ISLANDIA

Hielo y fuego han acuado durante siglos para configurar uno de los paisajes más sobrecogedores del mundo, una isla en perpetua transformación.

Por Úa Matthíasdóttir
Por Llegar a Islandia es como entrar en otra dimensión. Todo es diferente. El clima es sumamente inestable, ahora llueve, ahora hace sol. Tras un largo y oscuro período invernal con intensas heladas, la primavera en Islandia estalla en color mientras la luz del sol de medianoche ilumina el país de mayo a julio. En respuesta a los grises y blancos del invierno monocromo, el verde casi fosforescente del musgo contrasta con el negro de los campos de lava, los rojos, ocres y marrones de las montañas del interior, el azul del hielo prensado de los glaciares y los grises plomizos de los lagos. Y sobre todo ello se respira un aire cristalino que se mezcla con cielos inmensos, de nubes cambiantes.
Ni en el centro de la capital, Réikiavik, te sientes alejado de la naturaleza. Abundan los parques y jardines, y el salado aroma del viento inunda la ciudad en permanente recuerdo de la proximidad del mar. Los edificios, en su mayoría pintados de vivos colores, suelen ser bajos y las calles, anchas. Nada impide la contemplación de los cambiantes colores de las montañas que rodean la ciudad y reflejan en sus laderas el paso de las estaciones.
En sus obras, el pintor Jóhannes Kjarval logró captar muy bien los efectos que el paisaje islandés ejerce sobre los sentidos. Sus cuadros sobre la zona de Thingvellir recrean el aura de misterio y la serena belleza del antiguo parlamento de los islandeses, el Althingi. Los campos de lava áspera han sido cubiertos por una tupida colcha de musgo gris, amarillo y verde, bayas silvestres y abedules enanos, pero bajo la superficie se ocultan profundas grietas y hasta cuevas en la lava donde antiguamente se escondían los exiliados.
El cañón de Almannagjá, lugar de reunión del parlamento islandés tras la colonización de la isla en el año 874, es la parte visible de la gran falla del Atlántico Norte, donde el país se ensancha a razón de unos dos centímetros al año. Desde sus paredes, los jefes vikingos debatían e impartían castigos en las frías aguas del río Öxará, donde se ahogaba a brujos, adúlteras y asesinos. En el Althingi se discutían temas de interés local y se tomaban decisiones de importancia nacional, como fue la adopción de la fe cristiana. En la actualidad, en el vecino lago de Laugarvatn, un rústico baño de vapor se erige sobre una fuente termal que calienta convenientemente las aguas del lago donde los islandeses fueron bautizados a la nueva fe en el año 1000.

