JAVA Y SUMATRA

El gran tesoro cultural y natural que forma el archipiélago indonesio tiene en estas islas dos de sus joyas más valoradas. Sus volcanes, arrozales, plantaciones de té y de especias, costumbres milenarias... son una sorpresa continua en el viaje.

Por Antonio Picazo
Aparentemente, Indonesia resulta un país de aspecto monótono: más de trece mil islas cubiertas de vegetación y alineadas sobre el océano. Pero cuando se rasga un poco su piel verde surgen grandes sorpresas. Así, pronto aparece un paisaje de montes y volcanes, espacios y especias, campos y campesinos, plantaciones de té y arrozales, creencias animistas y fe islámica y, desde luego, un buen número de vestigios perpetuados por las diferentes corrientes culturales que han habitado estas tierras a lo largo de su historia. Entre todo este archipiélago tropical, Java y Sumatra reúnen algo de esa variedad.

Una capital populosa y cerrada
La isla de Java es la más habitada de un país ya de por sí populoso. Indonesia tiene doscientos millones de almas de las cuales, más de diez –once, doce ¿quién sabe?– viven en Yakarta, la capital de Java y, de paso, de la nación. La antigua Batavia ha pasado de ser un pequeño puerto de especias a una ciudad que se ha ido de las manos en todos los sentidos, con la maraña de edificios modernos, tráfico imposible y barrios que crecen sin orden. Claro que Yakarta todavía cuenta con detalles que evocan su pasado; su puerto, por ejemplo, o el casco antiguo de Kota, barrio chino incluido, o algunos mercados con sus aromas de pescados, frutas, gallinazos, flores, fritangas y especias. Para hacerse una idea de la ciudad se puede subir a la cima del Monas, en la plaza Medan Merdeka, el obelisco que construyó el faraón Sukarno y que, según dicen los socarrones habitantes de Yakarta, fue la última erección del viejo presidente.
Para buscar espacios más abiertos hay que ir a Bandung. A 700 metros de altitud, pone a disposición de sus dos millones de habitantes un clima fresco que se concentra especialmente en el antiguo barrio holandés y en las salas del Museo de Geología, donde se exhiben réplicas del famoso hombre de Java, aquel Homo erectus que vino a pie desde el continente asiático–cuando esta isla era una parte más de la plataforma de Sonda.
En los alrededores de Bandung es precisamente donde Java es más Indonesia. Sólo hay que esperar al amanecer para ver las neblinas bajo la cumbre del volcán Tangkuban Perahu y de sus montes tributarios. Así aparecen cada día todos los conos azulados sobre una vegetación que intenta recuperar su verde habitual.

Campos de té bajo los volcanes
Luego, con el día pleno, los campos de Bandung muestran la alfombra de plantaciones de té y, entre los cultivos, los cuerpos de las javanesas que cosechan la hoja con los cuévanos a sus espaldas.
Pero hablábamos del hechizo mañanero del volcán Tangkuban Perahu, un apunte bravo en el paisaje para quien quiera conocer más montañas de este tipo. Y es que Java está llena de cráteres, muchos activos, aunque para ver los más indomables es necesario trasladarse desde Bandung hasta Surabaya.
En la ruta, no se acaba de llegar al puerto de Cirebon, cuando ya se ve la flota de embarcaciones que cubre las dársenas con su color, mientras que los mástiles rojos, amarillos y verdes pastel llenan el cielo listos para faenar el camarón.

