MONTAÑAS ROCOSAS

Son como una inmensa y pétrea columna vertebral que recorre Norteamérica de norte a sur. Y también una enorme reserv de escenarios naturales, casi vírgenes, protegidos por la extensa red de sus parques nacionales.

Por Daniel Wagman
Estoy en el Parque Nacional de Glacier. Por una de sus vertientes, las aguas emprenden viaje hacia el océano Pacífico; por la otra, hacia el Ártico. Algunos kilómetros más al sur, corren hacia el Mississippi y su destino final, el golfo de México. Éste es el corazón del imponente sistema de las Montañas Rocosas, que se extiende desde Canadá hasta casi alcanzar la frontera con México. Mi plan es recorrerlo en un viaje que me llevará a internarme por seis estados del oeste americano.
En mi primera noche en la montaña, ejecuto un complicado ritual que repetiré en la mayoría de los bosques de las Rockies. La presencia de osos me obliga a atar los víveres en los árboles, sobre ramas suficientemente fuertes para que un oso no pueda romperlas, pero bastante delgadas para impedirle trepar por ellas. En el rincón del parque donde me hallo, esta precaución es particularmente importante, pues aquí viven muchos de los 200 osos grizzlies que lo habitan. Aunque parecen tímidos, sus más de dos metros de altura y su enorme fuerza aconsejan evitarlos. En el pasado tuve dos encuentros con sus primos, los osos pardos, y, aunque en ambos casos ellos y yo salimos corriendo en direcciones opuestas, no me apetece tentar la suerte.
Durante un día de marcha, apenas tropiezo con nadie. Claro que el parque es enorme, 4.500 kilómetros cuadrados; además, la mayoría de los dos millones largos de visitantes anuales apenas se aleja de la única vía que lo atraviesa de este a oeste, la carretera «Yendo hacia el Sol». Con más de 1.600 kilómetros de senderos, otros tantos de ríos, picos de más de 3.000 metros, 200 prístinos lagos alpinos, espesos y frondosos bosques y una abundante fauna, el parque Glacier es un lugar para explorar durante semanas. Mi visita de tres días se queda por lo tanto bastante corta, pero la siguiente etapa hacia el sur no me decepciona.

Reservas indias
Una manada de quinientos bisontes me recibe en la reserva india de Flathead. Es el segundo grupo más importante después del de Yellowstone, una familia descendiente de los más de sesenta millones de búfalos que antaño dominaban las grandes llanuras al este de las Rocosas. En un primer momento, me quedo perplejo ante los innumerables carteles que prohíben tirar piedras a los animales; pero, después de estar una hora observando a estas nobles criaturas sin notar el más mínimo movimiento por su parte, entiendo el sentido de la advertencia. Resisto la tentación de provocarlas un poco.
Flathead es una de las muchas reservas indias incrustadas a lo largo y ancho de las Rockies. Pies negros, nez percés, utes, shoshones, cour d’Alenes, crows, arapahoes, jicarillas... forman parte de las tribus que han sobrevivido a las guerras e invasiones del siglo xix. Aunque siguen padeciendo problemas de racismo y discriminación, son muchos los grupos que han emprendido procesos de recuperación de su cultura. Casi todas las reservas tienen centros culturales que ayudan a mantener vivas las tradiciones; varias incluso han descubierto un truco legal para montar casinos en sus territorios y enriquecerse con sus ludópatas vecinos «anglos».
Llego a Missoula, mi próxima parada, dispuesto a darme un «baño de civilización» tras días de soledad y naturaleza. Missoula es una ciudad curiosa: sus 50.000 habitantes presentan una peculiar mezcla de espíritu pionero y ambiente cosmopolita gracias a los estudiantes de la Universidad de Montana. Aquí conviven modernos cafés con bares rústicos, yuppies con leñadores, literatos con cowboys.
Missoula contrasta con la cercana ciudad de Butte, capital del cobre y, antaño, feudo del anarquismo minero y escenario de algunos de los momentos más duros de la lucha de clases en el país.
Pese a que su paisaje está machacado por las innumerables excavaciones, Butte tiene un atractivo peculiar. La mezcla étnica y su tradición sindical han dejado una herencia poco común en las Rocosas, donde el culto al individuo,el conservadurismo y el predominio de la cultura «anglo» se convirtió en regla desde que Lewis y Clark llegaran aquí en 1804 con su histórica expedición.
Tres horas más al sur, ya en el estado de Idaho, llego al Monumento Nacional de los Cráteres de la Luna, doscientos kilómetros cuadrados de campos de lava con fantásticas y retorcidas formaciones. Las Rockies son en su mayor parte montañas de formación sedimentaria, pero hay diversos lugares donde la roca tiene su origen en erupciones volcánicas, y aquí puedo ver una de sus más recientes manifestaciones. En agosto, el calor es impresionante; algunas rocas alcanzan casi los cien grados de temperatura debido a la cercanía del magma a la superficie, un fuerte contraste con el frío que se registra en las cuevas de hielo que están a pocos metros de profundidad.

