CUBA

La isla caribeña ofrece su hospitalidad en un marco de espectaculares playas y un interior verde que condensa su esencia.

Por Bernardo Gutiérrez
Amanece en el valle de Viñales. La fina niebla envuelve una escena arquetípicamente cubana: en una plantación tabaquera, un anciano ordeña una vaca mientras se fuma un espléndido puro. Los arrullos de los pájaros despiertan el valle del letargo y entiendo por qué Cristóbal Colón dijo hace más de 500 años que Cuba es «la isla más hermosa que ojos humanos han visto».

Los hombres-chimenea
Me hallo en el extremo occidental de Cuba, lejos de la costa noreste donde desembarcó Colón. Pero el espectáculo que le cautivó no debió de ser muy diferente del que me sobrecoge en esta mañana neblinosa de Viñales. Los descubridores se tropezaron con los indios taínos, bautizados como «hombres-chimenea», porque enrollaban unas hojas y las fumaban en un cilindro que llamaban «taba-co». Yo me he topado con un guajiro de profundas arrugas que me ofrece unas hojas enrolladas y las llama «habano».
Entre los hombres-chimenea y este guajiro hay cinco siglos, un tránsito del viejo al nuevo mundo en el que nació un país y se mestizaron sangres y culturas. Pero puede que los horizontes fantasmagóricos del valle de Viñales, sus desfiles de palmeras y sus colinas arcillosas no hayan cambiado. Igual que los célebres mogotes del valle. Estas extrañas formaciones calizas surgidas del océano hace más de dos millones de años están coronadas por una tupida vegetación y sus paredes caen violentamente sobre las vegas –plantaciones– tabaqueras.
Viñales sabe y huele a tabaco. De hecho, toda la provincia de Pinar del Río sigue el ritmo de la Nicotiniam Tabacum, sobre todo la región de Vuelta Abajo. En esta zona nacen los míticos habanos, y las hojas de esta planta visten de verde la tierra rojiza que rodea acogedores pueblos como San Luis o San Juan y Martínez.

El alma de Cuba en su paisaje
Desde Pinar del Río, deliciosa ciudad de calles columnadas y casas de color pastel, hacia La Habana, el viajero seva enredando en esa esencia cubana hecha de plantaciones de caña de azúcar, de playas blancas y aguas celestes, de pueblos de animadas cantinas y de localidades como Soroa, anclada en la paradisiaca sierra del Rosario. Pero Cuba no es Cuba hasta que La Habana no se intuye en el horizonte.
Nada más pisar el Malecón, nos damos cuenta de que La Habana es magia, pasión y sueño. La ciudad palpita frente al océano con esas fachadas de colores desgastados, componiendo un poema arquitectónico que evoca intenso pasado.
Declarada Patrimonio de la Humanidad en 1982, la Habana Vieja es un maravilloso conglomerado arquitectónico de todos los estilos. La plaza de Armas, la Vieja, la de la Catedral y la de San Francisco de Asís dibujan un cuadrilátero donde se encuentran la mayoría de edificios históricos: el palacio de los Capitanes Generales, la catedral de torres asimétricas, la iglesia y el convento de San Francisco de Asís, la Casa de los Árabes y los cientos de casas coloniales que siembran las bulliciosas arterias del corazón viejo, como la calle Obispo y O’Reilly. A partir del parque Central, la ciudad se ensancha y crece destartalada y viva más allá del elegante paseo del Prado –actualmente de José Martí.

Imágenes de La Habana
También detrás del inmenso Capitolio, en Centro Habana, un barrio popular con arquitectura del siglo XIX, las calles son cubanísimas postales de fachadas decadentes y bocinazos de viejos Cadillachs o Buicks de los años 50.
La Habana fue durante siglos la ciudad más deseada por los piratas, atraídos por los tesoros de los galeones españoles que fondeaban en su puerto. Pero el verdadero nido de corsarios estaba en la actual isla de la Juventud. Fueron célebres lobos de mar, como Francis Drake o Henry Morgan, los caudillos de este enclave que se conoció primero como isla de los Piratas, luego como isla de los Desterrados –por su prisión pasaron José Martí y Fidel Castro–, isla de los Pinos y, finalmente, isla de la Juventud. En la actualidad, la isla, en la que según muchos expertos se inspiró Stevenson para su novela La isla del tesoro, es uno de los rincones más paradisiacos de Cuba. Tranquila y poco frecuentada, goza de grandes atractivos, como su colorida capital, Nueva Gerona, la reserva natural de Siguanea, la zona de submarimismo de la punta del Francés y la playa Larga.
Pero para respirar el aroma colonial de colores, mansiones de ventanas enrejadas y portones de viejo abolengo hay que ir hasta el centro de Cuba, a Trinidad. La ciudad fue, junto a Baracoa, Santiago de Cuba, Bayamo, Puerto Príncipe –hoy Camagüey–, Sancti Spíritus y San Cristóbal de la Habana, una de las siete villas que Diego de Velázquez, el primer colonizador de la isla, fundó en 1515.
Trinidad pronto se revistió de riquezas y mansiones, gracias a su comercio ilegal con Jamaica y los navegantes del Caribe. Muy cerca de la encantadora plaza Mayor, desde lo alto de la torre de lo que fue la iglesia de San Francisco de Asís, la panorámica sobrecoge: la ciudad es un suave puzzle de tonos pastel y el horizonte lo dibuja la línea sensual del Caribe. Para conocer la joya de Trinidad no hay mejor receta que perderse por el dédalo de calles adoquinadas donde hay más caballos que automóviles y donde la gente charla en los portales de las casas. Las últimas piezas del puzzle mágico de Trinidad se encuentran en los alrededores, en el puerto pesquero de Boca, en la península de Ancón, en sus fantásticas playas y, sobre todo, en el valle de los Ingenios, un lugar imprescindible para comprender el alma de Cuba.
En el siglo XIX, en este valle llegó a haber treinta centrales azucareras que sembraron Cuba de esclavos negros. Aunque actualmente aquí sólo queda una refinería de azúcar, los caserones coloniales de la hacienda Iznaga y su torre, desde la que se divisa la alfombra verde del valle, destilan evocaciones de ese pasado de oro blanco y cultura negra.

