SELVA NEGRA

Este territorio del suroeste de Alemania es el escenario que imaginamos al leer los cuentos infantiles: extensos y espesos bosques, lagos azules y pueblos impecables.

Por Joan Portell
¿Sabéis en qué bosque se escondió Blancanieves cuando huía de su terrible y malvada madrastra? ¿Sabéis cuál fue el camino que siguió el lobo feroz para comerse a los tres cerditos? ¿Y dónde se escondían los duendes que reparaban los zapatos cada noche al pobre zapatero? Pues os puedo asegurar que todo ello pasó en la Selva Negra, un país de cuento.
Los hermanos Grimm, en su afán de recoger los cuentos populares alemanes, seguro que se inspiraron en los bosques de altos abetos, en los senderos oscuros y sombreados que los surcan y en los grandes tejados que peinan los inmaculados prados de esta selva dómita.

Exquisita tradición balnearia
Al entrar en Alemania y hacer un alto en Baden-Baden, uno se da cuenta de que es un país acabado, concluido. Es decir, un país donde ya está todo en su sitio, perfectamente colocado para el disfrute de la gente del lugar, sin espacio para la improvisación mediterránea. Sus avenidas, sus balnearios, sus tiendas con carteles repintados, su casino, su hipódromo..., todo es significativamente cultural, civilizado y acorde con lo que Alemania es: la locomotora de Europa. Telón de fondo para la celebración de conferencias económicas y cumbres políticas, Baden-Baden ha conservado su importancia como balneario de lujo desde que el emparador romano Caracalla utilizara los manantiales de agua caliente para tratar sus dolencias, ¡hace más de 1.800 años!
A medida que voy surcando el Rin, flanqueado por viñedos de suaves y más que aconsejables caldos –hay que probarlos, su sabor afrutado es único–, la sensación de orden, de pulcritud y de europeísmo la siento en todos los rincones. No hay posibilidad de perderse; en las autopistas no existe límite de velocidad, lo dejan a juicio y, lo que es más importante, a la responsabilidad del conductor; no hay pueblos abandonados o casas con paredes desconchadas; en definitiva, es un país sin mácula.
Primero por autopista y después por serpenteantes carreteras, me adentro en un verde negruzco, plateado en algún momento, de los espesos bosques que han dado nombre a la región. Es como un puzzle de verde que me orienta sobre una de las principales actividades económicas del país: la madera.

Madera de calidad para navegar
Sea tallada o en bruto, los altos árboles de la Selva Negra alimentaron durante siglos las atarazanas de Holanda. El Rin, que por aquel entonces era la autopista del centro de esa Europa de pequeños lands, servía como medio de transporte para llevar hasta Rotterdam los altivos abetos que se convertirían en mástiles o tablas de los buques. Que la madera es casi sagrada en esta región lo confirman las pilas de leña perfectamente alineadas que emparedan las casas del país y ayudan a pasar los largos inviernos.
La tarde se presenta espléndida hasta que negros nubarrones me avisan del porqué de tanto verde. Antes de que caiga el aguacero estival, me instalo en un pequeño Gaststätte cerca de Schönau. Un hotel familiar que, al estilo Sonrisas y lágrimas, me envuelve en un clima cálido.

