CUENCA

Toda la ciudad es un excelente mirador sobre las hoces de los ríos Huécar y Júcar que ciñen y elevan su casco antiguo hasta crear un conjunto armónico con el paisaje.

Por Javier Echenagusía
A propios y a extraños, Cuenca embruja. Es un encantamiento que deriva de la primaria complicidad entre ciudad y paisaje, enhebrado como está el caserío por los pliegues de esta colina torreada de peñascos. Las profundas hoces que tallan los ríos Huécar y Júcar abrazan su cintura. Así adquiere sustancia esa totalidad orgánica, esa extraordinaria fuerza plástica de la que hablaba un ilustre forastero convertido en vecino, el pintor Antonio Saura.

La ciudad hechicera
El hechizo lo sufrieron pintores como Zóbel, Torner, Rueda, Sempere o el mismo Saura hasta conseguir dar vida, en las famosas Casas Colgadas, al Museo de Arte Abstracto. Una hermosa historia de pasión correspondida de la que todavía podemos disfrutar.
En Cuenca, si se hace salvedad de la catedral, son los peñascos, el desplome de las hoces y las aparentemente modestas arquitecturas las que procuran su auténtico perfil «monumental». Y es que en esta apacible ciudad de pasado clerical e impronta barroca poco espacio quedó para la arquitectura civil nobiliaria. Pero este «hueco» lo cubre con creces una inverosímil geografía urbana que lo mismo sube o se despeña, flanqueada por soberbias y cromáticas arquitecturas nacidas, como todo lo popular, de lo simplemente necesario y espontáneo.
Y siendo como es el feliz resultado del trabajo de dos ríos, el Huécar y el Júcar, qué más argumentos para empezar a degustarla que desde lo hondo de sus hoces. De la Puerta de San Juan parte un memorable paseo a la vera del Júcar. Los contrafuertes rocosos y los edificios apiñados en la cumbre son el respaldo adecuado al serpenteo del río entre arboledas. Una parada obligada es el entorno de la iglesia de San Miguel, hoy transformada en auditorio musical, un entremés jugoso para acercarse hasta la plaza del santuario de la Virgen de las Angustias, pequeño templo del siglo XV vestido de barroco desde donde se puede contemplar la hoz del Júcar en todasu belleza.
De hoz en hoz, del Júcar al Huécar, hay que subir hasta los restos del castillo. Sólo queda un torreón, y el arco de Bezudo, junto a la severa mole del archivo provincial –en tiempos, casa de la Inquisición– y la importante presencia de la iglesia de San Pedro. Desde aquí se tiene otra de las mejores vistas del perfil de la ciudad.
Para asomarse a la hoz del Huécar una buena opción es dejarse caer por la calle de Julián Romero, tal vez uno de los recorridos urbanos con más sabor en Cuenca.

Vista de la hoz y las Casas Colgadas
La calle, preñada de viviendas populares, lleva hasta el puente de San Pablo. La metálica pasarela peatonal, obra del ingeniero Fuster, es otro gran escenario para ver la hoz. Al otro lado del puente se levanta el convento de San Pablo, hoy parador nacional, en cuya iglesia se celebra la Semana de Música Religiosa.
Pero en este lado se encuentran las archifamosas Casas Colgadas. A finales del XVII la manzana formaba una verdadera cornisa sobre el Huécar, pero en la segunda mitad del XIX se derribaron buena parte de las casas. A dios gracias, la intervención municipal permitió adquirir las dos que todavía se mantenían en pie y durante los años sesenta del siglo XX se remozaron. Salieron ennoblecidas del empeño, y aunque se las privó de su carácter popular, purismos aparte, su fuerte carácter, el pintoresquismo de las balconadas y su precario equilibrio, las han convertido en la imagen emblemática de la ciudad.
Hay todavía más Huécar por el que deambular. Basta descender desde la plaza de Ciudad de Ronda por San Martín.
También aquí la ciudad se asoma volando literalmente. Ahí están los «rascacielos», esas casas que asombraron a sus contemporáneos por alcanzar alturas de hasta doce pisos sobre la hoz, aunque en el frente de la calle tan sólo ofrezcan cuatro.
La calle de Alfonso VIII es la arteria central de la ciudad alta. Aquí, junto a los famosos y ahora empequeñecidos rascacielos, subsisten algunosedificios nobles; y la remozada iglesia de San Felipe Neri. En su trasera está el Jardín de los Poetas, melancólico rincón donde hay que acudir.
Trepar hasta la torre de Mangana parece una sugerencia clara. Aquí debió de estar el alcázar árabe y la judería, sobre cuya sinagoga se levantó en el siglo XV la desaparecida iglesia de Santa María. En un extremo de la plaza se obtiene una estupenda vista del Júcar penetrando la ciudad baja de Cuenca, pero el espacio cerrado a cal y canto de esta suerte de plaza-plataforma elevada deja sin sentido a este lugar un tanto desconcertante.
La casa de uno de sus costados, por el contrario, es una verdadera joya de gracia alarife. Y es una lástima que el Seminario, en el otro extremo, cierre sus puertas al público, disponiendo como dispone de una hermosísima y fastuosa biblioteca.