Un litoral de colores marinos
La costa javanesa transcurre hacia el este dejando a un lado de la carretera el azul del mar de Java, cortado por los barcos pesqueros cuyas proas, de tan curvas, casi se revuelven sobre la misma cubierta. Al otro lado queda una vegetación que casi llega hasta el mismo borde del litoral. De vez en cuando, se ve un pequeño catamarán tripulado por algún pescador solitario; y mar adentro, bateles cuyas velas buscan algún viento escondido tras el potente sol.
Surabaya es la segunda ciudad de Indonesia. Si el calor lo permite, hay que acercarse a los barrios antiguos –donde parece que el tiempo no ha pasado desde que hasta aquí llegaran gentes y maneras árabes y chinas– y tomar las temperaturas a los laberintos de calles angostas, bazares, talleres artesanos, templos,mezquitas y pequeños restaurantes.
Desde Surabaya –en dirección sureste–, se accede a un grupo de volcanes entre los que destaca el legendario Bromo, perteneciente al grupo de montañas de Tengger. No deja de ser sorprendente, aunque comprensible estando en la poblada Java, que en las laderas del volcán siempre se vea gente, bien sean agricultores, bien excursionistas que caminan o ascienden a lomos de sus caballos, y eso que este monte sigue activo y en perfecto estado de revista y cabreo.
Con los primeros trazos de sol, el volcán, situado dentro de otro volcán, ofrece detalles que dan a entender que la Luna se ha derrumbado sobre la Tierra, porque hasta donde la vista llega y las fumarolas permiten, todo es arena negra, ceniza, colinas rapadas, suelos hundidos, terrazas de tierra rizada y colinas que son puros dientes de sierra y lija.
De conos más perfectos que el Bromo, los volcanes Semeru y Merapi completan el trío de ases que se coloca en casi perfecta alineación en el este de Java. Del Merapi se dice que, antiguamente, los habitantes de la zona, cuando veían que los animales salvajes huían espantados y sin razón aparente, escapaban detrás de los animales; sabían que el volcán no tardaría en entrar en erupción.

El trabajo en el volcán del azufre
Un poco más lejos, al norte del Merapi, existe otro volcán tan extremo que casi se cae al mar: el sulfuroso Kawah Ijen. Sus laderas ya huelen a huevo sancochado, hedor que necesariamente tienen que soportar los porteadores del azufre, unos hombres que bajan hasta el fondo color limón de los depósitos de humo y mineral para luego regresar cargando, a golpe de pulmón y sendero, los bloques de «la piedra que arde».
Como se dijo, Indonesia, y especialmente Java, se ha nutrido de diversas influencias –hinduismo, budismo, cristianismo, islamismo...– que han dejado un puñado de vestigios no sólo en las conciencias sino también sobre el suelo de la isla. Por eso, hay que ir al encuentro de dos delas más importantes reliquias monumentales de esta parte de Asia: el complejo de templos hindúes de Prambanan y el templo budista Borobudur.

El ritmo asiático en Yogya
Para ello, hay que trasladarse hasta casi el centro de la isla, a la ciudad de Yogyakarta, un lugar donde el ritmo de Indonesia se remansa lo suficiente para alcanzar un cierto encanto provinciano.
La larga calle Malioboro es la arteria que abre los recursos de Yogya –también se le conoce por este nombre–. Por esta vía fluyen los encantadores becak, los ciclotaxis indonesios que llenan de color el asfalto. El tráfico, motorizado o pedalero, roza la plaza del Ayuntamiento, los comercios, los edificios coloniales y la fachada del Museo Sono Budoyo –junto al palacio del Sultán–. Desde Maliboro se puede ir paseando hacia la parte sur, en los alrededores de la calle Tirdipuran, donde posiblemente se halle la mayor concentración de talleres y tiendas de batiks de Indonesia. Y, como otro aliciente, hay que decir que Yogya está en la zona del famoso teatro en la sombra, el wayang kulit, una de las variantes javanesas, el sortilegio de música y siluetas tan unido a la noche de Java.
Plantado sobre el pasto húmedo del trópico, a 17 kilómetros al este de Yogyakarta, se levanta Prambanan. Entre sus templos, el viento de la llanura dibuja las simetrías del siglo ix, armonías viejas dedicadas a Brahma, Siva y Visnú que hacen de los santuarios de Prambanan lugares tanto de culto como de leyenda.
Por su parte, el templo budista de Borobudur fue descubierto por T.S. Raffles en 1814. Había estado oculto durante ocho siglos por la vegetación, el olvido y las cenizas del cercano volcán Merapi –con el mismo nombre, pero diferente al que ya se ha hablado–. A 40 kilómetros de Yogya, hoy las imágenes de Borobudur están restauradas y todo el conjunto ofrece una excelente impresión.
La planta de Borobudur es un gigantesco mandala, el plano-guía para la meditación budista. Su alzado, sin embargo,tiene la forma de un plato invertido que corona su altura con un estupa, la máxima expresión de los monumentos religiosos del budismo. Así, el que se para frente al templo puede iniciar su camino particular de elevación espiritual ascendiendo sus ocho estadios mediante las escalinatas que acceden a las galerías místicas.

