Si el valle de Katmandú es un museo al aire libre por los templos y palacios de sus ciudades, la zona de Pokhara, con el Himalaya como marco, es el mejor cuadro de la naturaleza.
Por Francisco Po Egea
Asomados a una de las la-bradas ventanas de su casa-templo, como si de dos vecinos más se tratara, el dios Shiva y su consorte Parvati contemplan benevolentes y curiosos la constante animación de la plaza Real de Katmandú. El viajero, recién descendido del vientre funcional del Jumbo, no sabe dónde descansar la mirada. Fachadas de ladrillo rojo, ventanas y miradores de madera oscura, estatuas de animales mitológicos, aleros sostenidos por diosas de pechos henchidos, tres cabezas y siete pares de brazos o por parejas y tríos en atrevidas posiciones amatorias. Sobre unos y otros, los tejados superpuestos
coronados por banderolas y campanas.
En los bajos de las casas y de los templos, los comerciantes cuelgan máscaras de papel maché, tangkas –pinturas budistas– y ropa multicolor. En las escalinatas de un templo, una mujer unta con aceite el cuerpo de su hijo para darle un masaje.
La gran mezcla urbana
En lo alto de la escalera, un occidental toca su flauta y, más allá, entre las columnas del templo de Kastmandap –construido con la madera de un solo árbol–, un grupo de sadhus fuman un shilom. El olor dulzón del hachís se esparce en el aire.
Hasta 1950, Nepal había permanecido cerrado al mundo. Los alpinistas en busca de los picos escondidos encima de las nubes fueron los primeros en descubrirnos sus maravillas. En los años 60, los hippies iniciaron su viaje iniciático a Oriente y encontraron aquí uno de sus paraísos. La droga fácil convirtió los caminos de Katmandú en una autopista hacia el Nirvana y los hoteluchos a dos rupias de Freak Street se llenaron de hijos de Berkeley y del Mayo del 68.
Unos chiquillos me arrastran: «ven a ver a la Kumari». La niña-diosa, adorada por el propio rey, vive en un viejo palacio junto a la plaza. Por el pago de unas rupias se asoma a la ventana para que los turistas puedan contemplarla. Maquillada como para una función de teatro, sus ojos reflejan un profundo hastío.
La diosa humana de Katmandú
Pobre niña. Triste destino. La Kumari, aunque de familia newar, de religión budista, es sin embargo una representación de la diosa hindú Durga. Sus deseos son inmediatamente cumplidos y siempre es llevada en volandas. La llegada de su primera regla pone fin a su carrera de diosa. Convertida en una mujer mimada, tendrá que aprender a vivir como humana. Seguramente no encontrará marido. ¿Quién quiere una esposa acostumbrada a que le sirvan? Además, se dice, los maridos de las kumaris mueren pronto.
Al día siguiente voy a Pashupatinath, la Benarés nepalesa a orillas del Bagmati, un Ganges en miniatura. El templo, dedicado a Shiva, tiene tres pisos de tejados dorados. Los fieles derraman manteca, miel y flores sobre el lingam, falo de piedra negra representación del dios. Entre las losas para las cremaciones, los fieles se sumergen en las aguas sagradas.
Llega una ambulancia. Bajan una camilla con un hombre joven. Uno de los familiares sostiene el gotero. Lo llevan a un cobertizo, le quitan los tubos, el suero y lo rocían con agua bendita. Va a morir y parece feliz. ¿Qué mayor dicha que sus cenizas formen parte del río sagrado y asegurarse una óptima reencarnación?
Continúo por la orilla del río hacia Bodhnath, el gran santuario budista. En mi camino encuentro pequeños templos donde viven ascetas de túnicas naranjas, sadhus vestidos sólo de ceniza y aire y yoguis en éxtasis. A través de los arrozales llego al gran estupa. Encima de su inmensa cúpula blanca las banderas de oraciones son agitadas por el viento. Bajo la torre dorada, los ojos de Buda miran en las cuatro direcciones.
