ISLAS DE ESCOCIA

Las Highlands son tierras de clanes, gaitas, brumas y acantilados. Son Escocia pura. También son la base perfecta para explorar sus islas: desde las más famosas y pobladas Hébridas, al oeste, hasta las antiguas Orcadas y las islas Shetland, las más inexploradas y salvajes del norte escocés.

Por Pilar Tejera
La anciana taquillera de la compañía de transbordadores me enseña, con una extraña sonrisa, el único diente que le queda. Su semblante, surcado por profundas arrugas, encaja a la perfección con este entorno de inhóspita belleza.
–Guan tiket tu Orkey Island, plis.
–Go an back?
–No, only gou.
–Spain mucho bonito también, Valencia, Alicanta, mucha pallela, mucho sun.
Inverness, qué le vamos a hacer, no tiene ni pallela ni sun, sino fish & chips, niebla y chirimiri. Pero la capital de las Highlands tiene otras compensaciones. Además, si a Escocia le quitaran la lluvia y las brumas perpetuas, sus castillos y lagos con fantasma y monstruo incluidos no tendrían el encanto que tienen.

Leyendas de tierra y mar
Rumbo a la pequeña población de John O’Groats para tomar el barco que me conducirá a las islas Orcadas, la lluvia y el eco de los truenos forman un telón de fondo ideal para recrearse en una escaramuza de Rob Roy. Sólo falta algún fantasma jacobita penando con sus cadenas sobre el perfil de las torres semiderruidas. No, no hay fantasmas, pero la bruma azul que envuelve las formas trae a mi imaginación leyendas gaélicas e historias de pescadores de ballenas cuyas maldiciones me parece oír procedentes del cercano mar. En la oscuridad, las luces de los pueblos de Thurso y Wick centellean bajo un dosel de estrellas de todos los tamaños, entre el soplido del viento y el olor a mar abierto que llena el estrecho de Pentland.
Orkney, conocida aquí como «Mainland», es la isla más grande de las Orcadas. En su historia se mezclan hechos que propician la leyenda. Por ejemplo, la piedra dormida de la catedral de St. Magnus, en Kirkwall, narra avatares de los pobladores escandinavos pasados a cuchillo por los condes escoceses que llegaron después. Un puñado de piedras dispuestas en círculo aquí y los restos de una cámara mortuoria alzándose allá, revelan prácticas ceremoniales practicadas en la isla haciael año 2000 a.C. Por su parte, el cementerio de barcos hundidos habla de las fragatas holandesas, francesas o españolas que asediaron las islas durante siglos. Más reciente, los riscos de esta isla de granjeros y gaviotas, sembrados de armamento pesado, las sitúan en el escenario bélico de las dos guerras mundiales.

Tesoros por descubrir
Pero aquí quien más historias conoce del pasado de las islas es un albañil llamado Norrie Wood, que acostumbra a recoger todo lo que encuentra con su azadón y ha legado la mejor colección de cerámica, pintura y mobiliario al Norwood Museum, situado muy cerca del pueblo de St. Mary’s, que por cierto tiene el único motel de las Orcadas, el inefable Commodore.
A lo largo de los diques de Churchill Barriers, que unen Orkney con Burray y South Ronaldsay, el viaje se realiza a través del corazón más épico del mar del Norte. En South Ronaldsay, sembrada de pueblos pesqueros y bahías recoletas, parece como si uno se hubiera extraviado en un cuento de piratas y bucaneros.

