VIENA

La capital austriaca es famosa por su tradición musical, su fastuosa historia imperial, sus cafés, sus edificios modernistas, sus museos... pero bajo todo esto, la te una ciudad vistal y moderna que atrapa tanto como su maravilloso legado histórico y cultural.

Por Francisco Po Egea
Uno de enero de 2004. La sala Dorada de la Musikverein, Sociedad de Amigos de la Música, brilla con todas sus luces. Se apagan los murmullos. El director de orquesta, Riccardo Muti, levanta su batuta, le imprime un ligero vuelo y la augusta Filarmónica de Viena se arranca con un vals de Strauss. Este momento, el comienzo del concierto de Año Nuevo, retransmitido por las televisiones de todo el mundo, es uno de los acontecimientos gloriosos que mantienen la aureola de Viena como capital de la música, la tradición y la prosopopeya.
Los asistentes al concierto han comprado sus entradas con un año de an-telación. El resto de mortales debe-mos conformarnos con presenciar una versión filmada del concierto en la pequeña sala ad hoc de la Casa de la Música. Carece de cariátides doradas y de arañas de cristal de Bohemia, pero sonido e imagen son perfectos. Puedo, incluso, desde un atril interactivo, di-rigir yo mismo la orquesta.
La Casa de la Música es un moderno museo interactivo donde los visitantes pueden tocar música o hacer sus propios experimentos uniendo arte y técnica y añadirla a los sonidos del futuro en el «mezclador de música futura».
Éste es sólo un ejemplo de cómo vanguardismo y tradición conviven amablemente en la Viena del siglo XXI. Porque en Viena la tradición es una segunda memoria pegada a la faz decimonónica de sus edificios. Sede imperial de los Habsburgo durante seis siglos, perdió su eminencia geopolítica pero mantiene su gloriosa herencia artística. Ahora es una capital de sueños alegóricos y, más que una ciudad, es una imagen-museo del excelso Imperio austro-húngaro. Grandiosidad y nostalgia. Solemnidad monumental. Añoranza de esplendores pasados. Hoy, en los bailes de gala del invierno vienés, desde Navidad hasta Cuaresma, todavía se respira el espíritu de los alegres y elegantes tiempos pasados: el aura de María Teresa y de Metternich, del jubiloso Congreso de Viena y el exaltado romanticismo deMayerling.
Un paseo por el Ring, el gran bulevar creado en torno al casco antiguo en la segunda mitad del siglo XIX por el deseo urbanístico del emperador Francisco José, permite contemplar buena parte de los edificios y monumentos señeros de la ciudad, al tiempo que refresca nuestros conocimientos sobre los estilos arquitectónicos. Pues, aparte del edificio de la Caja Postal, obra del modernista Otto Wagner, los arquitectos del Ring tenían poco de innovadores y prefirieron los modelos del pasado para expresar las aspiraciones de la conservadora burguesía de la época. La estatua de Strauss tocando el violín preside el centro del Stadtpark, mientras que el palaciego Hotel Imperial lleva más de un siglo alojando a reyes, presidentes y músicos ricos.

Los grandes edificios del Ring
Más adelante aparece la Ópera del Estado, el primer edificio público que se levantó en el Ring. Es mundialmente famosa por acoger a las figuras más ilustres de la lírica mundial y por el –tradición una vez más– baile anual de la Ópera, cuando las jóvenes aristócratas son presentadas al gran mundo.
Llegamos ahora a la parte donde los deseos imperiales se explayan con todo su esplendor. A mi izquierda, los imponentes edificios gemelos de los museos de Historia Natural y de Historia del Arte. Si el primero es poco interesante, pues sus colecciones apenas han cambiado desde su inauguración en 1899, los Bruegel, Rubens, Rembrandt... del segundo son para pasarse el día, con tentempié incluido en su precioso café.
A la derecha del Ring, junto a las triunfales estatuas ecuestres de Eugenio de Saboya, martillo de los turcos, y de Carlos IV, vencedor de Napoleón, el Neue Burg del palacio imperial, atrae con su magnificencia. Este cuerpo de edificio, terminado en 1913, es sólo una parte del proyecto que abarcaba la construcción de un edificio simétrico, al otro lado de la Heldenplatz, y unos porches con arcos que llegarían hasta los museos al otro lado del Ring. Se intentaba crear un gigantesco Foro Imperial, pero el imperio cayó cinco años después; los Habsburgo tuvieron que abandonar su hogar y estos planes se convirtieron en sueños.

