VALLE DEL LOIRA

Más de 300 castillos y palacios flanquean el gran río e imponen su majestuosidad para hablarnos de un periodo donde las grandes decisiones se tomaban en las alcobas reales.

Por Francisco Po Egea
codado sobre el pretil de este viejo puente gótico de Beaugency, el mismo que atravesaban los peregrinos hacia Compostela hace ya ocho siglos, contemplo el fluir del Loira. Aquel torrente impetuoso que he visto, poco después de su nacimiento, hendir desfiladeros y excavar impresionantes gargantas en las tierras abruptas del Macizo Central, helo aquí convertido en un río perezoso e indolente. Y es que, retenido por la llanura, su cauce se ha ensanchado. Ahora, dividido en brazos de agua y de arena que se encuentran y se olvidan, parece un «río de arena a veces mojada» como se le ha llamado en alguna ocasión.
A esta hora temprana del día, bañado por una luz tenue, es un río pictórico. Como un caleidoscopio, sus aguas me devuelven el azul del cielo, el blanco de las nubes perezosas y el verde de la vegetación de sus orillas.

Mansiones para la realeza
Colores que actúan como bellas promesas para seguir su curso visitando las rudas fortalezas medievales, los castillos de cuento de hadas y los palacios elegantes que un día habitaron reyes, caballeros y damas poderosas y bellas. Porque el Loira, «la Loire» –femenino en la lengua de Molière–, es la reina de los ríos franceses.
Y sus reyes la han amado. Espejo de la Francia cortesana, la dinastía de los Valois, seducida por sus paisajes e inspirada en las luces del Renacimiento, convirtió este valle, desde la población de Orléans hasta Angers, en un bulevar real en el que el río flirtea con bosques, viñedos, jardines y castillos.
La guerra de los Cien Años había obligado a la corte a abandonar París, y tras ella se fue la nobleza. Entretanto, los señores feudales emergían del aislamiento medieval de sus torreones-fortalezas. Fue una época en la que unos y otros rivalizaban en poblar la región con soberbios castillos y palacios. Asimismo, de Italia llegaban arquitectos, artistas, juglares, y también las nuevas ideas políticas inspiradas por Maquiavelo. Las intrigas y las traiciones, las conjuras y los asesinatos marcan la historia de buena parte de Francia en estos albores de la edad moderna.
La corte se vuelve galante. Las mujeres, hasta entonces recluidas en las alcobas o dedicadas al servicio de la reina, se convierten en damas de la nueva sociedad. Las favoritas dirigen los asuntos políticos desde la cama real y las reinas, sean madres o esposas, llegadas al trono por matrimonios de conveniencia, tan pronto son olvidadas como sustituidas o encarceladas.
La vida de los habitantes del Loira ha cambiado mucho desde entonces, pero el buen viajero, ayudado por los espectáculos de «Luz y Sonido», las recreaciones de los ambientes palaciegos y las historias y anécdotas contadas por los guías, se aplica a imaginarse los momentos más gloriosos o rocambolescos de aquel sugerente pasado.
Un pasado con un atractivo que no reside sólo en la belleza de las arquitecturas, jardines y paisajes, sabores plenamente visuales, sino también en las historias y leyendas que los envuelven.

Las grandes damas de la Loire
Porque la Historia con mayúsculas de Francia, la de sus grandes horas, se tejió durante dos siglos a orillas de este río. Y son los secretos de amores y devaneos de las gozosas, vengativas o amorosas damas del Loira los que alimentan la imagen de la tan pícara como dulce Francia cortesana.
Aunque no hay que olvidar que también fue heroica, como recuerda cada 8 de mayo la ciudad de Orléans: un gran desfile conmemora la liberación de la población del asedio de los ingleses gracias a la intervención de Juana de Arco. Una doncella de rubia melena recortada a lo garçon, embutida en una armadura medieval, a lomos de un caballo blanco y acompañada por un séquito de caballeros y fanfarrias rememora la gesta más singular de las grandezas de Francia. También en esta ciudad hemos encontrado el río, eje y guía de nuestro itinerario y, tras nuestra ensoñación sobre el puente del medieval Beaugency, nos dirigimos a Chambord.
En medio de un gran bosque, zona de recreo para ciervos y jabalíes, macizo en su base, aéreo en sus alturas, radiante en su piedra blanca, se nos presenta Chambord, «un palacio de hadas y caballeros en el que todas las magias y todas las locuras están presentes», según Victor Hugo. Su construcción se debe a Francisco I. Su situación, a las inclinaciones amorosas del rey por la ardiente condesa de Thoury, castellana de una mansión vecina.
Imaginamos que en aquellos tiempos el interior era un fastuoso despliegue de tapices y muebles, pero hoy, desnudo de aderezos, es tan colosal como frío. Su prodigiosa escalera, sin embargo, casi justifica por sí sola la visita.