El viento, señor de las islas
Las pequeñas poblaciones de St. Margaret’s Hope y Smithy sólo se ven alteradas en otoño, cuando las focas llenan con sus gritos la bahía de Wind Wick y resulta casi un acto emocional contemplar las reliquias megalíticas tan reverentemente guardadas en el tiempo.
A un kilómetro al norte de Orkney, la isla de Rousay se precipita sobre las aguas desde sus profundos riscos como si tomara el pulso al viento. Cuando el viajero descubre en el puerto el puñado de casas blancas que constituyen el único asentamiento urbano de esta isla de doscientas almas, una repentina sensación de desamparo se apodera de él. Pero luego, el reguero de turistas que serpentea por las ruinas prehistóricas o las canciones gaélicas que salen de las tabernas vuelve a llenar de vida a la pequeña y encantadora Rousay.
Otro balcón abierto a la enormidad del cielo y el mar es North Ronaldsay, la más septentrional de las Orcadas. Encerrada en sí misma y sin puertos naturales, este zulo de granjeros y pastores ofrece albergue a las aves en su ruta hacia Islandia, Groenlandia o Escandinavia.
Al norte de las islas Orcadas, un centenar de islas e islotes flota como restos de un naufragio en medio del océano. Son supervivientes en su lucha contra las embestidas del viento, el hielo y el mar, que llevan siglos asediándolas. Se trata de las Shetland. De ellas, sólo quince están habitadas, el resto es pasto de las aves, orcas y focas. Shetland, la Mainland local, es la más frecuentada por los turistas y veleros que se concentran en verano en el puerto de Lerwick, cuyos viejos edificios aún esconden historias de balleneros y contrabandistas.
De regreso al continente, Inverness asoma de nuevo con la silueta familiar del castillo, la vieja catedral de San Andrés, vestida con sus ropas neogóticas pasadas de moda, y la torre del Ayuntamiento acaparando los últimos rayos del sol. Inverness está unido a Fort William por el Caledonian Canal, proyectado sobre la fosa tectónica que parte las Highlands en dos y a la que aquí se conoce con el nombre de Great Glen.



El encanto de las Highlands
A lo largo de esta sima se alimentan las aguas de cuatro lagos: Ness, Oich, Lochy y Linnhe. En verano es frecuente toparse con las flotillas de pequeñas embarcaciones que sortean las esclusas de madera a lo largo de los 35 kilómetros navegables del canal.
A orillas del lago Ness se alza la severa belleza del Urquhart Castle, y más al sur, los restos de Fort Augustus, reconvertido en abadía benedictina.
Algo más hacia el sur, la brisa del Atlántico anuncia la proximidad de Fort William. De la vieja fortaleza levantada en honor de Guillermo III (siglo xvii) no queda nada y, a decir verdad, el reciente sarpullido de cafés y tiendas de recuerdos ha destrozado el añejo encanto de este paisaje fluvial. Sin embargo, cuando el sol pierde fuerza, Fort William, con las sombras cambiantes de laHébridas al fondo, el chapoteo de las barcas pesqueras y la nevada cima del Ben Nevis, recobra el encanto de una ciudad medieval.

Hacia las islas Hébridas
No lejos de allí y en dirección noreste, se llega al pueblo de Dornie, frecuentado en las rutas viajeras por su proximidad a la isla de Skye y por el castillo que le ha dado fama: el Eilean Donan, el cual, sobre todo por la noche, nos ofrece el semblante más puro de Escocia.
El conjunto insular que emerge en el noroeste de Escocia forma el doble racimo de islas Hébridas. El grupo interior, donde destacan en proporciones Skye, Mull, Jura e Islay, acusa su proximidad a tierra firme en sus puertos domesticados y el continuo chisporroteo del tráfico marítimo. En cambio, las islas exteriores, como Lewis y Harris, North Uist, South Uist y Barra, están barridas por el viento, trasquiladas de adornos y con su voluptuosa exuberancia intacta.
Skye es la gran puerta al archipiélago. La constante agitación de su puerto y la invasión de bead & breakfast, museos y comercios en sus dos principales ciudades –Broadford y Portree– han restado gracia a la isla, sin embargo su agreste geografía sigue vibrando ante la mención de la palabra leyenda. Skye era un mundo cerrado de pastores y pescadores hasta que el puente y el ferrocarril que la une con tierra firme la puso de moda entre la burguesía eduardiana hace más de un siglo. La isla huele a whisky y respira cultura gaélica por todos sus poros, y en el Skye and Lochals Festival, que tiene lugar cada agosto, ambas cosas corren a raudales. Pero ninguna descripción de Skye estaría completa sin mencionar las formaciones rocosas del norte, las Trotternish, o esos picos que dominan su paisaje, los Cuillins.
Mull, en cambio, la segunda isla en dimensiones hacia el sur, es un menudillo de paisajes mojado por las olas difícil de descifrar a primera vista; pero si se le da una oportunidad, el encanto de sus zonas de acampada, la sinuosidad de sus estrechas carreteras, el misterio sugestivo de sus dos castillos, el Torosay y el Duart, y la gracia victoriana de las poblaciones de Craignure, Dervaig y Tobermoray, producen un laberinto de sensaciones en el viajero que le lleva casi siempre a retrasar su partida.