Fiebre arquitectónica
Antes de 1683, hasta que se vio liberada del asedio de los turcos, Viena se encerraba entre sus murallas. Con la amenaza turca disipada, una verdadera fiebre constructora se apoderó de la nobleza. Es la época del gran barroco. Arquitectos italianos y austriacos erigen los nuevos palacios, amén de numerosas iglesias. Se sale incluso de las murallas y se construye en el exterior. Pero las obras más importantes son para el emperador. En el siglo XVIII, la capital austriaca es una ciudad casi exclusivamente cortesana, sin burguesía. El comercio se deja en manos de mercaderes bávaros e italianos y nace un artesanado de lujo para satisfacer las demandas de la familia real y la nobleza.
Los emperadores José I y Carlos VI, educados en El Escorial, introducen el fastuoso ceremonial de la corte de España. El viejo Hofburg, con partes del siglo xiii, se transforma y amplía con nuevas alas y edificios, como la Biblioteca Nacional, la Cancillería y el ala de San Miguel, con su espectacular fachada cóncava, hasta presentar el aspecto actual. Es imposible no quedar abrumado ante el esplendor de las salas: decorados rococó, tapicerías de Bruselas, muebles Luis XV e Imperio, candelabros de cristal de Bohemia... El Tesoro Civil y Eclesiástico no tiene parangón en ningún palacio o museo; contiene la corona del Sacro Imperio Romano Germánico, elaborada en 962, la del Imperio austriaco, de 1602, el llamado tesoro borgoñón, del siglo XV, y el de la Orden del Toisón de Oro.

Una emperatriz y un mito
Entre tantas riquezas, la contemplación del sencillo cuarto de baño con los aparatos para hacer gimnasia de la emperatriz Elisabeth es sencillamente conmovedora. Como ahora sabemos, no ha habido figura en la historia moderna de Austria peor divulgada que la de Sissi. No fue, de ninguna manera, la damisela cursi que una popular película nos presentó. Muy al contrario, la bella Sissi fue una mujer apasionada y rebelde en continua lucha para desarrollar y conservar su libertad en medio de los imperativos de la corte.
La emperatriz era sensible, pero también extravagante y a menudo inaccesible, y estaba preocupada activamente por la política hasta que la muerte trágica de su hijo Rodolfo, en Mayerling, le hizo recluirse en el aislamiento. Así se la describe en un musical de gran éxito, Elisabeth, representado en el Theater an der Wien.
Para seguir con la emperatriz, el visitante puede tomarse un café y una –o varias– raciones de tarta Sacher en Demel, «la Capilla Sixtina de los pasteles» a cuyos salones se escapaba Sissi cuando podía. Y, ya fortalecido, se puede iniciar el recorrido por el casco antiguo de la ciudad, la Inner Stadt. La mayoría de sus calles son peatonales. En el centro, domina la alta aguja gótica de la catedral de San Esteban, coronada también por un precioso tejado de dibujos geométricos que enmarcan el escudo de los Habsburgo. En su amplia y oscura nave destaca el púlpito con la efigie de su vanidoso escultor admirando su obra.
Alrededor de la catedral, por plazas, calles, callejas y pasadizos, se extienden decenas de iglesias, palacios, casas medievales, portadas góticas y fachadas barrocas. Entre unos y otras, cafés, tabernas, viejas y nuevas tiendas, confiterías y placas conmemorativas de tantos personajes ilustres que aquí nacieron, vivieron, escribieron, compusieron o, simplemente, murieron.

Casas de grandes músicos
Por aquí están las casas donde vivió Mozart. La llamada Figaro-Haus, donde compuso Las bodas de Fígaro, el palacio Colloredo, su primera residencia en la capital al lado de su arzobispo protector, y la Zum Auge Gottes –«El Ojo de Dios»–, donde vivió con los Weber y se enamoró de su hija Constanza. El que lo prefiera puede seguir las huellas de Beethoven, las de Schubert, las de Brahms o las de tantos otros, porque Viena, más todavía que un gigantesco decorado imperial, es una ciudad atravesada por el sonido de la música. Todos los días hay varios conciertos y los vieneses cuando no van a un concierto es porque vuelven. Y, entremedio, tienen tiempo para su café con tarta o el codillo de cerdo con cerveza.
A lo largo de los paseos, se descubre que Viena es una ciudad amable llena de recompensas para el viajero; «la bella sonrisa» la llamó Eugenio d’Ors. Entre estas recompensas, el pasar unas horas en uno de sus cafés no es de las menores. Porque un café en Viena es tan vienés como un vals a orillas del Danubio, además de ser un lugar muy entretenido. A él se va a leer el periódico, a escribir, a jugar al ajedrez o a las cartas, de tertulia o de ligue y, eventualmente, a desayunar o merendar. Es también «un lugar para gente que quiere estar sola y necesita compañía para estarlo», según escribió Alfred Polgar. He aprendido que einen Kaffee sólo lo piden los turistas. Hay que precisar: kleiner o grosser Mokka –café solo pequeño o grande–, expresso, brauner –cortado–, melange –con nata– y aún hay una decena de variedades más.
El Hawelka, con sus sofás gastados, es el café más bohemio. El Prückel, el Schwarzenberg, el Central y el Landtmann representan los grandes cafés burgueses del Ring. Este último pasa por ser el más fino de la ciudad, porque sus clientes son catedráticos de la Universidad, actores y público elegante del Teatro Nacional. Otro muy bonito es el Griensteidl, frente a la entrada del Hofburg. El Museum, construido por Adolf Loos, al que acudían los expresionistas Klimt, Schiele y Kokoschka, tiene el sobrenombre de Café Nihilismus por su estilo minimalista.