Hacia la cascada de Gullfoss
Más de mil años más tarde, Thingvellir sigue siendo un lugar sagrado para la mayoría de los islandeses, quienes se reúnen allí para grandes acontecimientos o simplemente para pasar un día agradable a las orillas de otro lago, el Thingvallavatn, donde proliferan las casas de veraneo.
Camino hacia Gullfoss –llamada la «cascada dorada» por la refracción del sol en el rocío sobre su gran masa de agua– el olor a azufre delata la actividad geotérmica de la zona de Haukadalur. Recuerdo de niña haber visto, entre asustada y maravillada, las erupciones de hasta sesenta metros de altura del gran Geysir, cuyo nombre es sinónimo de surtidor de agua caliente en tantas lenguas. El suelo temblaba cuando el agua fluía desde las entrañas de la tierra hasta salir propulsada en un colosal chorro que parecía que no se iba a acabar nunca. Hoy, la casi inactividad de Geysir se ve compensada por las columnas de agua hirviendo que lanza regularmente el vecino Strokkur.
Desde la orilla del río, la carretera, según dicen plagada de fantasmas, parte hacia los amplios espacios abiertos del interior de Islandia. Intransitable durante la mayor parte del año, el riguroso clima de los desiertos de piedra del interior del país imposibilita el asentamiento humano –las 284.000 almas que componen la población islandesa viven diseminadas por la costa, acariciada por las cálidas aguas de la corriente del golfo de México.
A pesar de eso, el interior del país es muy querido por los islandeses. Uno de los destinos favoritos es Landmannalaugar, detrás del glaciar Myrdalsjökull. Hasta aquí sólo se llega en vehículos especialmente equipados, y eso únicamente durante los meses de verano. El lugar se halla en medio de un paisaje desértico, rodeado de montañas de riolita con sus tonalidades rojas y amarillas y negros campos de lava. El silencio es tan absoluto que casi resulta opresivo. En un recodo del río, una oportuna fuente geotermal ha creado una piscina natural de agua caliente, idónea para descansar y estirar las piernas tras un día de arduas caminatas. Desde Landmannalaugar se puede hacer un trekking de varios días hasta Thórsmörk. Si no es a pie, el acceso a este lugar sólo es practicable en coches todoterreno que puedan atravesar ríos profundos, cuyos cursos cambiantes hacen inútil la construcción de puentes. Sin embargo, Thórsmörk, «el bosque de Thor», es muy visitado durante los fines de semana por los habitantes de Réikiavik. Es como un oasis verde entre montañas áridas y desnudas, con un aire perfumado por el aroma de líquenes y musgo, y de los abedules, alisos y serbales de los valles cercanos.
A lo lejos se divisa el contorno azulado del Hekla, el volcán más famoso de Islandia. En la Edad Media los padres de la iglesia lo consideraban el portal del infierno. Ahora, su aparente inocencia resulta engañosa: Islandia ha sufrido su ira más de 25 veces. Aunque muchas de las erupciones son lo que los islandeses llaman «turísticas»: explosiones fotogénicas que permiten un acercamiento relativo, pero que no ponen en peligro instalaciones ni vidas. En contraste con la actividad volcánica, el país cuenta con varios glaciares, entre ellos el Vatnajökull, el más grande de Europa.

Parque natural de Skaffafell
En un recodo del glaciar que lo resguarda de los efectos del viento se sitúa el parque natural de Skaftafell, otro vergel en medio de tanto hielo. Desde el parque es muy fácil subir a una de las lengüetas del glaciar y caminar sobre su enorme superficie. La tentación de adentrarse en esta gran extensión blanca es enorme, aunque no es muy recomendable, ya que es difícil orientarse y el tiempo puede cambiar bruscamente.
Los bordes del glaciar están cubiertos de arenilla y grava que el glaciar ha arrastrado consigo, pero, curiosamente, también de cenizas de la última erupción de Grímsvötn, uno de los volcanes situados bajo el helado manto del glaciar. Por si todo esto fuera poco, el paisaje sigue fascinando con la contemplación de los icebergs que flotan como estatuas blancas y turquesas en las gélidas aguas de Jökulsárlón, la laguna glaciar.
La actividad volcánica, presente en toda Islandia, es especialmente evidente en los alrededores del lago Myvatn, en el noreste. De hecho, una de las especialidades del lugar es el hverabraud, un delicioso pan negro que se cuece en alguna de las numerosas fuentes geotérmicas del área.
Dentro del mismo lago Myvatn se pueden ver los pseudocráteres de Skútastadir. A primera vista parecen bocas de volcanes, pero en realidad se formaron por la explosión de unas enormes burbujas en la lava incandescente debidas a una erupción de hace unos 2.400 años.
Los alrededores del lago también tienen fama de ser morada de elfos y de otros seres mitológicos. El áspero campo de lava de Dimmuborgir, literalmente «castillo oscuro», forma una especie de laberinto de lava con formaciones que según la mitología local son edificios de la gente oculta.
Desde el lago Myvatn, una carretera estrecha y llena de baches discurre hasta el Parque Nacional de Jökulsárgljúfur. Este es el territorio de Dettifoss, la cascada más impactante de Islandia. Después del estruendo creado por la enorme masa de agua que sin cesar cae por la estrecha garganta, resulta inquietante el silencio que se siente entre las rocas de Hljódaklettar, una extensión de piedra donde cada paso resuena y se multiplica.
El cañón de Ásbyrgi es, según la explicación tradicional, la marca dejada por una de las pezuñas de Sleipnir, el caballo volador de Odín, aunque los científicos mantienen que la formación del enorme cañón se debe a una inundación relativamente reciente causada por una erupción bajo el glaciar Vatnajökull y el consiguiente deshielo.
Otra cascada histórica, la de Godafoss o «cascada de los dioses», se encuentra de camino al pueblo de Akureyri. Se dice que cuando el Althingi decidió adoptar la fe cristiana, el hombre más poderoso de la zona, Thorgeir Ljósvetningagodi, mandó lanzar las efigies de los dioses a la cascada.
Las sagas siguen siendo un importante referente cultural en Islandia. De hecho, forman parte de la historia y del tejido social de toda la población. Las extensas playas doradas de la península de Snæfellsnes fueron testigos de muchas de las sagas y escenario de una de las obras más conocidas del premio Nobel islandés Halldór Laxness.

