RUTA DE LA SEDA

Seguimos los trazos de las míticas caravanas que, durante siglos, mantuvieron vivo el comercio entre Asia y Europa. En ellos visitamos capitales de abrumadora belleza, propia de una fantasía oriental.

Por Francisco López-Sievane
Durante mil quinientos años, audaces caravanas atravesaron medio mundo y se aventuraron por los desiertos de Asia Central en busca de un destino incierto. Hambre, sed, polvo y jornadas agotadoras, y aun la presencia de bandidos y alimañas, no consiguieron arredrar a los valientes comerciantes que transportaban consigo, además de mercancías, el conocimiento médico, científico e histórico de su época.
Aquellos viajeros iban animados por el interés del intercambio comercial y por el anhelo de conocer otros pueblos. Su valor envolvió con mítica aureola los laberínticos caminos que recorrieron, y que con el tiempo pasaron a conocerse en su conjunto como Ruta de la Seda. De Oriente a Occidente y de Occidente a Oriente, un rosario de fabulosas ciudades les ofrecieron descanso y avituallamiento, y también fascinación. Luego, el relato de sus maravillas fue pasando de boca en boca de un extremo del mundo conocido al otro. Así se escribió su leyenda, así se hicieron célebres nombres como Samarkanda, Bujara, Jiva, Osh, Kokand…
Aquí, en la región más occidental de Uzbekistán, muy cerca del delta del río Amu Darya, inicio mi recorrido siguiendo los remotos caminos de la Ruta de la Seda para saber cómo viven ahora aquellas capitales que consiguieron deslumbrar a los viajeros de antaño.

En la ciudad amurallada
Ayer, recién llegado a Jiva, ya tuve oportunidad de admirar desde fuera las altas y circulares murallas de barro, primorosamente reconstruidas, que rodean su perímetro. Esta antigua capital de kanato estuvo protegida por una doble línea defensiva, pero la exterior, que se levantaba a unos doscientos metros de distancia, ha desaparecido prácticamente entera, salvo un par de pequeños tramos que pueden verse desde la carretera.
Intramuros, antiguas madrazas, mezquitas y minaretes se suceden entre limpias y tranquilas calles sin tráfico rodado. Numerosas cúpulas azules contrastan bellamente con las construcciones de barro que se levantan por doquier. Me asombran la simpleza de los materiales y de la arquitectura de las casas, con sus lisas paredes de color chocolate en las que sobresalen las redondas vigas de madera que forman el esqueleto de sus estructuras.
En una de las calles, capta mi atención una extraña torre cilíndrica cubierta de mosaicos azul turquesa que relucen como joyas bajo la luz de la mañana. No parece ciertamente un minarete, pues su altura apenas descuella sobre las madrazas circundantes. Indago y averiguo que el kan Mohammed Amin decidió construir en 1850 el más alto y bello minarete del mundo, de ciento diez metros de altura.
Un buen día, mientras los trabajos avanzaban, el ministro responsable de la construcción subió a inspeccionar las obras. Desde la magnífica atalaya, pudo ver a las mujeres del harén del kan en los patios del palacio, sin velo que las cubriera. Escandalizado, acordó con el kan la fulminante interrupción del proyecto, dejando las obras como estaban. Aunque hay otra versión, más prosaica, que se limita, en cambio, a registrar el agotamiento de los fondos precisos para concluirlo.
El paseo por los animados bazares discurre apacible, fuera del tiempo y a la sombra de frondosos árboles, entre mujeres que venden semillas de girasol, pistachos y nueces. En pocos lugares he visto un ambiente medieval conservado con tanta pureza. Camino de Bujara, atravieso el histórico río Amu Darya por un pontón militar. El cauce, muy ancho, semeja una franja de desierto entre dos orillas verdes. Se diría un río muerto, si no fuera porque, pegados a los límites de ambas márgenes, discurren dos poderosos brazos.
En el desierto, los ríos arrastran tantos sedimentos que sus cauces, siempre cambiantes, resultan impredecibles, como si vivieran en un estado de permanente reorganización, y el Amu Darya es un río especialmente temperamental. Además, su fuerte carácter estacional dificulta la construcción de puentes.
Para el agonizantemar de Aral no hay más fuentes de agua que ésta y las del Syr Darya, que dibuja más al norte la frontera con Kazajastán. La ingeniería soviética se empeñó en realizar colosales trasvases para cultivar algodón en tierras antes baldías mediante un laberíntico entramado de canales que drenan el Amu Darya a lo largo de su curso. La consecuencia es que el caudal que hoy llega al mar es apenas un contaminado desagüe, incapaz de compensar la gran evaporación del Aral. Como resultado, las aguas de este mar interior ya se han alejado más de treinta kilómetros de sus costas originales, creando un nuevo desierto en el que pueden verse, como surrealistas monumentos varados en la arena, los cascos de los barcos que hasta hace muy poco allí pescaban. Hay quien dice que éste es «el lugar más triste del mundo».
Tras la larga travesía del desierto, me entrego gozoso a las frondosas avenidas y los setos rebosantes de rosas de Bujara, un refrescante oasis que ensancha el corazón de inmediato. Apenas llegado a la ciudad, me paro a comer en una umbría plaza, bajo árboles centenarios que extienden sus ramas sobre una alberca. Alrededor, algunas personas se sientan sobre plataformas de madera y charlan animadamente.