Sumatra, la isla salvaje
Después del baño de gentes, ciudades y monumentos con que Java obsequia al viajero, el síndrome de abstinencia silvestre demanda más naturaleza. Por eso, y ya que saltar el estrecho de Sonda y sus pequeñas islas no supone obstáculo aéreo alguno, aterrizo en Sumatra.
No lejos de la ciudad costera de Padang, en el oeste de Sumatra, se encuentra la población de Bukittinggi, centro y guía del pueblo minangkabau, que, junto con los batak, posee los detalles humanos más interesantes de Sumatra. Buki-ttinggi es un lugar apacible y recogido, con un clima casi impropio de Indonesia: menos cálido y más serrano. El ritmo pausado de la población se puede apreciar en su plaza principal, desde la que un reloj, engastado en una torre más kitsch que oriental o colonial, marca las horas del occidente de Sumatra.

Flores enormes en la selva tupida
Llueve en Bukittinggi. Más verdes que nunca surgen las terrazas de los arrozales. Pero a pesar del agua y la neblina, los alrededores de la ciudad pueden presumir de poseer cuatro puntos cardinales absolutamente interesantes para el viajero. Así, entre arrozales, gargantas, cañones, cascadas y montañas cubiertas de selva, si se va hacia el norte, el visitante hallará la Reserva Rafflesia, donde se encuentra la flor más grande del mundo; tan enorme y bella como apestosa. Al oeste está el serenísimo lago Maninjau, y al sur y al este, aldeas y poblados minangkabau, entre los que destaca el de Pariangan, con excelentes construcciones tradicionales y síntesis de esta sociedad matrilineal. De religión musulmana, pero sincretizada con sus orígenes animistas, las manifestaciones estéticas de esta cultura –tocados femeninos y tejados de las casas particularmente– se basan en las formas de los cuernos del búfalo.
Si Bukittinggi es la brújula de los minangkabau, el lago Toba –norte de Sumatra– es el vértice de los batak. La zona, a pesar de estar muy habitada, conserva una buena cuota de paisaje silvestre, especialmente en Samosir, la isla central de este lago volcánico. Sí, la isla es un gran enredo de laderas inclinadas y bosques, todo un cumplido visual que de vez en cuando se rocía de arrozales, algunos de ellos colgados al borde de precipicios.
Tomok y Ambarita, con sus sólidas y muy decoradas casas de madera elevadas sobre pilares, son dos de las poblaciones batak instaladas en Samosir. Ambarita, además, cuenta con un espacio megalítico donde, antiguamente, se sacrificaba a los prisioneros para luego proceder a su degustación. Y es que la cultura batak tiene un pasado –hoy superado– guerrero y antropófago. También conservan sus costumbres animistas, aunque algo diluidas por las influencias cristiana y musulmana.
A unas tres horas al oeste de Medan –la capital de Sumatra– está el Parque Nacional Gunung Leuser. En sí, el parque es un brote perpetuo de naturaleza, pero su atractivo principal es el centro de rehabilitación de orangutanes de Bohorok.

Orangutanes en semilibertad
Los primates son rescatados de jaulas, bares, espectáculos y otras aberraciones animales promovidas por sus primos humanos, para reintroducirlos en la naturaleza. A horas determinadas, estos tipos velludos acuden a las plataformas de alimentación. Desde ellas observan a los visitantes sin rencor. Mucha gente dirá que esto se debe a que no se dan cuenta del daño que la humanidad les provoca; es posible que esto sea así... o quizá no.

0 Comments:

Post a Comment