La Coruña

Rías Altas.

Por Nani Arenas
Tiene la tradición gallega a la muerte por protagonista, aunque está cargada de recomendaciones milenarias que los vivos deben tener en cuenta. Una de ellas manda peregrinar a San Andrés de Teixido en vida, porque, si no, se hará como alma en pena, en compañía de algún vivo, o reencarnado en el cuerpo de un lagarto, sapo o culebra. La orden divina se reafirma en el dicho popular gallego: «A San Andrés de Teixido vai de morto o que non foi de vivo».
Dispuestos a hacer caso a la tradición en vida, hay que intentar que la peregrinación sea lo más grata posible. Y para ello, nada mejor que iniciar la ruta en la villa marinera de Cedeira. Es éste un buen lugar donde dejarse llevar por los placeres más terrenales del buen comer y beber. Aquí, los vivos, y seguramente los muertos, coinciden en alabar los ricos calamares que se pescan en la ría a la que se asoman sus calles. También dicen que los mejores percebes de Galicia son de esta localidad, cuyo nombre significa cetaria. Así que no podemos pasar por Cedeira sin comprobar la autenticidad de esta fama.

Un armonioso trazado urbano
Para reposar la comida, nada como dar un paseo por el malecón del pueblo, que lleva a la lonja y los muelles. También podemos recorrer las ordenadas calles, adornadas por casas con galerías y blancos balcones típicos de la arquitectura de estas rías. El armonioso trazado es una prueba de que Cedeira fue una de las primeras villas de Galicia en contar con plan de urbanismo propio.
San Andrés de Teixido está a 12 kilómetros de Cedeira. La empinada carretera discurre por la sierra de A Capelada, un paredón rocoso en el que habitan las bestas, pequeños y robustos caballos salvajes. Aquí dejaremos una piedra en un milladoiro, mudo testigo del paso de los peregrinos hacia el santuario. El lugar se encuentra al lado del cruceiro Dos Carrís, una señal con dos siglos de historia que inicia el descenso al santuario.
Entre caballos,acantilados y modernos molinos de un potente parque eólico, se alcanza el santuario, que también se conoce como de San Andrés do Cabo de Mondo.
La leyenda cuenta que el apóstol se despertó un día triste porque su templo estaba en un lugar tan inhóspito que no atraía a los peregrinos, que preferían visitar la tumba de Santiago, en Compostela. Conmovido, Dios le dio una concesión: «ve tranquilo Andrés, pues no serás menos que Santiago. Desde hoy, nadie ha de entrar en el reino de los cielos sin haberte visitado. Y si no lo hiciera en vida, habrá de acudir de muerto».
Una vez aquí, hay que respetar algunas tradiciones. La primera, comprar las figuritas de pan que ofrece el veterano Dionisio Bellón; luego, rogar la bendición de San Andrés; ir hacia el mar para beber sin apoyarse en la pared de la fuente del santo; pedir los deseos y arrojar al agua una miga de pan. Si flota, los deseos se cumplen; si se hunde, el peticionario no llegará vivo a fin de año.
Cumplidas las tradiciones, podemos seguir rumbo norte, con destino al mirador de Vixía de Herbeira, un acantilado basculante, situado en el límite municipal de Cariño, a 612 metros sobre el mar.
Este hechicero paisaje ha cautivado a directores de cine como Polanski, que lo hizo escenario de algunas escenas de La muerte y la doncella. Imposible sentirse indiferente ante ese aullido del viento del norte, ese lamento del viento del sur, ese rugir que llega del este y del oeste. Y es que aquí conversan entre sí todos los vientos del mundo mientras juguetean con las aguas y gritan ante las olas que se rompen violentas contra las rocas. Al contemplarlo, el viajero sucumbe a una sensación de soledad e impotencia ante tamaña naturaleza que habla de naufragios, de temporales y de tragedias con el mar, el hombre y el viento como protagonistas.
Con esos bravos sonidos llegamos a Cariño, pueblo costumbrista, casi único en esta Galicia costera donde la vida gira alrededor del mar y sus derivados. Es quizás un lugar demasiadosolitario en las tardes frías de invierno, cuando el mar se agita sobre su flota de no más de treinta naves. La vida marinera es demasiado ingrata y cada vez son necesarias más alternativas que permitan la supervivencia del hombre en este fin del mundo.
A 3 kilómetros de Cariño se alza el cabo Ortegal, la segunda punta más al norte de la península Ibérica y otra cornisa en lucha con el océano. Aquí hay que dejarse conquistar por el ímpetu del oleaje, que no entiende el significado de la palabra calma.

Rincones para el sosiego
La carretera sigue hacia Santa Marta de Ortigueira paralela a su ría. La villa existe lo menos desde el siglo xiii y se conserva tranquila, con calles estrechas y casas con galerías, a la vera de marismas que surgen de la unión del Atlántico y los ríos Mera y Beleo.
La mirada busca playas donde las aguas se presentan mansas, en contraste con la lucha dejada atrás. Entre estos arenales destaca uno por su belleza: el de Cabalar. A su alrededor se alza un cálido y suave entorno natural donde se ha habilitado una zona de protección para las aves que anidan aquí en su huida del gélido invierno.
El poder cambiante de este paisaje se hace latente al llegar a Espasante, un pueblo pequeño y con encanto que se hace grande y poderoso a medida que baja la marea y la arena engulle al océano.
Otro paseo lleva hasta la ermita de San Antonio. Con el mar siempre por compañía, el recorrido permite hacerse una idea de la fisonomía de este tranquilo trozo de costa que se abre a la ría de Ortigueira. A lo lejos amenaza el poderío de Estaca de Bares, el extremo más septentrional de la Península, donde las aguas del Atlántico se unen a las del Cantábrico en una lucha encarnizada que el dios Eolo contempla en primera fila.
Hay que hacer una parada en O Barqueiro, localidad con las casas apiñadas bajo una escarpada ladera. Su nombre procede del barquero que llevaba personas y mercancías de un lado a otro de la ría que forma el ríoSor. Así fue hasta 1901, cuando finalizó el puente metálico que hoy luce junto al nuevo viaducto y que une O Barqueiro con la provincia de Lugo.
Cuentan que un día el barqueiro, cargado de pasajeros con destino a San Andrés de Teixido, no lograba arrancar la barca. «¿Alguien olvida algo?», preguntó. Así era. Un pasajero había dejado al muerto que acompañaba para cumplir con la peregrinación. Según se dice, el vivo recoge al finado en el cementerio y lo despierta cada vez que haga una parada, dando dos golpes en la tierra. Si el vivo olvida al difunto, ni barcas ni coches ni autobuses podrán circular.
La llamada para ir a San Andrés de Teixido puede ser un suplicio, pero lo cierto es que el reclamo, divino, humano o animista, sirve de señue

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