BURGOS MEDIEVAL

Un viaje por los escenarios donde se fraguó el reino de Castilla. Ciudades, paisajes, y monumentos que han llegado hasta nosotros como formidables testimonios de una época tempestuosa y rica en logros artísticos.

Por Llum Quiñonero
Ante mi ventana veo iluminada la enorme catedral burgalesa y escucho el rumor de la fuente gótica que ocupa el centro de la plaza, único sonido que llega hasta el tercer piso del hotel donde me cobijo. La luna llena se acaba de colocar sobre la aguja de una torre y ambas –torre y luna– parecen hechas de la misma luz. Desde esta altura, la catedral es a la vez desmesurada y leve. Piedra a piedra, sillar sobre sillar, canteros y artistas levantaron una obra que, apabullante por sus dimensiones, resultara también liviana arquitectura: filigrana de piedra en las enormes ventanas y en los rosetones, puntillas en las balaustradas, cenefas de imágenes en las arquivoltas del pórtico...

Una joya recuperada
Ahora, cuando van a dar las diez de la noche, todo está en calma. Algunos paseantes afirman su pequeñez y fuerzan el cuello para dirigir la vista a los chapiteles que cubren las torres. Luz blanca despide la piedra blanca, sonrosada la cantería de los pórticos: la catedral parece recién estrenada. Y en cierto modo así es, pues hace pocas semanas terminaron de rehabilitar el exterior. La joya más preciada de esta capital castellana recupera su esplendor deteriorado por la erosión y el paso de los siglos.
La costosa restauración tiene su historia. Hace seis años, Burgos entró en crisis. Corría el mes de agosto y el calor apretaba. No se sabe bien cómo pasó, pero pasó. El día de su onomástica, san Lorenzo, que llevaba quinientos años en su hornacina a más de 80 metros del suelo, decidió darse una vuelta. Y lo hizo: dio la vuelta y cayó rozando el hombro de un invitado a una boda. Los burgaleses se pusieron en pie reclamando la rehabilitación de su más preciada construcción medieval.
Se consiguieron los fondos y la catedral está de obras y de estreno. Pero hay más novedades. La ciudad entera está remozada o acabando sus arreglos. Para abrazarla doy una caminata por el parque del castillo siguiendo loslienzos de la antigua muralla. Por frío que haga, no hay que perderse este paseo que ofrece la vista del inacabable horizonte castellano, del río Arlanzón, de su vega. Una vez arriba, no hay frío que valga: la vista y el esfuerzo del camino han puesto la sangre a funcionar. Aquí se situó la ciudad medieval, protegida por la fortaleza que ahora restauran. Cuando se levantó rondaba el siglo IX.
A pesar del «Prohibido el paso», meto la nariz en el interior del bastión; murallas y torreones se mantienen en pie. Dos obreros me descubren, pero acaban haciendo de guías. «Aquí estuvo la plaza de armas, allí los aposentos reales, allí –me señalan al fondo– un pozo de más de 60 metros de profundidad que los abastecía de agua».
La ciudad hunde sus raíces en las fechas en que los cristianos se armaban para arrebatar la meseta a los sarracenos. Sobre el cerro alzaron su defensa y la ciudad creció a su amparo. Pronto empezaron las obras de la catedral, a la vez que se erigía el monasterio de las Huelgas extramuros y aledaño al río.
No es cualquier cosa este monasterio de monjas cistercienses, un reducto de libertad para mujeres de la nobleza. Se inició en 1187, y la madre abadesa tenía bajo su jurisdicción cincuenta municipios que le aseguraban independencia económica y poder. Quienes lo construyeron se aseguraron de inmortalizar su iniciativa y de reproducir la misma emoción en quienes visitan su claustro románico –le llaman Las Claustrillas–; otros siguieron dando forma espiritual a la piedra en la iglesia abacial, del gótico cisterciense, y más allá, en el claustro, también gótico, de San Fernando.

Obreros y arquitectos
Burgos no tiene mar, ni falta le hace. Pero hubo tiempos en que gozaba de tal universalidad que, por tener, hasta tuvo Consulado del mar. Paso obligado de las mercancías castellanas hacia los puertos del norte, era centro económico y artístico. Hasta él llegaron gentes de toda la cristiandad para trabajar en la catedral, en otrasjoyas góticas –la iglesia de San Esteban o la de San Lesmes, patrono de la ciudad, la de San Gil– y en edificios nobles de la ciudad, incluidas sus puertas, como la monumental de Santa María, junto al río.
Sobre el Arlanzón y en sus orillas, Burgos ha trazado magníficos puentes y los mejores paseos. Allí nace un cuidado parque burgués, el Espolón, y por allí ha crecido un bosque de chopos repleto de senderos que acompañan hasta la cartuja de Miraflores. En este atardecer, el camino está transitado por paseantes veloces que matan el frío apretando el paso.
Por ser capital de la Castilla medieval y poderosa, las tierras de Burgos están regadas de arte. El lugar más pequeño tiene al menos su iglesia labrada en piedra. Sigo la N-120 por un paisaje sembrado de cereal que brota incipiente marcando de verde intenso la tierra roja. Estoy en pleno páramo, por donde discurren solitarias rutas jacobeas. Yo tomo las de Villadiego. No me quedo sin conocer este pueblo medieval que ha marcado nuestro idioma. Es lunes, día de mercado. La plaza, sin un solo coche, está salpicada de paradas dispuestas al buen tun-tún.
«Hoy todo el día a la sombra», dice un paisano. ¡Qué remedio! El día está gris plomizo, y de ello hablan los hombres y las mujeres que compran. Del tiempo y de las vacas, de su precio en euros… El pueblo fue fundado a mediados del siglo IXy su fama le viene por haber sido refugio de judíos. Fernando III les dio privilegios y señaló penas para quienes los dañaran. Así se convirtió la villa en tierra de amparo.
Dejo Villadiego para ir a Sasamón y me cito con su alcalde, que es también guía turístico del pueblo. Sasamón fue sede episcopal y conserva su trazado medieval con casas blasonadas, sus murallas y su iglesia de Santa María, que comenzó a erigirse en el siglo xii.
Es hora de comer y me quedo en La Gloria, el bar de la plaza. Y de la gloria hablamos, pues hace un frío que pela y gloria llaman a un medieval sistema de calefacción aún en uso. Se trata de unasconducciones de adobe o ladrillo –con bóveda exterior donde se prende paja o carbón– que mantienen la casa caliente con poco gasto. Me cuentan que seguramente tiene origen árabe.
Pero el tiempo apremia y aún queda ruta. No quiero dejar el sudoeste burgalés sin ver las huellas del camino de Santiago y sigo hasta Castrojeriz, su jalón más importante después de la capital. Poco antes de llegar está el hospital de San Antón, fundado en 1146. Después se impone la inmensa mole coronada por una fortaleza medio derruida. En su ladera se sitúa la calle-camino de Castrojeriz, un pueblo que se estira para acompañar a los caminantes como si lamentara la fugacidad de su paso.

