LISBOA

Un paseo por las calles empinadas de esta atalaya sobre el Tajo nos traslada a un poema antiguo, de cuando Lisboa era la reina de los viajes de ultramar.

Por María Unceta
No hay manera de concebir la capital portuguesa sin el Tajo, hasta el punto que desde todas las alturas de Lisboa se controla este río remansado en el estuario e intensamente poblado en sus dos orillas. Por ese motivo, en mi última visita a Lisboa, me propuse descubrir la ciudad utilizando el gran río como eje de mis recorridos y de mi deambular.
Mi propósito me proporcionó la disculpa para embarcarme en un pequeño crucero que hace el trayecto de punta a punta del estuario. Luego habría tiempo para completar esa visión desde tierra firme. Para ello me dirigí al embarcadero situado al este de la Praça do Comércio. Terreiro do Paço –«terraza del palacio»– siguen llamando los lisboetas a este suntuoso espacio cuadrado, amarillo y blanco, realmente palaciego –aunque sus edificios albergan hoy oficinas ministeriales– y un auténtico vestíbulo que debía ser atravesado por los visitantes ilustres que entraban en la ciudad desde el mar.
En el Museo da Cidade de Lisboa, un grabado reproduce la escena del desembarco de Felipe III el 29 de julio de 1619 en el Terreiro do Paço. Si traigo a colación el grabado no es por la referencia al rey de España, a quien los portugueses consideran un ocupante de su país, sino por la imagen del anchuroso Tajo repleto de carabelas y embarcaciones de remo.
Tras una larga travesía, los navegantes de ésta y otras muchas escenas pondrían pie a tierra en Lisboa y subirían los amplios escalones de mármol que dan acceso a la plaza, en la actualidad uno de los asientos preferidos por los turistas para contemplar las vistas del río, aunque ahora está manga por hombro debido a las obras del metro. Pero, en el siglo xviii, aquello debía de ser entrar por la puerta grande, con el recibimiento de la estatua del rey José I a caballo y con la visión, al fondo de la plaza, del monumental arco que da paso a la Rua Augusta y a la Baixa racionalista y simétrica levantada por el marqués de Pombal después del terremotode 1755.

Recorrido por el Tajo
El barco turístico abandona lentamente un muelle desangelado situado junto al de Cais das Colunnas, éste sí una estación marítima con todas las de la ley. Con altos pilares de mármol, escudos en azulejo de las ciudades portuguesas sobre los muros, trajín de pasajeros y vuelo alocado de palomas por el interior del recinto, del muelle das Columnas salen los transbordadores que llevan a Barreiro, Montijo y Calcilhas.
Nosotros giramos hacia el fondo del estuario, en dirección al puente Vasco de Gama y la zona donde se levantó la Expo 98. Tras una primera línea de grúas y barcos varados, aparece la impresionante imagen de las colinas donde se apiñan los barrios de Alfama y Graça, corazón popular de la ciudad, el primero de clara ascendencia árabe.
Es fácil extasiarse ante la visión de las fachadas amarillas, rosas y rojas, los cientos de ventanas como ojos vueltas hacia nosotros y la acumulación de azoteas, buhardillas y antenas que decoran este barrio. La lentitud del barco permite recrear el espectáculo durante un buen rato. Sobresalen del conjunto abigarrado las murallas del castillo de São Jorge y las cúpulas de varias iglesias, pero sobre todo la mole blanca de las dos torres de la basílica de São Vicente de Fora, patrón de la ciudad, construida por Felipe Terzi cuando Felipe II reinaba en Portugal.
En estos barrios, las calles son intrincadas y envolventes. Para apreciar todo su encanto hay que subir y bajar por las calzadas empinadas, aspirar los olores intensos a cilantro y albahaca que dominan esos callejones engalanados con ropa tendida y de una limpieza impecable, asomarse al mirador de Santa Luzia, tomar una cerveza en la vecina terraza del Largo das Portas do Sol o hacer un alto en el Café do Electrico, en la esquina de la Rua do Salvador.
Hoy es sábado y a esta hora, en el Campo de Santa Clara, a dos pasos de São Vicente de Fora, no cabrá un alfiler entre los puestos de la feria da Ladra, el rastro lisboeta de mayorsolera. También, entre los sonidos del ambiente, sobresaldrá el repiqueteo del tranvía 28.

