IRLANDA

En busca de las mejores pintas de Guinness, el autor nos guía por este país de brumas y costa recortada sin ningún refinamiento, donde realidad y ficción se mezclan sin disimulo.

Por Rafael Ramos
Los viajes empiezan mucho antes de poner el pie en la tierra prometida; cuando surge la idea, se hacen los preparativos y la mente empieza a volar. Incluso hay veces que esa parte es la mejor, ya que la realidad no responde luego a las expectativas. No es el caso de Irlanda.
Mi viaje comenzó en Londres, en un pub irlandés de la Kilburn Road –donde luego supe que miembros de un comando local del IRA se reunían los domingos a tomar la cervecilla–, un día de San Patricio, entre camisetas verdiblancas del Celtic de Glasgow y cánticos de una melancolía abrumadora. Y tras un par de meses de mucha lectura y muchos sueños, en ese estado de agradable anticipación que precede a los viajes, finalmente aterricé en Dublín, con una lista interminable de cosas que ver y hacer, y la llovizna perenne de estas islas.

En busca de la tierra prometida
Me instalé en un agradable hotel, propiedad de Bono –el cantante de U2–, a orillas del río Liffey y, ante la mirada perpleja de la concurrencia, desplegué un mapa del país sobre la barra del bar. Un guiri es un guiri en todas partes.
De las muchas fórmulas de la felicidad, no conozco ninguna tan infalible como el equilibrio entre uno mismo, su tiempo y su espacio. Tal vez también un poco de amor, pero no hay que ser ambicioso. Lo cierto es que aquella noche lluviosa yo tenía por delante tiempo, espacio y una tierra por descubrir, no quería saber nada del amor y me sentía la persona más feliz del mundo. Sólo necesitaba una ruta, un criterio para mi viaje. Había tomado notas, subrayado y hecho cruces. Sabía muchas cosas sobre Irlanda, pero no sabía por dónde empezar.
Una de las cualidades irlandesas es que los pubs cierran más tarde que en Inglaterra. Así que cogí los bártulos en busca de inspiración y me dirigí a Dohenny and Nesbitt, un chiringuito encantador de Grafton Street que presume de tener la mejor Guinness de Dublín. Una buena pinta del «oro negro» irlandés requiere una técnica muy sofisticada; entran en juego la temperatura a la que se almacenan los barriles de cerveza, la distancia desde la bodega al grifo, la presión a la que se sirve y el tipo de cristal del vaso; asimismo, tiene que ser a la vez cremosa y suave como el terciopelo. Los dublineses son capaces de pasarse horas discutiendo sobre cuáles son las mejores.
En el país hay más de doce mil pubs –más o menos uno por cada quinientos habitantes–, y de repente se me iluminó la bombilla. La búsqueda de las mejores pintas de Guinness de Irlanda era un criterio tan bueno como cualquier otro para recorrer la isla, y un tema que fascina a los nativos. En cuanto dejé flotar la pregunta en el aire se inició una discusión, y no precisamente de borrachos, porque la clientela natural del Dohenny and Nesbitt son políticos, periodistas, ejecutivos y gente del teatro que se relajan a la salida del trabajo. Y en cuanto pagué una ronda todo el bar empezó a bombardearme con nombres y direcciones de establecimientos, desde Wexford hasta Ballyshannon y desde Donegal a Tipperary.
Sin embargo, aún no estaba listo para hacer las maletas y dejar Dublín. Primero tenía que conquistar una capital de medio millón de personas, llena de misticismo y romance, de bruma y poesía.