Campos solitarios
La tierra del Arlanza está plagada de suaves colinas cultivadas y salpicadas de robles, chopos y encinas. En la carretera, nadie, salvo el sordo sonido de un arado venteando la tierra. Covarrubias está en el valle, pegada al río. Cuidados hostales, restaurantes y varias agencias bancarias hablan de su buena salud económica.
Estrechas calles conducen a las plazas donde se alzan los edificios más significativos: la colegiata, la iglesia de Santo Tomé, el Torreón de Fernán González o el Archivo del Adelantamiento de Castilla, hoy puerta de honor de entrada a Covarrubias. De la plaza de Doña Sancha a la de Doña Urraca, todos son recuerdos de los gloriosos tiempos castellanos.
Sigo la ribera del Arlanza hasta que topo con el viejo monasterio de San Pedro, medio en pie, medio derruido, con sus muros abiertos al cielo, sin techumbre. Descubro enterramientos, capiteles labrados, delgadas columnas levantadas allá por el siglo XII… Las ruinas parecen competir en belleza con el río, con el desfiladero, con las sabinas y encinas de la ribera. Descanso y escucho el río que pasa.
Estoy a pocos kilómetros de Santo Domingo de Silos y llego a tiempo para visitar el claustro del monasterio y escuchar las vísperas, compartiendo por un rato la convicción de que Dios existe,al menos en las voces de estos frailes. Subo hasta la ermita del la Virgen del Camino, al otro lado del río. Desde aquí, el pueblo es un continuo de piedra blanca cubierta de tejas rojas. Las casas rehabilitadas de quienes viven en la ciudad compiten con las más humildes, las de quienes siguen viviendo de la tierra y a cuyo esfuerzo y tozudez se debe que estos pueblos se mantengan en pie.
El sol se levanta mientras seduce a la escarcha que ha cubierto el paisaje durante la noche y que todavía permanece sobre él como una veladura. Voy camino del norte, hacia La Bureba. A partir de Briviesca me adentro por carreteras discretas. Cuando me acerco a Poza de la Sal veo su castillo plantado sobre la ladera y vigilando la llanura. Subo por calles en pendiente con suelo de cantos rodados. Casas blasonadas, murallas y puertas protegían la riqueza de este pueblo que servía de sal a toda Castilla. A espaldas de la villa, tras la puerta medieval de las Eras, todavía quedan en pie muestras de lo que fue el sistema de extracción de la sal.

Por caminos de agua
Avanzo siguiendo la vía que el Oca ha labrado durante miles de años antes de unirse al Ebro, y llego a Oña por un hermoso desfiladero. Desde la angostura de la carretera no hay forma de imaginar la belleza de Oña, la amplitud de sus calles, la monumentalidad de sus edificios. Aquí, entre las calles de La Meca y Barruso, existió una próspera judería con sinagoga incluida. La historia de Oña está entrelazada con las raíces castellanas, y así consta en el arco triunfal del monasterio, un alarde historicista que representa las imágenes de reyes y condes castellanos, algunos de los cuales descansan en el interior del templo.
Paro en el bar de la plaza y pido un vino que me sirven en copa de cristal; lo agradezco, más cuando lo saboreo con la perspectiva de esta plaza medieval. Desde Oña aún quedan 27 kilómetros hasta otra cita esencial en la historia castellana. El premio está asegurado cuando contemplo Frías en lo alto, sus calles estrechas y empinadas, encaramadas a la roca y protegidas por su castillo que vigila el paso del Ebro.
Por el mismo camino que me trajo, vuelvo a la capital. Y de ella me despido a orillas del Arlanzón, desde donde veo la imagen ecuestre del Cid ante el Teatro Principal, buen escenario para la leyenda. Burgalés de Vivar, héroe entre los héroes castellanos, Rodrigo Díaz, espada en alto, disfruta de su inmortalidad en bronce sobre su caballo Bavieca, tan famoso como él. Del primero, no del segundo, dice la inscripción: «Año 1099, en Valencia murió el conde Rodrigo Días. Su muerte causó el más grave duelo en la cristiandad y gozo grande entre sus enemigos».
Ante la Historia me despido, dejando atrás estas tierras que, durante los siglos medievales, urdieron caminos de cultura y riqueza y supieron arrancar arte a la piedra desnuda

0 Comments:

Post a Comment