El tranvía más clásico
Aunque me noto mecida por el barco que me transporta, no puedo evitar imaginarme en el asiento de madera del tranvía a su paso por Alfama. Conducido por un malabarista de los raíles, sigue un trayecto azaroso, sorteando curvas y coches mal aparcados, haciendo sonar la campana y realizando piruetas para tomar recodos imposibles, hasta depositar a los pasajeros cerca del mirador de Graça, lugar de cita nocturna de románticos sin remedio.
Mi cabeza y las de los demás compañeros de crucero se vuelven hacia atrás para seguir contemplando la visión del barrio de Alfama mientras el barco pasa por delante de las Docas, antiguos almacenes portuarios, todos iguales con sus tejados a dos aguas, reconvertidos en restaurantes y bares donde se toma pescado fresco y se apuran copas al arrullo de la música más actual.
Los ritmos africanos y los sonidos tecno se suceden en esta nueva zona de ocio, especialmente concurrida en las noches del largo verano lisboeta por un público alternativo que llena la Casa do Fado, en el cercano Largo do Chafariz de Dentro. Hay que decir que el melancólico y apasionado fado no se estancó en la época de su intérprete más conspicua, Amália Rodrigues, sino que se ha seguido renovando con voces como las de Cristina Branco, Mísia o Mariza, esta última la más en boga actualmente en Portugal.
Seguimos avanzando hacia el fondo del estuario hasta ver de cerca la leve silueta del puente Vasco de Gama, obra de ingeniería tan impresionante como sutil en su trazado, que une el este de la ciudad con Montijo; en total, trece kilómetros de orilla a orilla.
Una breve «escala» en el Parque de las Naciones me permite aprovechar la ocasión para recorrer las instalaciones que se crearon con motivo de la Expo 98. El Oceanario, con un inmenso acuario en su interior, fue el pabellón más concurrido en aquel acontecimiento.

El barrio que surgió de la Expo
Pero fue la Estación de metro y ferrocarril Oriente, con sus gigantescos arcos a medio camino entre una catedral gótica y un palmeral diseñada por Santiago Calatrava, una de las obras más festejadas. Particularmente, de todo este moderno complejo de ocio, que en unos pocos años ha convertido su entorno en la zona residencial más cotizada de Lisboa, me quedo con el elegante pabellón Blanco.
De una sobriedad apabullante, el pabellón fue construido por Alvaro Siza, el más prestigioso arquitecto portugués a quien se encargó también la reconstrucción de los edificios destruidos en el barrio del Chiado tras el incendio de 1988.
Tras esta breve visita por los terrenos de la Expo, el barco gira ciento ochenta grados y pone rumbo al oeste, hacia donde el Tajo se funde con el mar abierto. A nuestra izquierda, en la orilla sur, Montijo, Moita, Barreiro, Calcilhas, Almada, pequeños núcleos que dejan ver una mezcolanza de casas y chimeneas de fábricas, depósitos de combustible y embarcaderos. Pero hay en esta orilla dos imágenes que eclipsan cualquier otra. Una es la del puente 25 de Abril, gigantesca estructura roja bajo los rayos del sol, con sus pilotes hundidos en el agua y sus tirantes que cuelgan del cielo; el barco se vuelve mínimo ante esta colosal pasarela de hierro que hasta 1974, año de la revolución de los claveles, llevó el nombre de Ponte Salazar, por el dictador que lo mandó construir.

Vistas desde las alturas
También relacionada no con uno sino con dos dictadores está la estatua de Cristo Rei con sus 28 metros de altura, sus brazos extendidos como la estatua del Cristo Redentor de Río de Janeiro –de la que es copia– y su pedestal de casi 100 metros. Fue un regalo que Francisco Franco hizo a su colega Antonio de Oliveira Salazar. Como lo cortés no quita lo valiente, recomiendo la ascensión hasta la base de la estatua desde donde la panorámica sobre Lisboa es realmente magnífica.
Unas vistas totalmente diferentes nos depara la otra orilla. Debemos girarnos de nuevo hacia la ciudad y fijar nuestra atención en la colina que se levanta a la izquierda de la grandiosa Praça do Comércio, tras la que se esconden las animadas calles y plazas de la Baixa: la Rua Augusta, peatonal, adoquinada y hervidero humano durante el día, la Rua da Prata, la Rua Áurea o la dos Sapateiros, con olor a pasteles y a mar, que conducen a una tríada de plazas a cual más atractiva: Da Figueira, Rossio y Restauradores. Los edificios de la colina que comparten el Chiado y el Bairro Alto tienen, vistos desde el río, mayor empaque que los de Alfama y en su colorido dominan los tonos amarillos. Son construcciones de aire clasicista que hacen de fachada ribereña a dos de los barrios clave de Lisboa.
La manera más recomendable de subir al comercial y literario Chiado es tomar el elevador de Santa Justa.

