a fenicios, cartagineses, romanos, musulmanes y aragoneses, se había fortificado para protegerse de los ataques de los corsarios y subsistía agazapada en lo alto de sus defensas. El verdadero auge de Maó coincidiría con la dominación inglesa sobre Menorca: desde 1708 hasta, con algunas interrupciones, 1802. Los ingleses estimularon el comercio, contribuyeron al desarrollo de instituciones culturales, trasladaron a Maó la capitalidad de la isla que ostentaba hasta entonces Ciutadella y dejaron una visible impronta en la arquitectura de la ciudad. Conviven en ella edificios barrocos y neoclásicos –el Ayuntamiento, las iglesias de Santa Maria, la Concepció, Sant Francesc o Sant Antoni– con palacios y casas señoriales como los de la calle Isabel II. Los miradores acristalados, las ventanas de guillotina y la famosa ginebra menorquina son parte de la herencia británica que ha quedado incorporada a la piel de Maó y al conjunto de la isla, aunque la huella más novelesca es un caserón de color rojo, la Golden Farm, situado sobre la orilla opuesta del puerto, donde se dice que el almirante Nelson vivió un intenso romance con Lady Hamilton.

De Tramuntana a Mitjorn
Sólo salir de Maó se empieza a tomar conciencia de la complejidad de la isla. Su pequeño territorio –50 kilómetros de este a oeste y 18 de norte a sur– comprende dos regiones naturales diferenciadas cuya divisoria coincide bastante con la carretera que une Maó y Ciutadella. La zona norte, la Tramuntana, tiene pequeñas colinas y valles, una costa abrupta, con entrantes profundos, cabos prominentes y calas de difícil acceso y, por lo mismo, menos frecuentadas. En el sur, el Migjorn, la tierra es llana, sólo interrumpida por algunos barrancos de inmensa belleza, yla costa presenta un perfil más homogéneo con algunas playas extensas. Por una misteriosa opción de los pobladores prehistóricos, es en la zona meridional donde se concentra la inmensa mayoría de los conjuntos talayóticos de Menorca.
De todas formas, dentro de su diversidad, hay una característica común en toda la isla: el paisaje de mosaico, perfectamente observable desde el aire, que forman las tanques, esos pequeños muros de piedra que a la vez que protegen del viento sirven de cerco a las vacas. Puede que alguien las haya medido, pues se dice que puestas en línea las cercas de piedra formarían una línea de 15.000 kilómetros.
A tres kilómetros de Maó, en dirección a Addaia, arranca el Camí d’en Kane. Esta carreterita estrecha que discurre hasta Es Mercadal fue trazada por el gobernador inglés Richard Kane, de excelente recuerdo en Menorca. Su recorrido pone al viajero en contacto con uno de los paisajes interiores más apacibles de la isla. Sombreada por árboles, deja a los lados tierras de labor, casas de campo señoriales, pequeñas construcciones blancas de labriegos, el paisaje de colinas de la Tramuntana y las llanuras del Migjorn. Dos de los lugares más emblemáticos son el pequeño cementerio blanco de Alaior, situado junto al Camí y, antes de llegar a Es Mercadal, el monte Toro, que con sus 357 metros de altitud es el mejor observatorio sobre la isla.
La mayoría de los visitantes de Menorca acuden seducidos por la fama de las más de doscientas calas de roca o de arena, vírgenes y rodeadas de pinos o parcialmente urbanizadas, pero todas abiertas a unas aguas verdeazuladas y transparentes. Nada mejor que hacerse con un buen mapa de la isla y, dejándose llevar por la intuición, elegir cada día un lugar para el baño. Los menos perezosos encontrarán su recompensa cuando, tras una pequeña caminata entre pinares o una travesía bordeando el litoral, den con la pequeña ensenada de sus sueños, solitaria y acariciada por un mar de olas mínimas y promesas infinitas.Siguiendo la costa desde Maó en sentido contrario a las agujas del reloj, las calas Des Tamarells, Morella Nou, S’Enclusa, Pregonda, del Pilar, Ses Fontanelles, En Turqueta, Macarelleta, Trebalúger, Escorxada y Cales Coves son algunas de las que conjugan al máximo la belleza del paisaje y una cierta dificultad de acceso que las hace poco menos que solitarias.