Belleza irregular de la ciudad
El camino desde esta plaza hasta la de la Merced ofrece una explosión de portadas barrocas en un espacio, éste sí, sumamente sugestivo. Hasta llegar a la plaza Mayor de Cuenca, un lugar en extremo original. Irregular, con declarada aversión a la escuadra y la plomada, recorrida en dos niveles, cerrada en su extremo bajo por las airosas arcadas del bonito Ayuntamiento, la plaza sigue siendo el centro de los grandes acontecimientos conquenses. En lo alto, a un costado, se abre la catedral, que, con su aire inacabado y en cierto modo juvenil –la portada es neogótica, de un siglo escaso– tiene a orgullo ser la primera entre el gótico peninsular. Lástima de coro inoportuno que impide contemplar de forma cabal este templo de fábrica extraordinaria.
Si Cuenca es, en cierto modo, una ciudad encerrada en sí misma desde el punto de vista monumental, esto se supera con creces con la proliferación museística que la adorna. Entre los museos imprescindibles destacan el Diocesano, el de Cuenca y el magnífico Museo de Arte Abstracto en las Casas Colgadas.
Los tres se hallan en la parte alta de Cuenca. En cambio, en la llamada ciudad baja casi todo discurre en torno a Carretería, un desmañado salón urbano que reclama su peatonalización. Aquí estuvo el café Colón, ya demolido y hasta un César González Ruano pariendo sin parar artículos. Es el eje comercial y en su entorno inmediato se despliega la calle San Francisco, más conocida como La Calle, el lugar de tapeo por excelencia y con una sorprendente acumulación de pubs y lugares de copas.
Esta Cuenca bruja tiene sus asociados en las cercanías. Por ejemplo, en esa travesura geológica de la Ciudad Encantada, donde rocas, agua y viento han formado con paciencia milenaria setas fabulosas, calles, plazas y demás parajes de este laberinto increíble de 250 hectáreas. Ir a salto de piedra es una opción; otra, seguir el itinerario marcado con flechas blancas que discurre por los parajes principales incluido el Tormo alto, monolito de 20 metros, milagro o juego de equilibrio, emblema de la Ciudad Encantada.

Lugares mágicos de piedra y agua
En la «ciudad», los nombres lo reflejan todo: los Barcos, el Perro, la Cara del hombre, boina incluida, el Puente, la Foca, los Osos, el Tobogán, la pelea del Elefante y el Cocodrilo, el Hipopótamo, los Hongos... Hasta los Amantes de Teruel.
Más al norte, en la sierra de Tragacete, se halla la cuna natal del Cuervo. Normalmente los ríos o no tienen partida de nacimiento o la gente se la disputa. No es el caso del Cuervo, que hace su primera aparición en una auténtica cortina de formaciones tobáceas tapizadas por musgo entre las que se derrama el agua formando juegos de pequeños saltos. Más adelante está la gruta donde el Cuervo surge de sopetón entre el pino laricio, los rodales de boj, sauces, álamos blancos, chopos, tilos y avellanos.
De regreso a Cuenca, un remate digno a la excursión es asomarse al Ventano del Diablo, vertiginoso mirador volcado al Júcar. Ya se advirtió de la potencia y las facetas infinitas de este paisaje de naturaleza convulsa. Tan pronto amable como sobrecogedor. Melancólico y risueño, según. Siempre desconcertante.

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