Pequeños placeres rurales
Aquí me espera un mullido colchón y un edredón que, durante los meses de verano, se ha adelgazado pero no guardado en el armario. Y al fin puedo cambiar mi odioso despertador por el horario vacuno. Cada mañana, hacia las siete, el grupo de vacas que se dirigen a sus pastos me avisa de que es la hora de levantarme para ir a buscar la leche a la vaquería. ¿Os acordáis del olor de aquella leche que al ser hervida impregnaba cada rincón de la cocina? Pues yo la he reencontrado, ¡todavía existe!
Mi primera jornada turística es la capital de la región: Friburgo, la ciudad más ecologista de la verde Alemania. Dejo el coche algo lejos del centro para, en el tranvía, acercarme al núcleo histórico. Siempre orientado por sus altivas agujas góticas, como si se tratara de una veleta que me señala el camino hacia el centro, me sitúo al pie de la catedral.
Es un sábado y el mercado que besa los pies del esbelto campanario, de 116 metros, está en plena efervescencia. Deambulando entre tiendas de hortalizas de cultivo biológico, juguetes de madera y pequeños remolques con frituras, uno se acuerda de las fotografías de productos de la tierra que tanto abundan en los folletos turísticos.
Detrás de un mostrador, un hombre de rojos mofletes se afana en servir frankfurts y demás salchichas del país. Es, quizá para mi estómago acostumbrado a horarios más meridionales, un poco pronto para comerse uno de esos brastwurgs con cebolla que tanto gustan. A pesar de ello, el olor dulzón de la mostaza me despierta los jugos gástricos y me invita a probarlos. ¡Riquísimos!
Con el bocadillo exhumando mostaza me siento a observar el trasiego de los ciclistas: ciclistas con la compra, ciclistas con carrito para niños, ciclistas así, ciclistas asá. Todo tipo, modelo y combinación de las dos ruedas se puede encontrar en Friburgo, una ciudad entregada al transporte público y a las bicicletas. Ya es medio día y el calor aprieta. Unos niños juegan con unos improvisados bajeles por los arroyos que surcan la ciudad, herencia de su pasado peletero.

Hacia las verdes montañas
De vez en cuando refrescan los pies en el agua con la seguridad que da su inocencia. Mi sorpresa es al ver que también algunos adultos se remojan en las aguas de la ciudad. Mi instinto me aconseja no jugármela, en mi mente retumba aquello de «¡no lo toques que está sucio!». Pero aquí nadie se sorprende de eso.
De vuelta a mi nido, y mis vacas, surco el Höllentall o «valle del Infierno», una zona umbría que justifica su nombre.
Sobre todo, debe de ser un infierno para los numerosos ciclistas que retan sus pendientes. También fue cerca de aquí, en la bella ciudad de Staufen, donde el diablo secuestró a Fausto en 1529.
Después del merecido descanso del guerrero, y ante la perspectiva de un nuevo día soleado, programo un paseo por los bosques selváticos.

Excursiones sin pérdida posible
Me acerco a la oficina de información de Todtnau para conocer las posibilidades, si las hay, de excursionismo en la zona. Salgo de allí con un mapa en el que se indica una telaraña de caminos identificados por señales. De nuevo, una cierta desconfianza me hace pensar que no serán tan fáciles de seguir.
Me sitúo al principio del camino donde un triángulo amarillo sobre fondo blanco me guía hasta la cascada de Todtnauer, cerca de Todtnau, un impresionante salto de cien metros de caída. A medida que me sumerjo en el paisaje, la desconfianza se convierte en admiración. No sólo no faltan señales sino que en los cruces se indican, mediante carteles con caligrafía germánica, las direcciones y las distancias entre puntos.
El bosque por el que transito, cubierto de una cansada alfombra de musgo, esconde los duendes que el saber popular se encargó de situar en sus cuentos. Mi educación científica me impide creer que esa visión fugaz de una caperuza roja escondiéndose tras una piedra puede ser un gnomo del bosque, o ese cesto abandonado, pequeño como un dedal, es de algún duende que se ha marchado apresuradamente. A pesar de ello, puedo entrever la posibilidad de que los hermanos Grimm recogiesen, como buenos segadores, el trigo de las historias que la gente de la tierra sembró en connivencia con los seres imaginarios.
Tras un día de monte, de bañarme en verde, un toque de cultura no viene mal. Mis acelerones me llevan hasta Furtwangen, la cuna del reloj de cuco, donde se halla el museo alzado en su honor. Pero el rey de los museos está algo más lejos.
Después de la visita a las impresionantes cataratas de Triberg –donde todo el mundo paga religiosamente la entrada
a pesar de que la caseta está en medio del bosque–, me acerco al Schwarzwälder Freilichtmuseum Vogtsbauernhöfe, o lo que es lo mismo, al Museo al Aire Libre de la Selva Negra.
Situado al fondo de un amplio valle, este museo,formado por una veintena de casas traídas piedra a piedra, tabla a tabla, duende a duende, de toda la Selva Negra, me ofrece la posibilidad de conocer la arquitectura y formas de vida de la región.