Parajes naturales
Además de sus aguas prometedoras, Menorca encierra otros paraísos donde la belleza natural se muestra en estado puro. La Albufera des Grau es uno de ellos. Este parque natural, situado en la costa oriental, ocupa casi dos mil hectáreas. Su valor ecológico fue un factor decisivo para la declaración de Menorca como Reserva de la Biosfera por la Unesco en 1993. Tierras y lagunas, bosques de acebuches, lentiscos y encinas, arbustos y pastos albergan numerosas especies de aves y mamíferos raros.
Muy diferente es el grandioso y desolado paisaje que se contempla desde el cabo de Cavalleria. La punta que se adentra en el mar en el extremo más septentrional de la isla se halla al final de una península estrecha y de perfiles recortados azotada por las olas y el viento de tramontana. Entre sus acantilados de vértigo sólo el faro denota la acción del hombre, y la única vegetación que crece es la camamilla, la aromática manzanilla menorquina. No lejos de la punta, en la solitaria cala del Port de Sa Nitja, los fenicios establecieron una ciudad, Sannicera, de la que se tenía noticia por el historiador romano Plinio el Viejo; sin embargo, estuvo olvidada hasta 1979, fecha del inicio de las excavaciones.
Un tercer reducto natural, mucho menos conocido, es La Vall, un territorio virgen –y de propiedad privada– cubierto de bosques y limitado por vertientes rocosas que se extiende entre la punta d’es Carregador y la cala Algaiarens. Desde aquí es posible acercarse en coche, mediante el pago de un canon, a las zonas de baño, pero lo más aconsejable es adentrarse caminando por este impresionante paraje montañoso dominado por la altura de La Falconera.
Si la presencia humana parece acreditada en Menorca desde el año 4000 a.C., los restos más interesantes y originales de las culturas prehistóricas se sitúan a partir del año 1400 a.C. Fue el pueblo denominado talayótico –con un notable desarrollo de la agricultura y la ganadería, que rendía culto a sus muertos y adoraba a unos dioses personificados en las fuerzas de la naturaleza– el que dejó los monumentos más sorprendentes. Pero lo realmente singular es que hoy podamos admirar en un territorio tan reducido tal cantidad de construcciones, unas votivas y otras muchas con una finalidad práctica, y todas ellas tan magníficamente integradas en el paisaje.
De las construcciones talayóticas, quizá las más sorprendentes, por su tamaño y grandiosidad y por el misterio que rodea su designio, son las taulas, enormes piedras verticales cubiertas por otras horizontales en forma de «T». ¿Homenajes a las divinidades o altares de sacrificio?
La Naveta des Tudons, a cinco kilómetros de Ciutadella, es el mejor conservado y también el más visitado de los monumentos megalíticos. Casi catorce metros de largo, una edificación de piedras superpuestas sin argamasa y en forma de nave invertida –de ahí su nombre–, sirvió de enterramiento colectivo en la edad del bronce.

Vestigios prehistóricos
Diferentes construcciones, como la taula, el talayot y los restos de murallas de Torrellafuda, rodeados de un bosquecillo de encinas, revelan la existencia de todo un poblado, y al interés puramente arqueológico se suma la emoción estética de su emplazamiento.
La piedra es omnipresente en esta isla de color: verde de los pastos y de las masas boscosas; ocre de unas tierras destinadas al cultivo que van abandonándose para ceder paso a instalaciones turísticas; blanco de los pequeños núcleos de población y las alquerías diseminadas por el campo; gris de los muretes que dividen las propiedades y de lamateria prima con que se han levantado sus monumentos de todos los tiempos.
Las canteras –pedreres– de donde se ha extraído desde la prehistoria la piedra de marès –así se llama la roca caliza del Migjorn por la gran cantidad de fósiles marinos que contiene– son unos de los atractivos más impresionantes y menos conocidos de Menorca. Se trata de grandiosos agujeros comidos a la tierra, galerías excavadas que se sustentan como las catedrales sobre imponentes columnas, con sus paredes escalonadas oscurecidas por el paso del tiempo y la brisa marina o todavía blancas por los cortes recientes. Alguna, como la de Sont Catlar, a mitad de camino entre Ciutadella y Son Saura, sirvió para la construcción de los monumentos talayóticos de la prehistoria. Otras, como la de Binicalsitx, a la derecha de la carretera que lleva a Cala Galdana, y la de S’Hostal, a la entrada de Ciutadella por el camino viejo de Maó, muestran la diferencia entre las zonas de extracción manual y mecánica. En la última, recuperada por la sociedad Líthica, un circuito laberíntico recorre desde la parte de cantera romana hasta las más recientes. En ellas se ven escaleras y terrazas, espacios inmensos cerrados por paredes en las que las heridas parecen aún sangrar y hondonadas en las que la vegetación ha invadido el espacio, pilares y columnas exentas, formaciones cubistas y figuras que pudieran haber sido creadas por la mente de un artista.
Si Maó y su puerto son el mejor punto de entrada a Menorca, Ciutadella es el lugar ideal para despedirla. Si la luz que conviene a Maó es la de la mañana que resalta la blancura de su casco urbano, a Ciutadella le favorece la caída del sol que tiñe de colores mágicos la piedra de iglesias y palacios, las fachadas amarillas y rosas, las contraventanas siempre verdes. La luz de poniente convierte en un espectáculo su pequeño puerto donde los barcos deportivos se mezclan con los de pesca, enciende los volúmenes de sus murallas y parece duplicar la enorme plaza d’es Born. Es en este espacio donde tienen lugar los actos centrales de las fiestas de San Juan, cuando jinetes y caballos en acrobacias imposibles caracolean al son de la música del «jaleo», una tradición que se remonta a las justas caballerescas medievales.
También en el rito de su fiesta mayor –que a lo largo del verano tiene la réplica en otras localidades menorquinas– conserva Ciutadella el sello señorial que la caracteriza. Al pasear por las calles del centro antiguo, sin aceras y libres de coches, se vive un salto ilusorio a otras épocas a las que nuestra imaginación atribuye una vida armoniosa en las que la contemplación de lo bello era algo normal y no una exigencia del turista.

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