Baños de agua mineral
Cerca del glaciar soñado por Julio Verne como la entrada al centro de la tierra está Ingjaldshóll, antaño sede regional, pero ahora apenas una granja y una iglesia desiertas. Según cuentan, Cristóbal Colón pasó aquí el invierno de 1477 durante una visita a Islandia como mercader. Y en este lugar, dicen, fue donde escuchó las hazañas de Leifur Eiríksson y su hallazgo de la tierra de Vinlandia. Los locales sostienen que la información recogida durante su estancia inspiró el viaje de Colón a América en 1492.
En Snæfellsnes hay fuentes de agua mineral caliente, y en Lysuhóll los viajeros más arrojados tienen la oportunidad de bañarse en una piscina algo viscosa de agua mineral con gas. Cerca estaba la granja de Öxl, hogar del infame asesino Björn. Antes de su merecido fin a manos de la justicia, Björn arrendó los servicios de dos berserkir –guerreros mercenarios con poderes sobrehumanos– para abrir un sendero a través de la lava de Berserkjahraun, hasta entonces intransitable. Gracias a sus esfuerzos, hoy podemos cruzar la península por un sinuoso camino lleno de baches.
Desde Stykkishólmur se puede cruzar la bahía de Breidafjördur hasta la península de los Vestfirdir a bordo de un transbordador y ver de paso alguna de las numerosas islas que cubren la bahía. Por ejemplo, la de Oxney, donde vivía Erik el Rojo –padre del descubridor de América Leifur Eiríksson– hasta que fue desterrado a Groenlandia.
Cuenta la leyenda que dos trolls decidieron abrir un canal mientras competían en hacer más islas con los restos de tierra que excababan en los Vestfirdir. El troll situado al oeste creó cientos de islas en la actual bahía de Breidafjördur. Su compañero al este no tuvo tanta fortuna y, enfadado, arrancó un trozo de montaña y lo lanzó al mar: así creó la isla de Grímsey. Aunque la geología, más prosaica, habla de los efectos de la glaciación, resulta fácil entender el origen de tantos cuentos de seres mitológicos.
Fuertemente surcada por profundos fiordos y asolada por trágicos aludes de nieve, gran parte de Vestfirdir está deshabitada. En el siglo xvii, en el norte de la península –Jökulfirdir– toda la tripulación de un barco ballenero vasco moría a manos de los granjeros del lugar, entonces más numerosos que hoy. La zona ha ido quedando desierta a medida que la soledad y la incomunicación han vencido la resistencia de los lugareños. En la parte oeste algunos pequeños pueblos pesqueros sobrellevan los rigores del clima en fiordos tan estrechos que a veces pasan tres o hasta cuatro meses en verano sin ver el sol. Desde Ísafjördur, la población más grande, se puede ir en barco hasta el Parque Natural de Hornstrandir, inaccesible excepto en barco o a pie, y visitado sólo por los amantes de los parajes solitarios, en su mayoría islandeses.
El paisaje de Islandia no deja indiferente a nadie. A ratos dulce y hasta bucólico, a ratos desolado y gris, su encanto reside en la yuxtaposición de elementos encontrados y al proceso de formación que llevan a cabo en su terreno las poderosas y brutales fuerzas telúricas.Apesar del duro clima, el hipnótico espectáculo de los cielos barridos por los vientos septentrionales, el aire límpido, la tímida luz solar y la visión de las azuladas montañas en el horizonte, todo esto que ya ha pasado a formar parte del alma islandesa, acaba cautivando igual al visitante.

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