BILBAO

A través de su popular ría visitamos la antigua y la nueva ciudad.

Por María Unceta
La plaza de Moyúa, conocida como plaza Elíptica, es el corazón del ensanche bilbaíno. La escalera mecánica de la estación de metro Moyúa me eleva, como si fuera en una alfombra voladora atraída por la claridad exterior, desde las entrañas de la tierra, hasta posarme suavemente bajo un tubo transparente con forma de caracola. Estos posmodernos paraguas de cristal bautizados como fosteritos se han convertido por obra y gracia del autor del espléndido diseño del metro, el británico Norman Foster, en uno de los emblemas del renovado Bilbao.

Despegue industrial
El palacete del antiguo Gobierno Civil, con sus tejadillos de aire flamenco, la fachada crema de toques parisinos del Hotel Carlton y el edificio racionalista de La Aurora me reciben en la superficie mientras un letrero indica la dirección para ir al Guggenheim. Estamos en el meollo del ensanche trazado a finales del siglo xix, cuando Bilbao vive el gran despegue industrial y crecen y se multiplican astilleros, siderurgias y bancos y oficinas. La nueva prosperidad se plasmó en la arquitectura del ensanche, un muestrario de muy diversos estilos, desde el regionalismo al art déco pasando por el modernismo, el neomedievalismo y algunos ismos más. Me pongo a caminar por las amplias aceras de la Gran Vía.

Descubrirla de nuevo
En el paseo contemplo balcones y molduras, miradores y colofones y ornamentos con los que embellecieron sus viviendas la burguesía de la época. En el entorno de los jardines de Albia y en la calle Mazarredo veo algunas de las mejores fachadas que, repintadas y pulidas, han recobrado su antiguo esplendor en los últimos años al calor de los nuevos vientos que vive Bilbao.
Para muchos, Bilbao es hoy otra ciudad, irreconocible dicen, y quienes antes despotricaban de su ambiente denso y su tono gris, no dejan de recomendar ahora su visita. Para ello fue necesario que las siderurgias y astilleros que poblaban la ría se fueran a pique y que la crisis industrial hiciera replantearse el modelo económico y urbanístico. La ciudad vigorosa que deliberadamente escondía sus encantos, la ciudad industrial de luna turbia que fascinara a Bertolt Brecht, la ciudad de hierro cantada por el poeta bilbaíno Gabriel Aresti y representada en los geniales dibujos de Juan Carlos Eguillor ha pasado página y se ha plantado en el siglo xxi forjando su nueva identidad como ciudad de servicios.

Centro neurálgico
Bilbao estaba fundada sobre el hierro y la ría del Nervión era una calle de diez kilómetros por la que transitaban barcos de mercancías. Ahora se cotiza el titanio, y los pétalos retorcidos y los brillos metálicos del Guggenheim emergen de la ría y se reflejan en ella, bajo el puente de La Salve cuya estructura de hormigón dio a Frank Gehry la clave para el emplazamiento del museo. Así, la ría ha recuperado su protagonismo como eje por el que transita esta nueva identidad y gracias al Guggenheim, gracias al Zubi Zuri, la blanca pasarela de Calatrava, al palacio Euskaldunas que abriga conciertos y espectáculos, al amplio paseo, con tranvía y todo, que bordea su orilla, los bilbaínos se han repuesto de sustos pasados y se han acostumbrado a ver por sus calles a turistas de las más variadas procedencias. Con el Guggenheim y el mar a mis es-paldas, me encamino hacia el Casco Viejo. Su antesala, el paseo del Arenal, era un arrabal de pescadores hasta que en el xix se urbanizó el bulevar que unía la iglesia de San Nicolás con el teatro Arriaga.

Una mirada al pasado
De aquí arranca el Casco Viejo, con calles de nombres prácticos como Lotería, Correo, Perro o Pelota, una red comercial intensa en la que todavía se encuentran establecimientos tradicionales y muchos bares, «segunda residencia de los hombres bilbaínos» en expresión del novelista Pedro Ugarte. Y, por supuesto, también un número incontable de restaurantes para todos los gustos y bolsillos. La catedral gótica de Santiago, el edificio más antiguo del Casco Viejo, recuerda la era de las peregrinaciones mientras la plaza Nueva acoge a otros peregrinos, los txikiteros, que se refugian bajo sus arcadas en días de lluvia. Me acerco de nuevo a la ría para encontrar el núcleo primitivo de Bilbao, y contemplar la iglesia y el puente de San Antón, tan antiguo que figura en el escudo de la ciudad.

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