VENECIA

Bella entre las bellas, espejo melancólico de sus palacios bañados por las aguas y de los fantasmas de tantos viajeros ilustres que la amaron, Venecia es una ciudad única. Es Oriente y Occidente, un mundo entre la realidad y la magia.

Por Francisco Po Egea
La tradición, ese imperativo categórico que el buen viajero lleva pegado a la piel, exige cuidar la llegada a Venecia. Hay que hacerlo por mar, como lo hizo Marco Polo al regreso de su largo viaje al imperio del Gran Mogol; como lo hacía Casanova, otro ilustre veneciano, al regreso de sus correrías galantes por Europa; como durante siglos trató de arribar el turco y como, hasta la construcción del puente que une la isla con tierra firme, lo hicieron todos los viajeros.
A falta de poder entrar desde el Adriático con las velas desplegadas, tomo un motoscafo –lancha rápida– desde el aeropuerto y me adentro en las aguas misteriosas de la laguna. Envuelto en las brumas del anochecer, con el alma en vilo, me preparo para el choque estético que la vista de la Ciudad de los Dogos, se sea viajero primerizo o se venga por enésima vez, produce.

La noche se tiñe de violeta
Se llega allí donde emboca el Gran Canal y se descubre que Venecia es única. Las farolas de cristal violeta de la Riva degli Schiavoni se dibujan en la noche así como las siluetas de las góndolas balan-ceándose en el muelle. Detrás, los arcos entrelazados del palacio Ducal, las líneas difuminadas del Campanile y los bulbos bizantinos de la basílica de San Marcos.
Hasta ese momento creía que Venecia era un mito para poetas e incrédulos, un cliché romántico para amantes y novios en luna de miel. Ahora veo que existe. La ciudad bella entre las bellas, distinta a todas. Ni automóviles, ni humos. Sólo calles para pisar y canales para navegar. La ciudad-espejo de melancolía en sus palacios bañados por las aguas; de nostalgia entre los fantasmas de tantos viajeros ilustres que la amaron.
Nació del agua, sobre cien islotes, refugio de los veneti empujados por los corceles de Atila. Es una superviviente de la oscuridad que siguió a la desaparición del mundo antiguo; la heredera del clasicismo griego y romano, pero revisado por los gustos deOriente. Enriquecida por el comercio, se convirtió en gran señora, en la República Serenissima. Cuando era joven y potente, subyugaba a todos sus vecinos desde el Adriático a Constantinopla. En el setecientos era decadente y lasciva. Serenissima Ruffiana la llamó Visconti. En el XIX, el siglo romántico, era un reino sombrío. Ahora que es vieja, halaga, emociona e instruye.
A pesar de su pequeño tamaño, durante siete siglos ejerció el monopolio de las rutas con Oriente. Bajo el lema «seamos primero venecianos y luego cristianos» fundó sus riquezas sobre el robo y el botín, amén del comercio.

Los botines de guerra
Su rapiña era un escándalo en el mundo cristiano. Por ejemplo, los célebres caballos de bronce –uno de los símbolos de Venecia guardado en la basílica– procedían del hipódromo de Constantinopla. Junto con los también célebres tetrarcas –esas dos parejas de caballeros abrazados en la entrada del palacio Ducal– fueron parte del botín del dogo Andrea Dandolo cuando, en 1204, saqueó la ciudad.
Llegado el momento de fundar iglesias, se buscaron reliquias de prestigio. Los agentes de la República trajeron desde Jaffa el cuerpo de san Nicolás; de Chios, el de un san Isidoro; y varios brazos, cabezas y extremidades de otros lugares. Pero su robo más famoso –tema favorito en la pintura veneciana– fue el del cuerpo de san Marcos en Alejandría. Sobre él se fundó la bellísima catedral.
Una de mis primeras visitas, claro. He encontrado el camino para subir al coro, el mejor lugar para gozar de la perspectiva de arcos y cúpulas adornados con mosaicos dorados, mármoles y pórfidos. He contemplado casi en soledad los mosaicos de la vida de san Marcos en la capilla Zen, pero no ha sido tan fácil acercarse a la Pala d’Oro; los metales preciosos
y la pedrería tienen muchos amantes.