Dublín, entre pasado y presente
En gaélico se llama «la ciudad del puente sobre el estrecho» (Baile Atha Cliath), aunque no hay ningún puente maravilloso, ni tampoco ningún estrecho. Debió de ser en otros tiempos, porque en Dublín el pasado y el presente, la realidad y la ficción, se entemezclan de una manera enrevesada. Un simple recado para comprar sellos en la Oficina General de Correos de la O’Connell Street es un viaje en el túnel del tiempo hasta el Levantamiento de Pascua de 1916, cuando 150 revolucionarios se alzaron contra el colonialismo inglés, se apoderaron del venerable edificio –en cuya fachada quedan todavía las marcas de las balas– y proclamaron la República irlandesa. La rebelión fue aplastada con facilidad, y catorce de los quince cabecillas fueron ejecutados sin misericordia. El único sobreviviente fue un tal Eamon de Valera, profesor de matemáticas nacido en Estados Unidos, de padre español y madre irlandesa, que se opuso a la partición del país cinco años más tarde y acabó convirtiéndose en el gran padre de la patria.
En mi búsqueda de la «pinta perfecta» –un viaje mucho más intelectual de lo que pueda parecer– encontré una ciudad de fabulosas mansiones georgianas de un ladrillo rojo que resalta especialmente bajo el cielo gris, y también de siniestros bloques de viviendas subvencionadas donde imperan la droga y la miseria, con banderas tricolores, fotos del Papa e imágenes de la Virgen en las ventanas; clasista, pero con un clasismo menos aparente que el inglés; elegante, y con un estado de ánimo tan variante como el tiempo. Seguí los pasos de Joyce y de Yeats, de Swift y de O’Casey, de Wilde y de Shaw.

Fútbol con sabor irlandés
Y cuando quise descansar de tanta literatura, compré una entrada para un partido de fútbol en el estadio de Lansdowne Road, fiándome de la buena fe del revendedor porque todo estaba escrito en gaélico. Los irlandeses son pillos, y resultó que me habían cobrado una pequeña fortuna por un boleto especial para estudiantes, en el gallinero del campo. Cuando llegué a mi sitio, el acomodador me guiñó un ojo: «Un poco mayorcito para ir al colegio, ¿no? Pase, pero no tape a las criaturas». En el descanso de aquel Irlanda-Bélgica me tomé la mejor pinta de cerveza de todo el viaje, y no fue una Guinness.
Un coche de alquiler con el volante a la derecha, un mapa de carreteras, colinas con ruinas de viejas abadías en lo alto, imponentes castillos como el de Kilkenny –de la dinastía de los Butler, que están emparentados con Anna Bolena y Enrique VIII y cuyos herederos viven en Chicago–, praderas tan verdes que debe de haber alguien sacándoles brillo, torres de iglesia, ruinas prehistóricas, leyendas de milagros y druidas, un sorprendente sol de primavera y tiempo por delante. ¿Se puede pedir algo más?
Próxima parada, Cork, donde me habían hablado de un pub de la Patrick Street que tal vez no tenga la mejor pinta de Guinness del mundo –un viaje demasiado largo desde la fábrica en Dublín–, pero que frecuenta el futbolista del Manchester United Roy Keane, una de las grandes celebridades irlandesas.

Lugar de retiro para famosos
Cork, la segunda ciudad del país, es en realidad como un pueblo grande, de alegres colores pastel, que presume de ser el París de Irlanda, aunque la comparación es francamente desafortunada. El único paralelismo que se me ocurre es que atrae a las estrellas de cine inglesas y norteamericanas, que han convertido la región en una especie de Beverly Hills con indescriptibles mansiones. El problema es que las enormes limousines blancas no caben en las anoréxicas carreteras rurales de curvas y más curvas, con vistas al Mar Celta; aquí, los rebaños de ovejas tienen prioridad sobre los coches.
Además de una ciudad agradable, Cork es la puerta al sudoeste de Irlanda, una tierra húmeda, acariciada por la corriente del golfo, y separada de Estados Unidos por miles de kilómetros de un mar con frecuencia brutal, sin ninguna barrera que suavice sus golpes. Me detengo en Kenmare –la capital gastronómica del país, con las ostras más frescas y las vieiras más hermosas del mundo–, pero antes, fiel a mi cruzada, pruebo la cerveza local en un pub de la calle Mayor. En la barra hay un par de sacerdotes picando patatas fritas con sal y vinagre. En una mesa, al fondo, observo a un grupo de monjas dicharacheras, charlando y riendo alegremente. ¿Es acaso imaginable una escena más irlandesa?
Irlanda es hoy una sociedad moderna y joven, con una economía dinámica que ha sacado un buen partido de la Unión Europea, fuerte inversión americana, alta tecnología y una renta per cápita superior a la británica. Pero la Iglesia católica sigue siendo una institución casi tan poderosa como el propio Estado, entre otras razones porque estaba ya allí, como la única expresión institucional del nacionalismo, cuando no había Estado.