Charlas al filo del agua
En la Bujara medieval abundaban los canales y los hauz, unas piscinas públicas que eran a la vez centro de esparcimiento y lugar de encuentro social; a ellos acudía la gente para charlar, beber o bañarse. En el siglo xix todavía se contaban más de doscientos de estos hauz de piedra en pleno funcionamiento.
Pero donde más se nota el pasado es en el dédalo de callejones que confluye en la plaza; aún huele a fritanga, a retrete y a rosas. El alcantarillado, ancho y abierto, no es más que un arroyo canalizado por donde las inmundicias corren sin pudor. Con ayuda de Eugeny, mi intérprete, me las arreglo para trasladar el equipaje por una serpenteante callejuela hasta el hotel Labi Hauz, un antiguo caserón cuya entrada ya revelala influencia islámica. En el patio interior se alza un altísimo porche de dos plantas, sostenido por esbeltas columnas de madera construidas de una pieza. Las paredes exhiben hornacinas y filigranas pintadas en tonos pastel, dando al conjunto un agradable y elegante aire renacentista.
Por la noche ceno en el patio de una madraza que conserva ese ambiente recogido propio de los claustros. En el amplio recinto, numerosas plataformas acogen a los comensales. Dos músicos desgranan en un rincón suaves melodías orientales con un dutar, una especie de laúd de dos cuerdas, y una doira –pandereta–; mientras, los sinuosos movimientos y las gasas desplegadas de una bailarina perfuman de erotismo el recinto. La noche sestea dulcemente sobre un manto de silencio, y en el aire flota una fragancia de flores. El tiempo parece interrumpido. Hay tanta magia en el lugar, que nadie se atreve a romper el embrujo del momento levantando la voz.
Visito a la mañana siguiente el palacio de verano de Alim Kan, el último emir que tuvo la ciudad. La leyenda dice que su padre, deseoso de encontrar el lugar más fresco posible para construir su residencia estival, ordenó matar una cabra y diseminó sus restos por los sitios que le parecieron más apropiados. Finalmente, se decidió y eligió como punto para iniciar las obras aquél donde la carne aguantó más sin descomponerse.
Su hijo Alim, ya cobijado bajo la protección de los zares, se propuso erigir un palacio comparable a los de San Petersburgo, y encargó sus planos a arquitectos rusos; la decoración interior, en cambio, la realizaron artesanos locales. El generador de cincuenta vatios que iluminaba las estancias introdujo por primera vez la electricidad en la ciudad.
Me detengo ante la colección de porcelana asiática que se exhibe en una sala cuyas ventanas tienen forma de corazón. La sala se encuentra junto a la piscina donde se recreaban las mujeres del harén. El guía asegura que, desde una cercana casita de madera, el emir solía arrojaruna manzana a la elegida para compartir su lecho esa noche. Algunos historiadores, en cambio, sostienen que sus inclinaciones sexuales apuntaban más a los niños y los efebos. Según ellos, el harén era meramente decorativo, una cuestión de imagen ante sus súbditos. Cuando los bolcheviques tomaron la ciudad en 1920, el emir huyó cobardemente a las montañas, abandonando el harén a su suerte. Muchos ciudadanos irrumpieron entonces en el palacio para liberar a los menores que el emir retenía para sus juegos de placer.

