TAILANDIA

Todo el encanto del sudeste asiático se concentra en este país de playas de ensueño, templos de cúpulas doradas, junglas exuberantes, arrozales perfectos y vida pausada.

Por Ángel Martínez Bermejo
Hasta ahora he tenido la suerte de viajar cada cuatro o cinco años a Tailandia, y el recorrido desde el aeropuerto al centro de Bangkok siempre es para mí una inmersión en lo desconocido. En los pocos años que pasan entre una visita y otra, Bangkok cambia como nunca lo hace una capital europea. En 1995 me encontré no sólo con nuevos rascacielos, sino, sobre todo, con un sistema elevado de autopistas de muchos kilómetros que permite recorrer el interior de la ciudad a varios metros de altura. En 2002 se había añadido ya el skytrain, una especie de metro exterior que también circula por medio de las calles.
Es la última gran novedad de Bangkok, una ciudad famosa por sus espectaculares atascos urbanos. Para evitarlos, lo mejor es moverse mezclando el medio de transporte más innovador, el skytrain, con el más tradicional, el barco que recorre el río Chao Phraya.

Una ciudad de ciencia ficción
Con el skytrain me sumerjo en el Bangkok más moderno, parando en estaciones intermedias sólo para contemplar durante un rato el paisaje urbano desde lo alto. Desde aquí, pero sobre todo cuando se miran estas estructuras metálicas desde abajo, se tiene esa imagen futurista de Bangkok que se ha descrito como sacada de la película Blade runner. Sin embargo, esto sólo pasa si se mira hacia arriba. En la calle, sigue la vida diaria: la de los tenderetes callejeros, donde se venden amuletos e imitaciones de grandes marcas internacionales, y la de los puestos de comida, que las mujeres cargan en un balancín sobre sus espaldas desde no se sabe dónde.
Para seguir con lo tradicional, opto por el transporte fluvial para ir al palacio Real y los templos cercanos, donde se hallan muchas de las claves de la historia de este país, uno de los pocos en todo el mundo que nunca ha sido sometido a una potencia extranjera. El conjunto palaciego siempre me ha parecido tan sorprendente como vistoso, con sus figuras gigantescas de caras monstruosas –o eso me parece–, demonios que sujetan cúpulas doradas y templos de paredes brillantes protegidos por campanillas, una imagen del mundo muy diferente a la nuestra. El Buda Esmeralda, guardado en una capilla de palacio, es la imagen más venerada de Tailandia. La figura, que en realidad es de jade, simboliza la independencia y buena fortuna de los tailandeses, un talismán que asegura el poder mágico del rey.

Templos de la vida tradicional
Justo al otro lado de la calle, en el templo de Lak Muang, se encuentra la piedra fundacional de la ciudad y el hogar de sus espíritus invisibles. Como éstos tienen la facultad de garantizar los deseos y la salud de los niños, además de ayudar a ganar en los sorteos de lotería, es uno de los templos más activos de Bangkok, y uno de los mejores lugares para contemplar las danzas clásicas.
Al día siguiente, es una piragua a motor la que me interna en los canales de Thonburi, la ciudad gemela de Bangkok extendida al otro lado del río. En pocos minutos todo cambia, y los rascacielos, el skytrain y las prisas parecen formar parte de otra realidad. Por los canales pasan vendedoras en piragua que van de casa en casa ofreciendo su mercancía; en los templos venden pan para dar de comer a los peces; los niños chapotean en el agua; los pescadores están más ocupados en hablar con el vecino que de cuidar de sus artes... Veo árboles, jardines, huertos, puentes endebles sobre los canales y me parece imposible que quince minutos antes me encontrara en una de las ciudades más caóticas del mundo.
Para ir tras las huellas de la historia, lo mejor es viajar hacia el norte, en busca de Ayutthaya y Sukhotai, dos antiguas capitales cuyas ruinas mantienen vivo su pasado esplendor. Imágenes inmutables de Buda, chedis –estupas– apoyados sobre ejércitos de elefantes, relieves con escenas de espíritus enzarzados en combates sin fin, espirales que se pierden en el infinito, canales que rodean altares, leonesesculpidos, palacios que cobijaron reinas, lugares donde se ha meditado durante siglos... Estas dos ciudades son un festín para la vista y para el espíritu.