Maravillosos ingenios lisboetas
Desde arriba, uno se queda atónito ante la Lisboa que se extiende a nuestros pies, aunque la pasarela que lleva directamente a las fantasmales ruinas de la iglesia do Carmo está ahora cerrada.
Decía la escritora americana Mary McCarthy que Lisboa es una ciudad llena de inventos ingeniosos como mecanismos de juguete: ascensores, tranvías, teleféricos… Lo cierto es que cada vez que utilizo uno de estos funcionales transportes me siento jugando… a turista. Al final de la Rua do Arsenal –un muestrario de antiguos colmados donde se apilan exangües y saladas carnes de bacalhao, ferreterías y tiendas de pájaros– arranca la Rua do Alecrim, que sube directamente al corazón del Chiado.
Es éste un recorrido que hace a diario el protagonista de la novela de Saramago El año de la muerte de Ricardo Reis para desembocar en la Rua Garret junto a las estatuas de sus dos escritores favoritos, Camões y Pessoa. El primero, agobiado por las palomas, permanece erguido en el centro de su plaza; el segundo espera sentado en una mesa en la terraza del café A Brasileira, lugar al que los devotos del poeta y turistas acuden en peregrinación.Es difícil encontrar un enclave tan variopinto como el Bairro Alto, donde las calles, tiendas y viviendas más populares se codean con un ambiente de nueva bohemia. Restaurantes africanos, minúsculos y oscuros talleres artesanos, bares de moda, estudios de arquitectura, casas de fado y locales de los diseñadores más reconocidos conviven en las cuestas y calzadas, calles adoquinadas y recónditos callejones.
Sigue nuestro deslizar por el río y se suceden las grúas y el trajín de los muelles. Desde mi asiento de la cubierta distingo uno de mis lugares predilectos de visita: el Museo Nacional de Arte Antiga, encumbrado al final de la Rua das Janelas Verdes sobre una monumental escalera que baja hasta el nivel del río; siempre es un placer deambular por sus salas repletas de joyas artísticas.

Casas señoriales y descubridores
Igual de placentero es perderse por las calles del barrio de Lapa –donde se halla el museo– entre mansiones señoriales venidas a menos y tapias misteriosas por las que asoman las jacarandas.
Por primera vez en toda la travesía, cuando dejamos atrás el puente colgante 25 de Abril, unas pequeñas olas levantan la proa del barco. Nos acercamos a la desembocadura del Tajo y al barrio de Belém, donde el río en su último tramo homenajea a los marinos y descubridores de continentes. Todo en Belém tiene dimensiones de océano y de epopeya, desde el inmenso monasterio de los Jerónimos, levantado en el siglo xvi por don Manuel el Navegante, hasta los volúmenes faraónicos del Centro Cultural de Belém, inaugurado en 1990, pasando por la explanada de la Praça do Imperio.
La luz del atardecer da un ligero tono rosáceo a la blanquísima fachada del monasterio mientras en el interior de su iglesia en penumbra cobran un aire de fantasía submarina las inmensas columnas a las que parecen haberse adherido medusas, nenúfares y estrellas de mar. No menos sugerentes se muestran también las bóvedas con relieves de maromas que amparan los sepulcros del navegante Vasco deGama y del poeta Lluis de Camões.

Un barrio con vistas al río
En Belém se acumulan jardines, palacios y museos. El tirón turístico de este barrio de las afueras de Lisboa ha llevado a construir puertos deportivos, terrazas, hoteles de lujo y espaciosos restaurantes. Pero, si de contemplar el río se trata, nada mejor que acabar la visita encaramándome a la terraza del monumento a los Descubrimientos, frente al monasterio de los Jerónimos, una obra de dudoso gusto erigida en 1960 para evocar las gestas del pasado imperial, o sentirme transportada a un mundo de aventuras, tormentas y riquezas desde lo alto de la Torre de Belém.
Con sus ventanas de filigrana gótica, enmarcada por almenas y emergiendo de las aguas, la torre es una obra maestra del arte manuelino y la avanzadilla del Tajo en el mar. Durante siglos, sirvió de baluarte defensivo de la ciudad frente a los barcos enemigos y de punto de llegada de los cargamentos de especias y oro que las naos portuguesas acarreaban de Brasil y de los puertos de Asia. A partir de este monumento se abren las aguas plateadas del Atlántico, el inmenso, temido y ambicionado océano de los descubridores.

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