Viviendas de humanos y duendes
También me permite fisgonear dentro de las típicas casas de largos faldones, algo que hacía tiempo que deseaba. Así descubro algunos de los rincones secretos donde a ciencia cierta se escondían los espíritus. De hecho, una didáctica instalación me reta a lanzar una hipótesis: ¿la progresiva evolución de la iluminación en el interior de las casas, supuso la desaparición de los duendes? Lo que sí me confirma este interesante recorrido es algo que ya temía: hace algunos siglos la vida en estas tierras era muy dura. Lo debía de ser tanto como para aislar el hogar construyendo encima ¡otro de mayor dimensión!
Para rematar la jornada arquitectónica y cultural, pongo el broche de oro con la visita a la abadía benedictina de Alpirsbach, el edificio románico más antiguo e importante de la Selva Negra.

Las dos cimas de la Selva Negra
Adaptado al horario del pastor, inicio otro día con el ánimo de ascender hasta los «techos» de la Selva Negra. Todavía con el sueño en la cara me presento en la estación de un teleférico que en cinco minutos sube hasta la cima del Belchen. A pesar de no ser el pico más alto, sí que es la mejor atalaya: desde aquí se abarca desde el valle del Rin, con las cumbres de los Vosgos al fondo, hasta los Alpes, Montblanc incluido.
El próximo objetivo es el Feldberg. Sus 1.493 metros de altitud constituyen la azotea de la región. Un remonte mecánico me sitúa en la cresta donde un macizo monumento a Bismarck me da la bienvenida. El paseo hasta el observatorio, por una senda de elefantes, colma mi dosis diaria de excursionismo. Nada mejor, pues, que descender hasta el lago Titisee, uno de los principales polos de atracción de la Selva Negra. El Titisee es un centro lúdico dondese puede practicar el windsurf, la vela o, como en mi caso, el honroso deporte de la barca a pedales.
Después de la «agotadora» jornada, con dos cimas en remonte y el tour por el lago, me invitan a merendar en uno de los restaurantes cercanos. Se me hace la boca agua ante un mostrador repleto de pasteles de un palmo de alto con raciones para alimentar a todo el ejército prusiano. De todos, la torta Schwarzwald me grita ¡cómeme! con tanta insistencia que no puedo más que hincarle el diente.
Ya sólo me resta un día en mi bolsillo de vacaciones y decido acercarme al impresionante monasterio de St. Blasien. Al llegar a esta población, un repiqueteo de pájaro carpintero me anuncia que ya ha empezado el concurso anual de escultura en madera.
Después de una visita rápida a este, también, pueblo de cuento, me acerco a la iglesia. De estilo clasicista, St. Blasien está formada por veinte columnas que sustentan una impresionante cúpula, la tercera de Europa por su tamaño. Unos amplios ventanales recogen cada uno de los rayos de sol y los proyectan por todos los rincones de la iglesia conformando un espacio claro, abierto, similar a los cielos de los cuadros barrocos.

Despedida del país de los cuentos
Al salir del centro litúrgico, mi sorpresa es mayúscula. Cada bloque de madera ha mostrado su corazón: un duende, un zapatero, un lobo, una oca de oro... Son todos los personajes de los hermanos Grimm que me guiñan el ojo y me recuerdan que en el mundo de las sombras todavía existen los gnomos. ¿Seré capaz de volver para descubrirlos en este país de cuento? Estoy seguro que tarde o temprano lo haré.

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