Una leyenda siempre viva
Unas llevan la fama y otras cardan la lana. Si Bujara es un escenario de las mil y una noches, cargado de magia, sabor y encanto, Samarkanda –al encuentro de la cual me dirijo pasados unos días– vive de su leyenda, pero sólo conserva unos pocos monumentos. La mítica ciudad alcanzó su máximo esplendor entre los siglos vi y xiii, cuando fue una urbe mayor que la actual, con magníficos monumentos, madrazas y caravanserais. Antes de que Gengis Kan la redujera a escombros en 1220, fue centro neurálgico de la Ruta de la Seda y asombro de los viajeros que llegaban hasta ella desde tierras lejanas.
Todo cuanto ahora puede admirarse es obra de Timur –Tamerlán–, tan sanguinario como el anterior, pero mucho más constructivo. Al igual que todas las ciudades de Asia Central, Samarkanda esconde sus edificios entre frondosas hileras de árboles; pero la espléndida plaza de Reguistán y el mausoleo de Tamerlán brillan con luz propia en un marco despejado que llenan con su esplendorosa belleza. En cambio, de la espectacular mezquita que mandó construir Tamerlán, desmoronada en 1897 por efecto de un pequeño terremoto, sólo quedan algunas ruinas en pie. Ante ellas, no resulta fácil hacerse idea sobre la magnificencia de un templo concebido para sobrepasar en tamaño y audacia a cualquier edificio religioso anterior.
El recuerdo del mito acompaña mis pasos camino del este, mientras me dirijo al valle de Fargana. Visto desde el aire, el valle parece un gran cuenco rodeado de altas montañas: la cordillera de Fergana lo cierra por el norte, los montes Altay, por el sur. Ambas cordilleras convergen cerca de Osh, y desde allí se abren ampliamente como unas tijeras.
Cada vez que los esforzados mercaderes de la Ruta de la Seda llegaban hasta aquí, procedentes de las duras montañas de Oriente o de los agotadores desiertos occidentales, creían encontrar un paraíso en estas frescas praderas habitadas por «caballos celestiales».
No hay duda que la inmensa y fértil llanura, que se extiende ciento cincuenta kilómetros de norte a sur y trescientos cincuenta de este a oeste, estuvo cubierta por las aguas en algún remoto momento geológico. Cuando aquéllas encontraron al fin una salida por la garganta del Syr Darya, en el sudoeste del valle, el cuenco se vació, y los ríos que lo alimentaban se unieron en un solo cauce para formar el poderoso Syr Darya, que vierte su caudal en el mar Caspio.
Desde Tashkent, la moderna capital de Uzbekistán y obligada puerta de acceso al valle de Fergana, hay poco más de doscientos cincuenta kilómetros hasta el antiguo kanato de Kokand, situado en pleno corazón del valle. Todo el trayecto discurre junto al canal que un batallón de ciento sesenta mil trabajadores construyó en 1939 a pico y pala... ¡en sólo cuarenta días!
Auno y otro lado de la carretera se suceden sin respiro inacabables hileras de árboles desmochados, a los que sólo les queda el muñón. Son moreras, cuyas hojas sirven de alimento a los gusanos de la seda. Casi todas las familias del valle crían estos gusanos en sus casas, hasta que se transforman en crisálidas y entonces venden los capullos a las fábricas de seda. Hasta hace muy poco tiempo, las mujeres acostumbraban incubar los huevos en sus axilas, donde los mantenían envueltos con papel durante cuarenta días.
El camino hacia la frontera con Kirguizistán me ofrece el espectáculo de numerosas mujeres, todas vestidas con coloridos atavíos, quefaenan en los campos de algodón. Mientras ellas trabajan, los hombres las contemplan o conducen mayestáticamente destartalados tractores de la época soviética. Así funcionan las cosas por estos pagos: en tanto las mujeres se ven obligadas a doblar el espinazo en los campos durante largas jornadas de sol inclemente, los hombres se reservan las labores técnicas y la dirección de los trabajos.
Apenas cruzada la frontera, me recibe Osh, legendaria ciudad que conserva uno de los bazares más coloristas de Asia Central. Desde su privilegiada posición en la parte alta del valle ya se puede divisar la imponente cordillera del Tien Shan. A partir de aquí, los caminos serpentean entre cumbres nevadas. Atraviesan puertos que superan ampliamente los tres mil metros de altura y llegan hasta Tash Rabat, un alto vallejo entre laderas peladas, tradicional parada y fonda para las caravanas que llegaban de China por el puerto de Torugat.

Ecos de las viejas caravanas
Aquí, en medio de ninguna parte, se construyó en el siglo xii un importante caravanserai que ofrecía descanso y refugio a los esforzados viajeros que se aventuraban por estas montañas. Desde fuera, parece un fortín de piedra, semienterrado en su parte posterior. Sus muros, que sobrepasan la altura del techo, servían de muralla defensiva en caso de ataque, y en el centro del recinto descuella una enorme cúpula de piedra. Muy cerca de la entrada corre el riachuelo que proporcionaba agua a la posada.
El interior muestra un amplio pasillo de altos techos que lleva hasta la redonda sala central, situada bajo la cúpula. En ambos lados del pasillo, bajos dinteles conducen hacia un laberinto de estancias, seguramente las habitaciones de los huéspedes. No hay más ventanas que unas pequeñas oquedades en el techo, por donde penetran la luz y el aire. El frío es muy intenso entre estas paredes que tanto recuerdan a las mazmorras medievales.
Dudo, sin embargo, que esto preocupara a los comerciantes delascaravanas que seguían la ruta, siempre cargadas de ricas sedas y de mercancías codiciadas por los bandidos. Por eso cuidaban mucho su seguridad, especialmente durante la noche y en lugares apartados. Tash Rabat les ofrecía el primer refugio tras cruzar el paso de Torugat, a más de cuatro mil metros de altura. Las praderas que lo circundan están ahora ocupadas por yurtas de pastores nómadas que traen sus rebaños en verano. En este desolado paraje, la vida ha cambiado tan poco que no me sorprendería la aparición de una caravana mientras se apaga la última luz de la tarde.

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