Azúcar y tabaco, los dos símbolos
Enrealidad, todo el centro de la isla –y toda Cuba–, es un encuentro entre los dos productos considerados esencialmente cubanos, el azúcar y el tabaco. El escritor Fernando Ortiz definió esta interacción como «contrapunteo cubano», un diálogo entre el tabaco trabajado por españoles y el azúcar cultivado por los esclavos; entre el cristianismo y el folclore del hombre blanco y las religiones y los ritmos sangrantes de los africanos.
En Cienfuegos, el contrapunteo siempre tuvo sabor a azúcar –en la actualidad cuenta con la mayoría de las refinerías del país–. Sus calles, asomadas ordenadamente a la calma de la bahía de Jagua, exhiben todavía la arquitectura lujosa de los terratenientes del siglo XIX. En cambio, desde esta ciudad hasta la provincia de Villa Clara, el contrapunteo cubano vuelve a oler a tabaco.
En Manicaragua, en el corazón de la sierra de Escambray, el paisaje se viste de nuevo de vegas tabaqueras, de guajiros blancos que fuman enormes habanos y de verdes montañas que se reflejan en el cristalino lago de Hanabanilla.
La capital de Villa Clara, Santa Clara, es un ciudad agitada y bulliciosa que gira alrededor del parque Vidal. A pesar del encanto de la ciudad y de sus alrededores –como la colonial villa de Remedios–, para muchos, el gran atractivo de Santa Clara es su pasado revolucionario.

A mayor gloria de la revolución
En Santa Clara se halla el monumento del Tren Blindado, que recuerda la derrota que Ernesto Che Guevara infligió a las tropas de Batista en la ciudad, y el Museo Memorial del Che, donde residen las cenizas del célebre revolucionario argentino. En Cuba, son muchos los museos que conmemoran las gestas revolucionarias. Por ejemplo, el museo Girón, en la Bahía de Cochinos –Matanzas–, que recuerda el intento de invasión estadounidense de 1961 por la playa Girón, y es ahora un lugar frecuentadísimo. Y en oriente, el Parque Nacional Desembarco del Granma protege la playa de las Coloradas, el lugar donde llegó elbarco donde Fidel Castro viajaba clandestinamente. Si se bordea este parque, se atraviesan aldeas encantadoras, como Cabo Cruz o Pilón, y siguiendo la costa hacia Santiago de Cuba, las vereas se adentran hacia el Parque Nacional Turquino, en la infranqueable Sierra Maestra, el exuberante techo de Cuba, cubierto de espesos bosques y arroyos.
Según nos acercamos a Santiago de Cuba, la atmósfera cambia, el aire es más espeso, el calor se pega a la piel. La gente también cambia: los orientales –que en el resto de Cuba llaman «palestinos»– son más afables, mas relajados, de piel más negra. Sin lugar a dudas, Santiago de Cuba, cuna del ron y del son, es el lugar más caribeño de la isla. Sus calles bullen de música, de tráfico desordenado y de ajetreo humano.

Al ritmo del son cubano
El sabroso corazón colonial de Santiago esconde lugares emblemáticos, como la catedral de Nuestra Señora de la Asunción, la fortificación del Balcón de Velázquez, el Museo del Ambiente Cubano y un vistoso museo del Carnaval. Pero el verdadero encanto de Santiago se saborea en calles como la bullanguera Heredia, donde los gritos de los vendedores se mezclan con los acordes porcedentes de la Casa de la Trova –la más famosa del país–. Santiago no sería Santiago sin su música, que empapa los pasos del caminante y resbalan por las callejas.
Los pueblos del oriente, varados entre densos cafetales y plantaciones de cítricos, tienen otro encanto. Merece la pena perderse por los pueblos adormilados donde las mujeres se protegen del sol con paraguas, acariciar la arquitectura morisca de Manzanillo, las huellas coloniales de Bayamo, el tranquilo exotismo de Baracoa –primer pueblo de Cuba y hoy único refugio de los indios taínos–, la paz turquesa de playas como la de Guardalavaca, en la provincia de Holguín.
Anclada en la costa de esta provincia, se encuentra Gíbara, una soñolienta aldea de pescadores donde algo nos confirma que Cuba es anterior a sí misma. Fue aquí, cinco siglosantes del son de los transistores, del ron de las cantinas, de esos caserones coloniales que miran al océano, donde los lugartenientes de Colón descubrieron a aquellos hombres-chimenea del viejo mundo que ahora me parece entrever en los rostros de estos lugareños que charlan, fuman habanos y expulsan densas bocanadas de humo.

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