TERUEL

En el interior de Aragón, la Ciudad de los Amantes aparece como un compendio de arte mudéjar y renancentista que no hay que perderse.

Por Isabel Alonso
La estación de ferrocarril de Teruel tiene aún todo el encanto de las fotografías en blanco y negro. Aunque eso, en realidad, le pasa a la ciudad entera, como se puede comprobar si se empieza a subir por la escalinata desde la estación. Pronto se encuentran muchos rincones que remiten al albor del siglo xx, otros nos remontarán a la Edad Media, varios al renacimiento, y algunos, también, a épocas más recientes y onerosas de la historia española.

Morir de amor
Siguiendo escaleras arriba para alcanzar la ciudad encontramos un enorme relieve en piedra que recuerda el momento en que Isabel cae muerta sobre el cadáver de Diego. Por si alguien no lo sabe, Diego de Marcilla murió de amor al negarle su amada un beso como prueba de sus sentimientos. Poco antes de su funeral, desconsolada, ella fue a dar al cadáver el beso que le negó en vida, y murió de amor a su vez.
Seguimos camino y llegamos a la plaza del Torico. Tradicionalmente, fue mercado y bajo sus pórticos se sigue desarrollando la alegre actividad comercial y social. En el centro, la figura totémica del toro, con su obelisco y su fuente. Alrededor, varios edificios modernistas irrumpen en el entramado de balconadas aragonesas, alguna decorada con la típica y vistosa cerámica blanquiverde.

Las cuatro torres
Llegamos a la primera de las torres mudéjares, la de la iglesia de San Pedro, sobria y contudente, y por la calle de los Amantes accedemos a una acogedora explanada en la que se encuentra la catedral. No se trata de un edificio espectacular, pero alberga un tesoro de incomparable magnitud: la techumbre, conmovedora obra de arte en madera policromada, que nos traslada al final del siglo xiii en el tiempo que se tarda en subir una empinada escalera. Desde la balaustrada que se ha habilitado al efecto, me deleito en las variopintas imágenes medievales que una reciente restauración ofrece con vivísimo colorido. Perola catedral alberga otras joyas, sobre todo la bellísima torre mudéjar, con la triple función de atalaya, campanario y puerta. La tercera torre es la de El Salvador, erigida en el siglo xiv. Para llegar a lo más alto de la torre hay que salvar ciento veintidós escalones. Decido acercarme a la torre de San Martín que, como las dos anteriores, combina ladrillo con cerámica vidriada en blanco y verde, y también hace las veces de arco o puerta. Pero ésta me resulta más simpática, porque tiene la particularidad de estar inclinada. Para remediarlo, en pleno renacimiento se le añadió un contrafuerte de sillería que, si bien la mantiene erguida, le confiere un punto de fragilidad, como si estuviese herida.

La huella renacentista
La puerta y cuesta de la Andaquilla son algunos de los vestigios medievales que todavía se conservan. Bordeando la muralla hacia el sur me encuentro con el portal de la Traición, desde el que se contempla una obra de ingeniería que en el contexto de esta villa me sorprende por lo colosal: el viaducto de los Arcos, estilizada arquitectura renacentista que lo mismo sirve –o servía– para transportar agua que para facilitar el acceso a Teruel. Tras el inesperado hallazgo, continúa la muralla medieval, y se suceden los torreones, cuatro imponentes barbacanas en perfecto estado de conservación.
Termino mi paseo por la ciudad visitando los restos de los célebres Amantes de Teruel, en el mausoleo situado en una capilla junto a la torre de San Pedro. Lo que realmente es hermoso son las manos –de mármol– de Isabel y Diego, siempre a punto de rozarse, pero sin conseguir hacerlo.

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