PERÚ

Seguir las huellas de la misteriosa civilización inca es uno de los atractivos de este país andino de inagotables sorpresas.

Por María Unceta
No es fácil trazar la frontera entre mito y realidad al hablar de Perú, el país latinoamericano que más atrae a los viajeros de todos los continentes. Pero especialmente para los españoles, enredados en las contradicciones que suscita la conquista de América, Perú nos sitúa entre el rechazo ante las tropelías cometidas contra la población indígena y la admiración por la hazaña de unos aventureros que parecían haber dejado el miedo y la cordura en sus lugares de origen. El Perú de los ricos metales y las maderas nobles que salían por el puerto de El Callao, el de las cumbres inaccesibles y los abismales desfiladeros de los Andes, el de la intrincada selva, las ciudades coloniales y las realizaciones incas y el de los mercados restallantes de colorido están presentes en el viaje imaginario y en el real.

Variedad y espectacularidad
Cuando, tras un montón de horas de autobús rodando desde Lima por la Panamericana, nos desviamos en Pativilca hacia el Callejón de Huaylas me hice cargo por vez primera de las dimensiones reales de este país. Los 4.080 metros de altitud del Paso de Conococha no eran sino el aperitivo; más allá esperaba el desfiladero por el que se abre paso la carretera entre paredes que cimientan las cumbres. Abajo, el río Santa; hacia la costa, la cordillera Negra; al este, la cordillera Blanca con alturas por encima de los 6.000 metros, y, encaramados a los riscos laterales, un rosario de pueblitos. Recuay, cabeza de una cultura preincaica, Yungay, donde se ven las consecuencias del devastador terremoto de 1970, o Caraz, con sus construcciones de adobe, jalonan el Callejón de Huaylas. Y en su centro, Huaraz, por donde pululan los montañeros, ansiosos por adentrarse en el Parque Nacional Huascarán.
El contraste entre la naturaleza impresionante de esta franja andina y la imagen de Lima, aplastada entre el agobiante tráfico y el telón plomizo de sus nubes, resulta abrumador. Pero la visión del Pacífico desde el mirador de Barranco, el barrio más agradable de la capital, ayuda a liberarse, igual que el Museo Arqueológico y el Museo del Oro son fundamentales para adentrarse en el intrincado mundo de las culturas precolombinas de Perú.
Si Lima fue capital del virreinato de Perú, Cuzco –Cusco, en quechua– lo era del imperio inca. Conocer esta ciudad portentosa y sus alrededores justifica por sí solo el viaje hasta Perú. Y eso debieron pensar Pizarro y sus acompañantes cuando, después de atravesar miles de kilómetros por montañas escarpadas, entraron en Cuzco el 15 de noviembre de 1533.

La conquista de Cuzco
Valiéndose de la alianza –probablemente una añagaza de los conquistadores– del príncipe inca Manco, revestidos de armaduras, montados a caballo y provistos de fusiles los españoles se hicieron dueños sin dificultad de la capital incaica que encerraba promesas de oro y tenía la clave del mítico imperio del Tahuantinsuyo.
En apenas un siglo, los incas, pobladores de las montañas del sur de Perú, habían logrado imponerse sobre los pueblos próximos y gobernar sobre unos diez millones de súbditos. Naturalmente, para conseguir tal hazaña emplearon la fuerza, pero para mantenerla crearon unas infraestructuras que dejan anonadados: una eficiente división administrativa para controlar sus extensos dominios, una red de más de 40.000 kilómetros de calzadas, una agricultura que superó las duras condiciones orográficas…
Si los conquistadores hicieron tabla rasa de esta civilización, no pudieron, sin embargo, acabar con las construcciones incaicas que asombran a los viajeros. Ciudades como Pisac, que además de las ruinas cuenta con uno de los más coloristas mercados indígenas del país, fortalezas como Ollantaytambo, colgadas de las montañas y erigidas a lo largo del valle sagrado del río Urubamba, encierran tanta grandiosidad como misterio. ¿Cómo pudieron cortar y subir por esas pendientes los inmensos bloques de piedra cuando, según se supone, los incas no conocían el hierro ni el acero para hendirlos, ni la rueda para transportarlos, ni tenían bueyes para el arrastre? ¿Qué funciones, defensivas o sagradas o ambas a la vez, cumplían estos recintos?