Interior majestuoso y frí
Se trata de dos hélices superpuestas que partiendo del mismo plano a 180º de diferencia se enrollan sobre un mismo eje. Dos personas que empiezan a subir al mismo tiempo, una por cada rampa, no se pierden de vista durante toda la ascensión, pero no se encuentran hasta alcanzar la terraza. Y a ella hemos llegado. Fantástica, no sé si simétrica o asimétrica, un conglomerado de piñones y lucernas, capiteles, campaniles y espadañas en torno a sus 365 chimeneas. Sus rincones y recovecos venían al pelo para anudar intrigas y concertar citas amorosas.
Proseguimos hacia el oeste siguiendo el flujo e influjo de nuestro guía, el gran río. A punto de llegar a Blois volvemos a echar mano del ilustre Victor Hugo: «Vi mil ventanas a la vez, un apiñamiento de casas y campanarios, toda una vieja ciudad caprichosamente extendida en anfiteatro: el obispado, la catedral, el castillo, el puente con su obelisco y el bello Loira pasando». Hoy, esta visión se mantiene igual, pues la ciudad nueva se esconde detrás de la vieja que aparece en primer plano.
Por el castillo de Blois, a la vez fortaleza y palacio, se pasean fantasmas ilustres. Aquí vivió Ana de Bretaña, excelente esposa de Carlos VIII, primero, y de Luis XII, después; aquí murió Claudia de Francia tras haber dado siete hijos a Francisco I, y su nombre a las ciruelas de la región; entre estas paredes estuvo prisionera de su real hijo, María de Médicis, que escaparía a su cautiverio en rocambolesca hazaña.

Venganzas históricas en Blois
También en el castillo de Blois cayó atravesado por doce espadas y ocho puñales el gigantesco duque de Guisa tras haber pasado la noche con la bella y traidora marquesa de Noirmoutiers. Fue éste un asesinato en venganza de lo sucedido en la vecina población de Amboise, donde una mañana de mayo de 1560 aparecieron colgados de las almenas del castillo, balanceándose sobre el río, las decenas de conjurados hugonotes que pretendían secuestrar al joven rey Francisco II y acabar con la ultracatólica dinastía de los Guisa.
Pero dejemos tan sangrientas historias y detengámonos, más bien, en las de las galantes y poderosas damas del Loira. Chaumont nos recibe rodeado de su parque de cedros centenarios. El sol fulgura sobre la pizarra de sus torreones. En este castillo, Catalina de Médicis rumió durante años su venganza contra la que le sustituía en el lecho conyugal. En vida de su marido, Enrique II, no se había atrevido a medirse con su rival, a pesar de que un día le había espetado: «Leo las crónicas y veo que, a menudo, son las putas quienes dirigen los asuntos del reino». Una vez viuda expulsó a Diana de Chenonceau, el bellísimo castillo que el rey había regalado a su amante, y se sacó la espina organizando fiestas fastuosas.
Y es que Chenonceau –«el castillo de las damas» por las seis castellanas que lo habitaron y amaron tanto– tiene mucho de femenino en la suavidad de su estampa. Otros castillos del valle del Loira dominan el río encaramados sobre sus orillas o, como Azay le Rideau, mojan sus muros en el agua.

