POMPEYA Y LAS CIUDADES DEL VESUBIO

Bajo la sobrecogedora presencia del volcán vesubio recorremos los restos de Pompeya, Herculanop y Paestum, cuyos bellísimos vestigios hunden sus raíces en la época más esplendorosa del Imperio romano.

Por Carlos Pascual
Si hace dos mil años le hubieran preguntado a un ciudadano común de qué le sonaba el Vesubio, hubiera respondido sin pestañear: tierra de buenos vinos. El vesuvinum era apreciado en buena parte del imperio. Hasta el poeta Marcial, oriundo de Hispania, le había dedicado elogios en uno de sus epigramas. Sólo por eso se distinguía aquel monte de cualquier otro accidente geográfico. Hasta que sucedió la tragedia, la terrible erupción del año 79. Había habido otras antes, como hubo otras después, pero aquélla marcó la memoria de los siglos.
Sabemos bien lo que ocurrió entonces porque un sabio naturalista, Plinio, quiso estudiar el fenómeno de cerca. Pereció en el intento, se lo tragó el volcán. Plinio el Joven, un sobrino suyo que observaba de lejos, lo narró veinte y pico años más tarde en dos epístolas. La erupción del Vesubio sepultó una pequeña ciudad, Pompeya, y otras poblaciones menores, como Herculano, Stabia y Oplonti, además de explotaciones agrícolas dispersas. Un silencio de piedra cubrió los viñedos, las casas, las voces y hasta la memoria.
Sólo cientos de años después se pensó en escarbar el secreto del volcán. Fue un Borbón ilustrado, nuestro Carlos III, quien alentó las excavaciones; incluso se hizo construir un palacio en Pórtici, bajo las fauces del cráter. Siguiendo el regio ejemplo, los nobles napolitanos levantaron una cortina de mansiones de Nápoles a Pompeya, entre el volcán y la orilla del mar. Las «villas vesubianas» formaron un auténtico miglio d’oro del cual sólo queda algún botón de muestra: Villa Campolieto, Villa Favorita...
La obstinación y la urgencia de la vida han vuelto a poblar las ijadas de un monstruo que sólo está en reposo. El volcán, con sus dos gibas –el monte Somma y el Vesubio– es desde hace poco parque nacional. Los turistas recorren a pie, sin temor aparente, los tramos acordonados que les llevan, en unos veinte minutos, desde el Observatorio hasta el fondo del cráter. Caminatano exenta de adrenalina: el asesino dormido puede despertar cualquier día.
Como aquel 24 de agosto del año 79. Un diluvio de cenizas y lapilli, nubes de gases venenosos y ríos de lava incandescente rodaron vorazmente hacia Pompeya. En el mar, la furia del maremoto estrellaba las naves contra las rocas. Muchos buscaron refugio en el rincón más secreto de sus hogares. Allí han aparecido, en postura aterrorizada, tapándose la cara o abrazados a una hucha. Enfriada la lava que los envolvía, y reducidos ellos a nada, se convirtieron en burbujas de aire; al inyectar esas burbujas con yeso, y romper el «molde» de lava petrificada, salieron los calcos de un realismo obsceno que ahora observan los visitantes. Son algunos de los veinte o treinta mil habitantes de Pompeya. Las cifras corresponden a una urbe más bien pequeña, de la que nadie se había ocupado antes. Una ciudad sin embargo antigua y de clara vocación comercial.
Pompeya era una mera cita erudita hasta el año 1748. Entonces se empezó a buscar su rastro. Comenzaron a llegar los espíritus más inquietos e ilustrados de su tiempo. Como Goethe, que en 1787 escribió a propósito una frase célebre: «Muchas desventuras han acaecido en el mundo, pero pocas han procurado tanta ventura para la posteridad». Se refería no sólo al tesoro de estatuas, mosaicos, objetos y muebles de bronce, sino al hecho de tener delante, intacta, una ciudad romana detenida en su pálpito cotidiano.