Ciudad de vanguardias
En el Kokoschka late el espíritu de la revolución estética que alumbró la modernidad. Era la época en la que Freud, Wittgenstein, Adolf Loos y Otto Wagner crearon las llamadas Escuelas de Viena depsicoanálisis, filosofía y arquitectura. Al mismo tiempo, el movimiento modernista, aquí llamado Jugendstil, enseñaba el camino a las vanguardias artísticas de todo el mundo. De la misma forma que Gustav Mahler, Arnold Schönberg y Alban Berg revolucionaban el concepto de la armonía clásica y encontraban nuevas vías de expresión para el lenguaje orquestal.
Consecuencia de todo ello, en esta ciudad de paradojas y de incruentos choques estéticos coexisten sin ningún trauma las ya mentadas joyas de la corona del Hofburg y los rococós dorados del palacio de Schönbrunn con la franqueza existencial de los desnudos de Egon Schiele y Gustav Klimt en la Galería Austriaca del Belvedere; también el famoso Baile de la Ópera con el espíritu del movimento arquitectónico de la Secesión, y los conciertos de la Filarmónica, los caballos de la Escuela Española de Equitación y el debate sobre si la receta de la célebre Sachertorte –tarta de chocolate con mermelada– se inventó en Demel o en el hotel Sacher con el vanguardista Barrio de los Museos inaugurado hace un par de años.

El Barrio de los Museos
En este nuevo espacio urbano, los vieneses parecen haberse empeñado en demostrar que la imagen almibarada de la Viena del dieciocho y su conservadurismo estético son cosas del pasado. Las antiguas dependencias imperiales han sido osadamente transformadas en una, cómo no, controvertida arquitectura dominada por un par de cubos masivos, uno negro y otro blanco, situados entre los antiguos establos barrocos pintados de color rosa y crema. Sin duda, un audaz contraste estético ante tanto barroco como produjeron los arquitectos vieneses en los siglos pasados.
En una tendencia muy actual, cultura, ocio y compras se mezclan. Junto al museo Leopoldo y su magnífica colección de pinturas de Egon Schiele y de otros modernos, la galería de arte contemporáneo y el teatro para la danza se encuentran cafés y bares con sus terrazas y numerosas tiendas muy cool, donde igual puedeuno comprarse un reproducción de El beso de Klimt que el último disco de Madonna. Sin olvidar el curioso museo para niños Zoom, en el que los pequeños a partir de seis años son invitados a participar en espacios consagrados a la investigación y el descubrimiento.
Sin embargo, donde se mantiene el ambiente de fraternal camaradería de la Viena popular es en el barrio de Grinzing. Junto a las lomas cubiertas de viñas, celosamente protegidas del avance inmobiliario, se extienden cuatro calles bordeadas de heurigen o tabernas. Una ramita de pino en la puerta indica que están abiertas. Escenario, menú, música y vino son intercambiables de una a otra. Mesas de madera en patios y comedores, grandes fuentes de salchichas, codillos, jamón cocido, quesos, ensaladas y vinos ligeros y baratos.
La visita al palacio de Schönbrunn es el colofón de toda visita a Viena. En este triunfo del rococó, residencia veraniega de la Corte, un Mozart niño jugueteaba por lo salones y saltaba al regazo de la emperatriz María Teresa cuando finalizaba sus conciertos. Aquí también pasó su infancia María Antonieta antes de partir hacia Versalles, y abdicó el último emperador.

La gloria del pasado
Desde la glorieta que corona las alturas del parque de Schönbrunn, con el brillante panorama de los estanques y los jardines con un millón de flores, la fachada amarilla del palacio, el invernadero y la ciudad como telón de fondo, se comprende la nostalgia de los vieneses. El pasado fue sin duda perfecto.

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