Ciervos como vecinos
Si Skye es la conciencia gaélica del archipiélago y Mull un escaparate de paisajes despeinados por el viento, la isla de Jura es la estampa agreste de las Hébridas interiores. Los mejores monumentos de Jura son sus ciervos –que sobrepasan de forma alarmante el número de habitantes– y sus puestas de sol. Cuando el viajero que se aleja distingue las luces del faro pestañeando en la niebla del amanecer, comprende por qué Orwell halló en la pequeña Jura el escenario de inspiración para su gran obra 1984.
La pequeña Islay también huele a whisky de malta. Las cinco destilerías que todavía funcionan son parada obligada de todo recién llegado que algo achispado tras las catas de rigor se lanza a descubrir los pueblos de blancura nuclear que salpican el paisaje.

Naturaleza a ritmo de gaita
Centro político de las Hébridas durante la Edad Media, Islay es un daguerrotipo del pasado. Lo afirma la silueta del castillo de Finlagan y el sonido de gaitas y bailes folclóricos que la animan durante la celebración de sus festivales gaélicos. El viajero que busca animación en la isla se dirige al decimonónico Port Ellen o pone rumbo a Bowmore. El viajero solitario se pierde en cambio por los páramos de Loch Gruinart, para admirarse ante las acrobacias aéreas de las barnaclas, rayuelos y agachadizas que cada año sobrevuelan las salinas protegidas.
A medida que el barco se aproxima a esa columna vertebral de las Hébridas exteriores, los sentidos se preparan para vagar sin rumbo por la Escocia profunda. Lewis y Harris gana en dimensiones a cualquier Hébrida y ello le da ventaja a la hora de hacer recuento de patrimonio natural. En realidad, se trata de dos islas siamesas unidas por un estrecho cordón umbilical, que comparten espectaculares playas, profundos acantilados barridos por las olas, una arraigada cultura gaélica y la solemnidad que les confieren sus restos megalíticos.
Gran parte de la historia de Escocia tuvo lugar en este lado del mar y los nombres que bautizan la geografía, la música, la lengua y las costumbres no dejan de recordarlo. Hay quien sigue este rastro en el Museo Nan Eilean, en Stornoway, o en las Black Houses, viejas cabañas de piedra oscurecidas por el humo de la turba, que se extienden a orillas del mar. Otros, en cambio, prefieren perderse por el espejismo de redes y barcas de los pequeños puertos de Arnol, Tarbert o Leverburgh para enredarse entre las historias de pescadores jubilados.
Más al sur, en North Uist y South Uist, unidas por Benbecula, el paisaje cambiante de marismas y playas de arena
fina, las reliquias prehistóricas y las reservas protegidas se alían para no dar tregua a los pies y a la mirada. El puerto de Lochmaddy, con sus restaurantes de marisco y sus hotelitos victorianos, es una base perfecta para alquilar una bicicleta y explorar esta isla de paisajes llanos.

Las últimas Hébridas
En South Uist, las ruinas de la capilla medieval del encantador pueblo de Howmore y los diminutos cementerios desperdigados hablan de la fuerza de la fe católica en una isla donde nunca llegó la reforma. Y, aún más al sur, la pequeña isla de Barra coletea al compás de las nubes eternas que coronan el puertecito de Castlebay. Barra es una mezcla de amaneceres épicos y paseos solitarios, un paraíso donde el viajero despide de mala gana su viaje por Escocia.

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