SEGOVIA

Desde el exterior, la vista de la ciudad, con el alcázar y la catedral en primer plano, muestra la esbeltez de la ciudad castellana. Desde el interior, sentiremos su magnificencia.

Por María Unceta
De las capitales de Castilla, es Segovia la más risueña, la más esbelta, la de perfil más nítido. Diría, incluso, que la menos castellana, con perdón de los segovianos que tan importante papel tuvieron en la forja del reino de Castilla. Durante el día, las calles de Segovia están llenas de gentes que pasean y miran, que ocupan las terrazas y abordan las iglesias románicas más céntricas, se hacen fotos con el alcázar de fondo y pasan anonadadas bajo el acueducto.

Varios trajes para una ciudad
La noche es otro cantar, es el mejor momento para paladear en soledad los tonos tenues y rozar con la punta de los dedos los velos de esta ciudad de muchas caras.
Para empezar, no es la misma ciudad vista desde fuera que cuando te sumerges en calles y plazuelas. Empezaré por situarme extramuros. La panorámica más hermosa es la que se tiene desde ese largo y fantástico paseo que arranca en el barrio de San Lorenzo, sigue por la Alameda del Parral y, tras abrirse paso por el barrio de San Marcos y desviarse hacia la hermética iglesia de la Vera Cruz, termina en el santuario de la Fuencisla.
Paseo entre álamos, al arrullo de las aguas del Eresma, especialmente recomendable al atardecer, siguiendo el eje en el que se instalaron desde la Edad Media los arrabales, los conventos, los molinos de harina y los lavaderos de la lana cuyos paños harían en tiempos rica a Segovia. Todo aquí, como en San Marcos, tiene un profundo sabor de tradición. Siguiendo la caminata, nos salen al paso las agujas góticas del monasterio de Santa Cruz la Real, fundado por los Reyes Católicos, y, al otro lado del río, despunta la torre rematada de encajes del monasterio de El Parral. Floreciente en su día, abandonado entre 1835 y 1920, conserva sin embargo algo del viejo empaque y, en la iglesia, un espléndido retablo plateresco. Sus actuales moradores, una decena de monjes Jerónimos, se ganan la vida fabricando bancos para las iglesias y regentan una hospedería sólo para hombres que se animen a compartir unos días la vida de clausura.
El claustrillo de la entrada del monasterio de El Parral es el mejor observatorio sobre la ciudad. La muralla deja al descubierto toda la belicosidad de sus potentes almenas. Vistos desde aquí, tejados y campanarios se alborotan hasta que la ágil y dorada torre de San Esteban y la mole blanquecina de la torre de la catedral imponen su orden vertical. La estampa del alcázar se proyecta desafiante sobre la claridad del cielo como remate de esa nave que avanza hacia el campo ondulado.

Mirador privilegiado
Una se quedaría aquí horas contemplando las vistas, imaginando que la ciudad está varada arriba protegiéndose con el foso, la muralla y las cuestas de nuestro inminente asalto. Pero sabemos que nos perderíamos otros placeres. El solitario paseo de San Juan de la Cruz lleva hasta los arcos de la puerta de Santiago, pero aún tenemos que subir un buen trecho hasta los jardines que hacen de antesala al alcázar. Aquí estuvo la catedral en la que se parapetaron los comuneros levantados en armas en 1520 contra los malos modos de Carlos V. Como se sabe, fueron derrotados y sus líderes –Juan Bravo entre ellos–, ajusticiados. Del viejo templo sólo quedó en pie el claustro, que fue trasladado piedra a piedra a la nueva catedral gótica, iniciada cinco años después.
Ante el impresionante torreón del alcázar se diluye la noción de escala, algo semejante a lo que ocurre cuando se sitúa uno bajo el acueducto; ambas obras parecen superar las capacidades técnicas del hombre de la época.
Pero el torreón del alcázar es, además, de una sutileza que no se prodiga en la arquitectura militar de la Edad Media. El edificio parece combinar los requerimientos de la espada y el laúd. Tal vez Felipe II, impulsor de esta parte de la obra, quiso dejar un recuerdo festivo en la ciudad tan castigada por su padre el emperador; de hecho, eligió este recinto para su boda con Ana de Austria, en 1570.
No hay que dudar en visitar el interior del alcázar, admirar sus artesonados –originales algunos, rehechos muchos tras el incendio de 1862– y los frisos de piedra de las estancias, y subir los ciento cuarenta inmisericordes escalones hasta lo alto del torreón. La recompensa por el esfuerzo es una localidad de lujo para ver el tejido urbano con la catedral en el puesto de mando, la cincha de la muralla, los conventos extramuros, los campos y la sierra.
El paseo de Don Juan II discurre entre la muralla y las tapias de jardines mínimos que dejan ver balcones de madera y miradores, abiertos al pinar que sube desde el río Clamores y que siempre me parecen desaprovechados. La envidia es así de mezquina y arrogante y una piensa en el buen uso que haría de semejantes atalayas si fueran de su propiedad.