El parque de Yellowstone
Yellowstone es mi próxima parada. La madre de todos los parques –9.000 kilómetros de naturaleza– fue el primer espacio natural del mundo que obtenía la calificación de parque nacional en 1872, una idea revolucionaria para aquellos tiempos. Su centro lo forma una enorme meseta, en realidad huella de un gigantesco cráter resultante de la última erupción, hace 600.000 años.
Alrededor de esta caldera sobresalen numerosos picos de más de tres mil metros, pero quizá lo más impresionante es la increíble actividad geotérmica del lugar: más de la mitad de géiseres del mundo se encuentran en sus confines, incluyendo el mítico Old Faithful, que dispara su chorro de agua de 50 metros de altura más o menos cada hora. Las masas de visitantes han obligado a construir gradas para la observación; pero, como en todos los parques, si se camina un poco se pueden evitar las aglomeraciones. Yo elijo el camino Shoshone para perderme durante dos días por una de las zonas de mayor actividad termal de Yellowstone.
Grandes lagos, profundos cañones, altos picos, anchos valles y la reserva más importante de grandes mamíferos de EstadosUnidos hacen de Yellowstone una de las maravillas de las Montañas Rocosas. Pero es justo al sur, en el Parque Nacional de Grand Teton, donde para mi gusto se encuentran las montañas más impresionantes de las Rockies.

Uno de los lugares más bellos de la tierra
Varios senderos ascienden desde el valle de Jackson Hole y su enorme lago por los desfiladeros formados entre picos de casi cuatro mil metros. Escojo el cañón Paintbrush, de ascenso duro, pero compensado por el espectáculo que desde lo alto brindan los grandes circos alpinos con sus lagos de aguas cristalinas. Durante la marcha me acechan dos de los otros peligros de las Montañas Rocosas. El primero es un enorme alce que se pone a bramar, dispuesto, al parecer, a embestirme. A pesar de su afable y casi cómico aspecto, la mala uva de estos animales los hace casi más peligrosos que los osos; me alejo a toda prisa. El segundo peligro es un ranger, uno de los famosos policías de los parques, que me aborda en un lugar perdido en medio del monte acusándome de no haber enterrado debidamente mis excrementos, y me amenaza con una multa de cien dólares; después de comprobar que mis huellas no coinciden con las del delincuente que buscaba, me deja marchar.
Una parte importante de los 1.500 kilómetros cuadrados de este parque fue un regalo personal de Rockefeller al gobierno de Estados Unidos; me pregunto qué recibiría el magnate a cambio de uno de los lugares más bellos de la Tierra.
Me adentro ahora en la parte más oriental de las Rockies, la del estado de Colorado, una de sus zonas más emblemáticas. Las Rocosas de Colorado ocupan seis veces más territorio que los Alpes suizos, y cuentan con más de cincuenta picos que superan los 4.250 metros de altura.