Varias dueñas para un castillo
La fortaleza de Chenonceau, en cambio, se estira, con toda la gracia que supo imprimir el Renacimiento, a través del río Cher uniendo en arcos de sobriedad clasicista las dos orillas de este lánguido y somnoliente afluente.
Construido por Catalina Briçonnet a principios del siglo xvi, la noble tuvo que entregarlo a la Corona para pagar las deudas de su marido. Después, Enrique II lo regaló a Diana de Poitiers. Era ésta veinte años mayor que él, pero fue la mujer más seductora de su tiempo. Su belleza desafiaba el ultraje de los años. Sus enemigos le acusaban de beber sangre de adolescentes para mantener su juventud. En verdad, la tal Diana llevaba un régimen de vida de preparación olímpica: equitación, varias horas de gimnasia, duchas frías y partidas de caza. Su intrepidez le valió el nombre de «Dama de los ciervos» y, de hecho, a ella le gustaba posar con los atributos de Diana cazadora.
Su precursora en lides amorosas, Inés de Sorel, vivió un siglo antes en Loches. En la sala principal de este castillo, ante su blanco mausoleo de alabastro, podemos conocer su historia. La Dame de Beauté, como se le conocía, fue la primera querida oficial de un rey de Francia. Ambiciosa y caritativa, inteligente y osada, sus extravagancias asombraban a la corte e indignaban a las otras damas, las cuales, no obstante, se apresuraban a imitarla.

La moda de la cortesana
Todas las mujeres de la corte se afeitaron las cejas cuando Inés se afeitó las suyas, descubrieron sus hombros cuando la favorita mostró los suyos, pero ninguna se atrevió a compararse con ella el día que apareció mostrando uno de sus senos perfectos completamente desnudo. De esta guisa la tomó como modelo el pintor Jean Fouquet para su famoso cuadro Virgen con niño. Existe una copia en el castillo.
Tras una parada que debía ser breve en Tours, la estancia se alarga en esta ciudad del centro del valle del Loira, atrapados por la calidad de sus restaurantes y hoteles y, sobre todo, por el encanto de su precioso casco antiguo. Pero hay que continuar, y una mañana primaveral nos encuentra ante las puertas del castillo de Villandry.
Esta vez no es la historia de una bella cortesana la que nos atrae, sino la visita de sus célebres jardines, únicos ejemplares existentes de jardines a la francesa del siglo xvi. Son tan portentosos que se han definido como «la hectárea de la Tierra donde mejor se expresa la quintaesencia de Francia».
Totalmente perdidos en el curso de los años, su paciente y difícil reconstrucción se debe a un médico extremeño, Joaquín Carvallo, quien, hace cien años, compró un arruinado Villandry con los dólares de su rica esposa americana. Divididos en tres terrazas, su importancia y belleza se deben a la unión de jardines de adorno y jardines-huerto. Estos últimos están plantados exclusivamente de frutales y hortalizas, revelando así la importancia que, entonces, tenían unos y otras, pues la mayoría eran recién llegados de América.

Huerto de lujo y cuento de hadas
El mismo propietario era el encargado de vigilar personalmente su aclimatación. En la actualidad, y tras muchas vicisitudes, es Henry Carvallo quien mantiene la obra de su bisabuelo.
Unos kilómetros más hacia el oeste, nos plantamos frente al magnífico castillo de Ussé. No nos sorprende que Perrault se inspirase en él para su cuento La bella durmiente del bosque, porque adosado a la escarpada ribera del río Indre y dominando sus floridas terrazas, la multitud de torreones, adarves, matacanes y linternas que coronan sus fachadas renacentistas lo convierten en una residencia ideal para las hadas y los duendes.
Pero ¡ay! Las hadas ya no están en este mundo, si no, ¿cómo se puede explicar la instalación en estos hermosos parajes de la gigantesca central nuclear de Avoine con la que nos topamos en ruta hacia Candes? A su entrada en el dulce Anjou decimos adiós al Loira camino de Nantes, donde ante el reflujo de las mareas atlánticas perderá su indolencia y se hará oceánico, ¿pues no son los ríos agua y van al mar?

1 Comment:

  1. Monica said...
    que buen paisaje.. me imagino lo que sera ir ahi.. estoy viviendo en uno de los apartamentos en buenos aires, espero luego de terminar de trabajar poder irme de viaje y recorrer lugares como esos

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