Espejo del pasado
Eso es exactamente lo que ven los visitantes. Es tanto lo que se ofrece –y falta excavar más de un tercio– que conviene recurrir a una guía manual o a un cicerone. Éstos indicarán lo más relevante, como el foro, corazón de la ciudad, con los templos principales, el macellum o mercado, los hórrea o almacenes y otras dependencias municipales. Para el ocio y la diversión, había donde escoger: el Gran Teatro, el Odeón, el anfiteatro. En este último tenían lugar los espectáculos de masas: gladiadores, fieras, competiciones deportivas... Lo mismo que en nuestros estadios, algunos encuentros degeneraban en batalla campal; alguien dejó pintada una de esas trifulcas entre los hinchas locales y los de Nocera en el año 59, tan sonada, que el Senado sancionó el recinto con una clausura de diez años.
Aquellos vividores también gastaban su tiempo en las termas o baños públicos. Junto a las Terme Stabiane, en el llamado callejón del lupanar, se puede ver uno de los veinticinco burdeles de Pompeya. Que hubiera tantos de estos garitos tiene su explicación: Pompeya era una ciudad consagrada a Venus, como Herculano lo estaba a Hércules. En los burdeles atendían sobre todo mujeres de clase baja o extranjeras –el mundo cambia poco–; las pinturas conservadas en sus paredes, auténtico catón de opciones y posturas, servían tanto para encandilar al cliente como para orientarle sobre los servicios.
Pero creo que lo importante no está en las cosas que se ven recorriendo la ciudad, sino la especial emoción que desata el paseo. Tiene uno la sensación de irrumpir en la villa a la hora de la siesta, cuando sólo faltan las cuádrigas ruidosas cavando surcos en la calzada, los peatones atravesando la calle por los pasos de losas elevadas para esquivar los regueros. En las casas, no se puede evitar un sentimiento de culpa, como si estuviéramos profanando la intimidad de una familia; a la entrada se puede leer, sobre un mosaico a guisa de felpudo, «hola», «bienvenido», o «cuidado con el perro». Al llegar al rincón más recoleto, donde está el lararium o altar de los antepasados, teme uno que aparezca algún fámulo para echarte a la calle con cajas destempladas.
Pero no. Nadie pulirá las piedras preciosas esparcidas por la casa del joyero. Nadie ajustará cuentas con las tablillas archivadas en la casa del banquero. A nadie herirán los instrumentos del cirujano. Nadie votará a candidatos cuyos nombres aparecen en las tapias de los huertos. Nada respira; sólo nosotros, asombrados de lo mucho que aquellas vidas se parecían a las nuestras.
Las sorpresas no cesan. En noviembre del pasado año se abrían al público las llamadas «Termas del placer», un establecimiento extramuros con pinturas ilustrativas de los servicios muy especiales, tal vez semiclandestinos, que allí se dispensaban; escenas tan subidas de tono que dejan al famoso «lupanar» a la altura de un pensionado para chicas semidecentes.

Visita a Herculano
También fuera de la muralla se encuentra la célebre Villa dei Misteri, cuyos murales tal vez constituyan el ciclo pictórico más grandioso que nos ha legado el mundo antiguo. No sabemos su significado, puede que sean escenas de un rito iniciático. Lo cierto es que son imágenes de asombrosa modernidad: estoy seguro de que algunas vanguardias del siglo xx hubieran firmado sin reparo ese colorido fauvista, esas curvas tan abstractas de ropajes y talles.
Herculano viene a ser lo mismo que Pompeya, pero en términos reducidos: las mismas calles pulidas por el trajín rutinario, las mismas fuentes utilitarias con su pilón en ciertos cruces, las mismas tiendas y bares con sus mostradores de mármol, tan parecidos a los que hasta hace años se veían en nuestros comercios de provincia.
Herculaneum, dicen que fundada por Hércules, era una población pequeña, de cuatro o cinco mil vecinos, y carácter más bien residencial. A diferencia de Pompeya, quedó anegada por una colada de fango que luego se solidificó formando un duro estrato de toba de doce a veinticinco metros. Eso permitió conservar cosas que en Pompeya ardieron por la lava y protegió del pillaje a la ciudad sepultada. Por ello, Herculano brinda una imagen aún más nítida de la vida cotidiana. Algunas mansiones son tan lujosas como las de Pompeya, pero aquí podemos ver condominios o casas de vecinos con cuartos de alquiler: tampoco allí la vida era tan distinta a la nuestra.
El Vesubio sigue siendo una presencia latente, pero abrumadora, en todos los vericuetos de la llamada strada panoramica, la misma que abrió Fernando II de Borbón acariciando los bordes de la península sorrentina. De pronto, al girar una curva, vuelven a asomar el cono del volcán, el risueño golfo de Nápoles o la isla de Capri. Como contrapeso a la amenaza telúrica, la tierra se torna amable, generosa en cultivos, naranjos, limoneros, puertos de pesca y canciones que hienden el aire. Sorrento es conocida, sobre todo, por una napolitana –«Torna a Sorrento»– y una voz que tornaba siempre con la fidelidad de un estribillo: la de Enrico Caruso, a quien se podía ver compadreando en la Marina Grande o en la Píccola, o asomado al Belvedere de atardeceres únicos.
Si en Sorrento reinan las canciones, en la costa amalfitana el cine es protagonista. La costa diva ha sido exprimida como un plató precocinado para rodar exteriores; hay incluso una «ruta para cinéfilos». Hoy, Amalfi es potencia turística, un puntal de esa industria para Italia. Sentarse a apurar un lemoncello en la plaza ante la catedral de rasgos moriscos es uno de los ritos más codiciados.
La cercana Ravello es algo aparte, como una isla colgada del aire, con todos los mares rendidos. Es además una ratonera de espíritus sensibles. Bocaccio la saca en su Decamerón. Richard Wagner ideó su Parsifal en Villa Rúfolo, quinta cuyos jardines acogen cada estío un festival de prestigio. Otra quinta, Villa Cimbrone, creada por lord Grimthorpe en 1917 sobre algunos restos medievales, es un destilado de romanticismo tardío. Aquí se encontraban ingleses residentes en la costa y veraneantes del círculo de Bloomsbury.