El paseo de la muralla
Si continuamos la marcha por la calle del Socorro encontraremos la puerta que daba entrada a la judería, un sencillo balcón por el lado interior y un arco con aires de bastión por el exterior. Y desde aquí, ya extramuros, seguiremos por la calle Leopoldo Moreno hasta el paseo del Salón, donde desaparece el rastro de la muralla confundida con las casas o fundida en las raíces de éstas.
Atrás han quedado dos de las calles más interesantes de la ciudad, que vertebran el antiguo barrio de las Canongías, un mundo aparte donde los canónigos segovianos residían apartados del vulgo. Daoiz y Velarde son calles estrechas e íntimas, con caserones medievales que conservan patios porticados –uno de los tesoros ocultos de la ciudad– a través de los que reciben aire y luz, ya que los vanos hacia el exterior son escasos.
Un cierto callejeo y unos cuantos escalones llevan a la plaza de San Esteban, un espacio tranquilo donde el luminoso atrio románico de San Esteban dialoga con la severa portada del palacio Episcopal, piedra frente a granito y una torre hermosísima con un gallo en lo alto que cacarea su esbeltez. Es ésta una de las dieciocho iglesias románicas –San Millán, San Martín, El Salvador, San Andrés, San Juan de los Caballeros o San Justo son otras– que se conservan en Segovia, donde es prácticamente imposible andar tres calles sin toparse con un ábside o un atrio medievales.
Ajena a las líneas severas de otras parientes castellanas, la plaza Mayor de Segovia es un espacio irregular de aire desenfadado. Junto a los soportales, turistas y autóctonos comparten las terrazas de los bares, y el ábside de la catedral erizado de agujas, torrecillas y gárgolas pone el broche fantástico a uno de sus extremos. Para mí es la parte más hermosa de esta catedral que, a medida que nos acercamos a su portada, desborda por sus proporciones. En el interior, las naves inmensas, coloreadas por la luz de las vidrieras, van desgranando capillas, rejas, retablos, sepulturas y sillerías en una acumulación de obras de arte de la que conviene tomar tregua de vez en cuando descansando la vista en las altísimas bóvedas.

El acueducto, la primera gran obra
La catedral fue construida en el punto más alto de la ciudad, a 1.006 metros de altitud. A partir de aquí, el plano declina suavemente y se ensancha en una maraña de calles, plazuelas y cuestecillas que van a confluir en la plaza del Azoguejo y el colosal acueducto, espectador imperturbable del paso de los siglos, del tráfico cercano, del pasmo de los turistas primerizos y de la familiar indiferencia de los lugareños. Entre una y otro quedan muchos espacios mágicos que descubrir, como la plaza de San Martín –iglesia, palacios y el altivo torreón de los Lozoya– que de noche, a la luz tremendista de las farolas, triplica su potencia escenográfica. O la plazuela de los Caídos y la del conde de Cheste, en el barrio de los Caballeros, pequeñas geometrías verdes entre edificios con varios siglos a sus espaldas.
Los grandes atractivos de Segovia –a estas alturas ya lo habrán descubierto– radican en su potencia para evocar el pasado y en la naturalidad con la que salen al paso los monumentos más notorios, las vistas más espectaculares, los rincones más exquisitos. A veces parece un sueño.

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