Los refugiados tibetanos han reconstruido aquí su mundo. En los portales venden artesanía y copias de sus objetos de culto. En los templos, los monjes recitan monótonas cantinelas. He ido a presentar mis respetos al Chini Lama, jefe de una de las sectas lamaístas y conocido por sus aficiones mercantiles.
La santidad de lo cotidiano
Me intereso por la colección de tangkas. Un ayudante del lama los extiende sobre el suelo. Selecciono uno que representa a Vajradhara, bodhisatva de origen tántrico. «Son 600 dólares», me dice. «No soy un yanqui rico. Lo quiero para meditar. Sólo puedo pagar 150». Me pide 300. Insisto. Extiende la mano y le entrego el dinero. Doy las gracias al Chini Lama con una profunda reverencia y le aseguro que rezaré por él. Mira hacia la ventana con absoluta indiferencia.
Regreso a Katmandú, feliz con mi tesoro. Otro día voy a Patan y otro a Bhaktapur, antiguas capitales de sendos reinos antes de la unificación del país en el siglo xviii. Son calcos del viejo Katmandú, con sus respectivas plazas reales sembradas de palacios y templos, pero sin tráfico y con pocos turistas, pues voluntariamente no se construyen hoteles grandes.
Otras excursiones me llevan a la colina de Swayambunath, con su magnífico estupa rodeado de budas sedentes, monjes y penitentes; al Visnú yacente de Bodanilkhanta, y a Changu Narayan: largo ascenso para descubrir el templo más antiguo del valle, dedicado también a Visnú.
A una hora de avión, u ocho horas de autobús, el paisaje de Pokhara aparece tan bello que parece inventado: un valle tropical y un lago apacible rodeado de vegetación, con flores de Pascua, buganvillas e hibiscos. Al fondo, casi al alcance de la mano, se extiende el macizo blanco de nieve y hielos de los Annapurna, con el afilado Machapuchare en avanzadilla.
La vuelta completa al gigantesco macizo –veinte días– permite ir de los pueblos gurungs, entre arrozales, bosques de bambús, rododendros y cedros, a los pueblos de origen tibetano y atravesar la cordillera por el paso de Thorung La (5.400 metros de altitud). Muchos viajeros se atreven con esa larga marcha, aunque la mayoría prefieren la vida ociosa en uno de los acogedores albergues junto al lago.
Trekking desde Pokhara
Como buen budista ocasional, opto por «la víamedia» y me lanzo a un trekking de una semana por las estribaciones meridionales de los Annapurna; suficiente para caminar entre arrozales y pueblos animados por los niños, ver alguna que otra caravana de burros que traen sal desde el Tibet, parar en las casas de té para reponer fuerzas y, sobre todo, contemplar las maravillosas vistas del Himalaya.
Cambio total de escenario. La posibi-lidad de ver al elusivo tigre de Bengala me lleva al Parque Nacional de Chitwan, situado en el Terai, franja meridional del país. Durante dos días, a lomos de un resignado elefante, recorremos las anchas llanuras y bordeamos los bosques de sales (Shorea robusta), acacias y flamboyanes. Vemos antílopes, gacelas, monos rojos, langures plateados, serpientes, mangostas, cobras, cocodrilos y el amenazado rinoceronte unicornio, así como varias de las 400 especies de aves del parque.
De regreso al campamento, encontramos huellas de tigre. Las seguimos hasta que se pierden en la vegetación. De repente, las hierbas se agitan. Nudo en la garganta. Levanto la cámara. La foto del viaje. Un indolente búfalo dirige su marcha hacia el río. ¡Qué bello es Nepal! Tampoco hemos encontrado al yeti. Aún nos quedan muchos templos ignotos, muchos misterios que descubrir y muchos encuentros para un nuevo viaje.
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