Al sur del Vesubio
Villa Cimbrone es ahora un hotel de lujo, y una de las mesas más refinadas de la región. Su mirador, la llamada Terrazza dell’Infinito, es el balcón más clásico de Italia, por no decir del Mediterráneo. Resulta duro arrancarse de ese nido en los empíreos. Y más cuando el cordón umbilical con la dura realidad es una carretera de todos los demonios. Salerno no va a alegrarnos la cara: tiene pinta de ciudad caótica, y enseguida queda comprobado.
Parece que la amenaza de un peligro cercano no encoge a la gente; al contrario, induce al vivir que son dos días. Esta tesis se robustece si continuamos más al sur, hacia el Cilento y el Vallo di Diano. Allí, a resguardo del Vesubio, florecieron algunas de las más alegres ciudades de la Magna Grecia, como Paestum y Elea o Velia, importante en su tiempo por el cotarro filosófico que animaron Parménides, Zenón y otros maestros eleáticos, aunque poco de ella sigue en pie.
Poseidonia –latinizada en Paestum– fue fundada en el siglo VI a.C. por colonos de Síbaris, o sea, por sibaritas. Aquellos ciudadanos que han pasado a la historia y al lenguaje como emblema de buena vida crearon un confortable y eficaz entramado urbano; eran gente que sabía vivir. A diferencia de Pompeya y Herculano, Paestum no pereció víctima del volcán, sino por el paludismo que dejó la zona despoblada hasta que llegaron los arqueólogos ilustrados del siglo XVIII.
Las ruinas de Paestum sólo son comparables a los yacimientos sicilianos de Agrigento y Selinunte. Sus joyas son los tres templos dóricos que bordean la Vía Sacra junto con otros edificios helenos y romanos. Las metopas de los templos –y de otros vecinos, como el de Hera Argiva– se muestran en un museo plantado entre las ruinas. Sorprende su riqueza: relieves, terracotas, estatuas, tederos de bronce, ánforas y vasos de cerámica. Y, sobre todo, pinturas, frescos que decoran las paredes de sarcófagos en forma de cajón o habitáculo, lo mejor que nos ha llegado de la pintura clásica, junto con los frescos de Pompeya.
A muy corta distancia de las ruinas de Paestum, se alzan entre olivos las columnas de un templo de Hera llamado por el vulgo Tábole Palatine; allí enseñaba Pitágoras la armonía y belleza de los números tras ser expulsado de Síbaris.
Llegados a este punto, un sabor agridulce empapa cualquier reflexión. Seguramente no todo tiempo pasado fue mejor –y menos para quienes les tocó la china ardiente del volcán–, pero hubo épocas en que sí. Los vecinos de Elea o Poseidonia eran sibaritas de origen y de costumbre. Los marinos amalfitanos se bebieron los aires de la gloria, y sus nietos, como la gente sencilla de Sorrento, siguen con un cantar en la garganta.
Es lo que pide el sitio, el duende del lugar, el genius loci que decían los antiguos pompeyanos, quienes tampoco se quedaban mancos en cuestiones de jolgorio. Visitando las ruinas y los paisajes que rodean al Vesubio, tiene uno la grata sensación de estar amarrando un hilo que atraviesa las paredes del tiempo. Yo siempre lo pensé: la eternidad es algo que se contagia.

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