La extensa obra de Tintoretto
En el interior del palacio Ducal, frente al gigantesco cuadro Juicio final, me pregunto cómo su autor, el granTintoretto, tuvo tiempo de pintar tantos y tan enormes cuadros. Vivió una larga vida, pero, además de esta obra, de las pinturas de las iglesias de la Madonna Dell’Orto y de San Giorgio, de los cuadros colgados en la Accademia y de los 62 que llenan la Scuola di San Rocco, apenas hay sacristán de iglesia que no presuma de su Tintoretto presidiendo un oscuro altar.
Los paseos por el Gran Canal a bordo de un vaporetto permiten descubrir las fachadas decrépitas de los palacios góticos o renacentistas minados por el agua. Unos, cerrados y mudos; otros dejan ver a través de los ventanales techos abovedados con pinturas brillantes y arañas de cristal de Murano, reflejo de su pasado esplendor. Varios de estos palacios han sido maravillosamente restaurados y convertidos en museos.

Galerías de arte en los palacios
Ca’ Rezzonico aloja a Guardi, Longhi y Tiépolo, con sus cuadros de las fiestas del settecento; Ca’ Pesaro alberga el Museo de Arte Oriental y el más bello y famoso de todos, Ca’ d’Oro, expone obras de Carpaccio, Tiziano y Mantegna.
Pero es en la Accademia, justo al otro lado del puente de este nombre, donde se encuentran las obras más emotivas: las madonnas de Bellini, los milagros de san Marcos de Tintoretto, la conmovedora Pietà de Tiziano y la potencia misteriosa de La tempestà de Giorgione.
Me alegro de haber venido en invierno. Es ahora cuando Venecia despliega todas sus seducciones, pues es éste el clima que acentúa su tristeza melancólica, su añoranza por las grandezas pasadas. La lluvia desciende por las fachadas de los palacios lamiendo los arcos, disolviendo los restos del polvo dorado, disgregando los mosaicos bizantinos. Llegan cada día las mareas –el acqua alta– y desbordan sobre las orillas de los canales, las calles estrechas y las plazas.
Es en esta época, con la ciudad quieta e íntima, cuando se comprende la asociación que tantos artistas han hecho de Venecia con la nostalgia, la melancolía y, por extensión, con lamuerte.

Ilustres enamorados de Venecia
Belleza y decadencia corren parejas y por eso los románticos del XIX, Byron, Goethe, Tolstoi, encontraron en Venecia el apogeo de sus sueños. Hubo algunos que de tanto amarla se quedaron hasta morir en su húmedo abrazo: Wagner, Strawinski, Diaghilev, Ezra Pound y el diseñador Fortuny.
Ningún lugar mejor para recordar a estos fantasmas ilustres como los saloncitos del Florian o del Quadri. Son como dos hermanos gemelos. Ambos tienen más de dos siglos de vida. Situados uno frente al otro en la plaza de San Marcos, en verano tienen grandes terrazas con orquesta y, en los dos, un simple café cuesta un ojo de la cara. Ambos, también, se disputan el haber sido los preferidos por más personajes célebres, todos los mentados anteriormente y Verdi, Proust, Hemingway, Cela y Nieva.

Las mejores panorámicas
Para dominar la ciudad, hay que subir al campanario de San Giorgio, la gran obra veneciana de Palladio, al otro lado del Bacino di San Marco. Desde allí la panorámica es todavía más hermosa que desde el Campanile de la catedral, pues se domina la laguna, la entrada del Gran Canal y los edificios de la Piazza.
El invierno es sinónimo también de Carnaval. Los venecianos crecieron ricos de sedas y brocados traídos por sus mercaderes de los bazares de Oriente. Desde entonces aman los adornos vistosos y tienen el gusto por el boato y el exhibicionismo. En el siglo XVIII, la época de su deliciosa decadencia, inventaron una nueva sociedad sin más leyes que la diversión y el placer. El Carnaval en aquellos años de orgía duraba cinco meses. No había día sin desfile, regatas, bailes y festines. Todo el mundo iba enmascarado. Desde la duquesa hasta la sirviente; desde el marqués al obrero. Libertad social y sexual. Hoy, el Carnaval es un barroco festival de vanidades. Calles y y canales de toda la ciudad se convierten en un escenario.
Pero Venecia es un gran escenario durante todo el año. A mímegusta despedirme de la ciudad con un paseo por el puente de Rialto y, tras sentir el ambiente de su mercado, adentrarme por una calle de viejas fachadas de color vino.

La ciudad que siempre seduce
En un placita casi desierta de San Polo se calman mis sentidos. Aparte del martilleo lejano de una forja y del canto de una mujer desde una ventana, todo es silencio. Se oye deslizar una góndola como si fuera un dedo sobre un tejido de seda. Aquí completo la última estampa de la Serenissima Ruffiana. El ídolo de oro con los pies en el agua. La de las palomas y el cristal de Murano. La de nostalgia y melancolía para todos nosotros.

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