Una ciudad inca colgada del cielo
La mayor de las sorpresas aguarda a algo más de cien kilómetros de Cuzco: Machu Picchu, la ciudad ignorada por los conquistadores y oculta entre la maleza hasta su descubrimiento por el explorador estadounidense Hiram Bingham en 1911. Machu Picchu es un inmenso circo suspendido a 2.360 metros de altitud y encajado bajo la silueta de un cono rocoso, el Wayna Picchu. Un escenario en el que cada construcción, cada palmo de tierra dedicado al cultivo, cada camino o escalera parecen conducir a un punto invisible donde confluyen los ritos, los dioses y los ídolos, donde lo sobrenatural es el eje en torno al que gravitan las vidas. La sensación que produce estar rodeada de huacas –picos revestidos de poderes sagrados para los incas– es tan emocionante como recorrer las casas, templos, aras para el sacrificio, murallas, plazas y lugares de trabajo y de ocio donde se desarrollaba la vida de un millar de seres de esta extraordinaria civilización desaparecida hace 500 años.
En este santuario donde se rendía culto al Sol estamos algo más cerca de comprender no sólo la impresionante capacidad constructiva de los incas sino también sus creencias, su concepto de la belleza, su privilegiada relación con la naturaleza.
Si Machu Picchu representaba el reducto sagrado, Cuzco era la capital política y administrativa del imperio del Tahuantinsuyo. Aquí, los restos incaicos afloran bajo las construcciones coloniales. Sobre la plaza central que, según crónicas, era una inmensa explanada alfombrada de arena mezclada con virutas de oro y plata, los españoles levantaron la plaza de Armas. Donde estaba el palacio del rey inca Viracocha se erigió la catedral. Los muros ciclópeos del Coricancha, templo dedicadoal Sol y, al decir del inca Garcilaso de la Vega, recubiertos en su día de metales preciosos, sirvieron para sustentar el convento de Santo Domingo.
El trayecto en tren entre Cuzco y Puno es una experiencia tan larga –unas doce horas– como interesante por los paisajes de la puna poblados de rebaños de llamas y alpacas, y las paradas en las estaciones, auténtico hervidero humano. El punto de llegada es una ciudad poco atractiva, pero Puno es, sobre todo, el punto de partida para conocer el lago Titicaca, el gran mar interior que Perú comparte con Bolivia, situado a 3.800 metros de altitud.

Las islas del lago Titicaca
En el lago hay casi medio centenar de islas. Entre ellas, es obligado acercarse a la de Taquile. Los taquileños, que viven de la agricultura y de la artesanía textil y tienen cierta práctica con los turistas, mantienen algunas de sus tradiciones como la reunión comunitaria de cada domingo a la que acuden con sus ropas y sombreros tradicionales. Además, el viajero que pase una noche en Taquile difícilmente podrá olvidar ese cielo nítido donde las estrellas se hacen hueco a destello limpio.
El mismo tren que lleva de Cuzco a Puno enlaza esta ciudad con Arequipa en un trazado que es el más alto del mundo. Arequipa fue importante en los siglos xvii y xviii por ser lugar de paso del oro de Potosí y por el comercio de la lana de alpaca. Hoy, la imagen más característica es la del color blanco de sus edificios señoriales, haciendo juego con la cumbre del volcán Misti, un cono perfecto que, desde la plaza de Armas, parece casi accesible.
Aunque el camino es poco menos que agotador, merece la pena desplazarse desde Arequipa al Cañón del Colca, un desfiladero de 3.199 metros de profundidad y unos 50 kilómetros de largo, ante el que sólo cabe el sobrecogimiento. Un par de miradores, el de la Cruz del Cóndor y el de Tapay, permiten al común de los visitantes hacerse una idea de la inmensidad de este paraje mientras que los más aventureros pueden internarse hacia las profundidades en alguno de los trekkings organizados que salen desde Cabanaconde.

Pasado de esplendor en la selva
La selva peruana enclavada en el departamento de Loreto, fronterizo con Ecuador, Colombia y Brasil, es el lugar más lejano de este viaje. Con los dos últimos países comparte el curso del Amazonas, en cuyo margen izquierdo se levanta Iquitos, la legendaria urbe de los tiempos del caucho. A Iquitos sólo se puede llegar en avión desde Lima o navegando desde algún otro punto del río. El salto aéreo es un viaje a otro mundo: a la exuberancia, el calor y la humedad pegajosa del trópico, a las orillas de un río inmenso de aguas de color chocolate, a las huellas de un enriquecimiento que debió rayar en la locura. La explotación del látex a finales del siglo xix fue la base del desmedido negocio cauchero que se fue al traste hacia los años veinte del siguiente siglo ante la competencia del sudeste asiático. Aún quedan en Iquitos lugares que evidencian el paso fugaz del esplendor a la decadencia. Y quizás en sus mansiones desconchadas y medio devoradas por la maleza resida uno de sus atractivos.
Iquitos es, además, el puerto fluvial para internarse en la selva amazónica, y un lugar para degustar comidas genuinas como la sopa de tortuga o la carne de mono o de lagarto acompañadas de jugos de maracuyá o helados de aguaje. Iquitos es un lugar para olvidarse del mundo.

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