Los recintos jemer del norte
Ayutthaya y Sukhotai son los dos recintos arqueológicos más conocidos de Tailandia, pero no los únicos importantes. Hacia el noreste, en la región de Isaan, están los monumentos jemer, erigidos por los camboyanos para honrar a sus dioses y sus reyes. Los dos más interesantes son Phimai y Phanom Rung, muy cerca de Khorat, que es la mejor base para visitarlos. La región de Isaan debe su nombre al dios hindú de la muerte y del noreste, y es la más pobre y la menos visitada de Tailandia. Personalmente, me gusta vagar por Phimai en busca de los relieves que hacen justamente famosos a estos templos con mil años de edad.
Allí, sobre la entrada principal, está Shiva, cuya danza anuncia la destrucción del mundo y el origen de un nuevo orden, un mensaje que han recibido todas las civilizaciones en un momento u otro de su historia. También hay escenas del Ramayana, con sus batallas interminables. Otros relieves abandonan los temas hinduistas y muestran la conversión al budismo. Por ejemplo, una imagen de Buda protegido por la serpiente de siete cabezas está en el mismo lugar donde debió de estar en otros tiempos el lingam –«falo»– de Shiva. Los visitantes tailandeses muestran una veneración tranquila. Soy el único extranjero en Phimai.
Mi camino sigue todavía más hacia el norte, hacia esa zona de límites imprecisos que se ha dado en llamar el Triángulo de Oro. Allí, a caballo entre las fronteras de Laos, Myanmar y Tailandia, sobrevive una serie de pueblos muy diferentes a los thais que forman la mayoría étnica del país. Son grupos pequeños llegados en lentas migraciones a lo largo de los siglos, sobre todo desde el sur de China. Entre sus características, los yao, meo, lisu, lahu, akha y karen destacan por el cultivo y consumo del opio como un elemento más de su cultura.
En Chiang Mai y en otras ciudades del norte se organizan excursiones a pie para conocer estos pueblos, que además incluyen un recorrido a lomos de elefante y el descenso de un río en balsa de bambú. Sin embargo, en Chiang Rai –ya en el extremo septentrional de Tailandia– el azar me hace entablar conversación con un muchacho que tiene previsto visitar a su novia que vive en un poblado yao, y me invita a acompañarle.

Hacia un lugar secreto
No podría marcar en un mapa nuestra ruta, porque recorremos senderos poco transitados entre bosques espesos y vadeamos ríos con el agua hasta la rodilla. En el camino, oímos el canto de aves invisibles y pasamos junto a plantaciones de adormideras. Mi guía conoce bien la zona –me muestra el árbol del que se extrae la laca roja y las colinas por donde corre la frontera con Myanmar– y a sus habitantes. De vez en cuando nos detenemos para hablar con los agricultores lisu que trabajan el campo con sus búfalos, y con hombres lahu que tienen la espalda cubierta de tatuajes que les protegen de los malos espíritus. La primera noche dormimos en una aldea akha y al día siguiente llegamos a nuestro destino, el poblado yao. Allí paso la tarde tomando té y observando la vida de la aldea: las mujeres avientan el arroz, unos hombres lavan un elefante, un anciano toma el sol después de fumar unas pipas de opio y los niños juegan con despreocupación. Siento que estoy ante una Tailandia rural y eterna.
El sur del país atrae por motivos diferentes. La zona de la bahía de Phang Nga –en el norte de otro gran destino turístico como es la isla-provincia de Phuket– es quizá la más espectacular de todas. El conjunto, un paisaje onírico de farallones calcáreos que surgen directamente del mar, con el sol, las playas y las aguas de color esmeralda, convierte este lugar en uno de los más hermosos y conocidos de Tailandia.

Mundo de agua, roca y cielo
En el pequeño pueblo de Phang Nga, concretamente enel embarcadero de Tha Don, es fácil alquilar una piragua a motor y un guía para explorar este laberinto de islotes, precipicios, cuevas y bahías escondidas. Sentado en la proa de la piragua veo este mundo desplegarse delante de mí. Los habitantes actuales del lugar, los chao ley, piensan que las pinturas rupestres de algunas cuevas –quizá con 3.000 años de antigüedad– sirven para proteger tesoros ocultos y que están dibujadas con sangre.
Pasamos todo el día en este mundo de agua, roca y cielo. En un momento, entramos despacio por un desfiladero de pocos metros de anchura. De los farallones surge una vegetación que se afirma no sé cómo a las paredes. El guía para el motor y nos deslizamos sobre el agua transparente, y casi parece que volamos. Oímos el canto de algunos pájaros y el aullido de un mono. Es uno de esos momentos en que parece que se ilumina el mundo. Pienso lo acertado de dejarme llevar por una persona que conoce bien la zona. No sé el nombre de este escondrijo perfecto; igual que entre los canales de Thonburi, o en las aldeas del norte, descubro el lugar buscado allá donde no sabría regresar a encontrarlo.

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