La diversidad de Rocky Montain
En su corazón se halla el Parque Nacional de Rocky Mountain, con una gran diversidad de ecosistemas: desde tundra alpina a desiertos, glaciares y profundos cañones con exuberante vegetación. Su proximidad a la dinámica ciudad de Denver hace que reciba al año más de tres millones de visitantes; pero por lo accidentado del terreno, gran parte del parque sólo es accesible a los senderistas aguerridos. Más al sur, el Monumento Nacional Great Sand Dunes no encaja bien con la imagen típica de las Rocosas, pues abarca docenas de kilómetros de gigantescas dunas de arena. Pronto descubro que andar por ellas es mucho más duro que los ascensos realizados en Rocky Mountain; acabo con agujetas en músculos que ni siquiera sabía que existían.
Para aliviar mi maltratado cuerpo aprovecho uno de los grandes alicientes de esta parte de las Rocosas, las aguas termales. Al amparo de sus centenares de fuentes se han levantado balnearios, aunque para mí son más atractivas las piscinas situadas en plena montaña. En la cordillera de San Juan, a pocos kilómetros al oeste de Great Sand Dunes, se halla la fuente termal de Rainbow. Hay que andar diez kilómetros para llegar, pero merece la pena, y seguro que habrá poca gente para compartir la pequeña piscina de agua caliente.
El sudoeste de Colorado fue importante zona minera, y escenario de muchas leyendas de bandidos y pistoleros. Butch Cassidy llevó a cabo su primer atraco en Telluride, Bat Masterson fue marshall de Silverton, y Wyatt Earp y su compinche Doc Holliday realizaron muchas fechorías por aquí. A pesar de la creciente explotación turística de la zona, que incluye pistas de esquí y actuaciones un tanto horteras –como tiroteos callejeros–, aún hay pueblos que mantienen bonitos ejemplos de la arquitectura posvictoriana de finales del siglo XIX. También se han recuperado varios trenes mineros que ofrecen impresionantes rutas por las montañas.
A mí, sin embargo, me interesa sobre todo el Parque Nacional de Mesa Verde, donde se hallan algunas de las más grandes y mejor conservadas estructuras de los anasazis («los ancianos»), los indios que poblaban la región hasta el siglo xiii y posiblemente antepasados de losactuales indios pueblos. Entre los muchos restos arqueológicos destacan sus edificios de piedra de varias plantas, construidos al borde de imponentes precipicios.
La última parada de mi recorrido por las Rocosas es la población de Taos, en Nuevo México. Situada en una zona de gran belleza entre las montañas de Sangre de Cristo y el río Grande, Taos, Patrimonio de la Humanidad, mezcla herencia colonial española, una larga tradición artística comunitaria y el encanto de una de las villas más interesantes de las diecinueve tribus de la cultura pueblo. La aparente integración de la población en la civilización «moderna» contrasta con la actitud de la joven que me guía. En un momento dado, se para y acaricia una mariposa con los dedos, tras lo cual me explica que es su hermano, muerto en una caída el año pasado. A continuación me advierte que no debo tocar nada, ya que una pluma en el suelo quizás está allí por algo y, si la toco, ¡puede que dentro de seis meses se enferme alguien de mi familia!
Dos semanas he invertido en el recorrido por las Rocosas. He asistido a dos rodeos y he entrado en innumerables bares de vaqueros con su música country. He comido un estofado de ardilla preparado al estilo indio. He descendido un trepidante río en piragua y caminado más de 150 kilómetros por algunos de los paisajes más bellos de mi vida. He visto castores, alces y águilas; esta vez, ningún oso. Pero me parece que sólo he disfrutado de una pequeñísima porción de lo que ofrece este increíble reducto del mundo, las Rockies.

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