Un país católico hasta la médula
La Iglesia controla casi por completo escuelas, hospitales y universidades, ha frenado las reformas en materia de divorcio y aborto, y un 86% de los habitantes asegura –sea cierto o no– que van a misa por lo menos una vez por semana. Conceptos como la penitencia, el martirio y la redención son parte del alma irlandesa.
Vuelta a la carretera, a disfrutar de las inclinadas praderas rocosas salpicadas de lagos del Anillo de Kerry, la bahía de Dingle y los imponentes acantilados de Moher. Sigue haciendo sol; Irlanda me trata bien. Pruebo la cerveza de Galway y Limerick –la ciudad de Las cenizas de Ángela–, y llego en ferry hasta las islas Aran.
En la península de Connemara, uno de los últimos bastiones del idioma gaélico, me quedo un par de días para dar largos paseos por su paisaje amenazador y sombrío, de un verde profundo, campos cicatrizados por muros de piedra y millones de ovejas. Pienso que es aquí donde me gustaría vivir, pensar, recrearme en los recuerdos, tal vez escribir esa novela. En el pub de Clifden no tomo Guinness, ni una cerveza rubia, ni whiskey irlandés; los locales insisten en que pruebe un explosivo licor hecho a base de cebada, levadura, agua y azúcar que se hizo popular en los tiempos de la prohibición.
La frontera con Irlanda del Norte es invisible, una maquinación política de la partición que ni siquiera respeta los accidentes geográficos y a veces incluso divide granjas cuyos propietarios dicen orgullosos que «duermen con la cabeza en el Reino Unido y el corazón en Irlanda».

La partición del territorio
No hay ningún aviso, ni puesto de aduanas. De repente, después de bastantes kilómetros, se advierte que las cabinas telefónicas son rojas, los buzones de correos llevan el emblema real y los bancos se llaman Barclays. El cambio es evidente cuando se llega al primer pueblo grande, porque el cuartel de policía es una fortaleza envuelta en alambre de espino y protegida con sacos de arena. Y no digamos en Belfast, donde las fachadas de muchas casas son murales del IRA o los paramilitares lealistas, y enormes planchas de acero irónicamente llamadas «murallas de la paz» separan los barrios católicos de los protestantes.
Del norte irlandés sólo me queda ver una atracción turística, la Calzada del Gigante. Pero antes, harto ya de cerveza, hago una escala en la destilería de whiskey Bushmills, la más antigua del mundo. Y tal vez sea el efecto del licor, o tal vez no, pero me creo a pies juntillas la leyenda de que un gigante celta colocó las treinta y siete mil columnas hexagonales de basalto para visitar por las noches a una novia que tenía en alguna isla del Atlántico Norte, en Islandia, en la costa escocesa, o quizás en Noruega. ¿Por qué no? Los viajes, al fin y al cabo, son sueños.
Regreso a Dublín, doblo los mapas y guardo los libros. Para despedirme, vuelvo al mismo pub de la Grafton Street donde empecé el viaje. Algunas caras me resultan conocidas pero nadie me saluda. No tengo ganas de enrollarme. Llueve. Pido mi última media pinta de Guinness, simplemente por ser fiel a la tradición, y reconozco que soy incapaz de decir si es mejor o peor que cualquier otra. Esa sabiduría se la dejo a los irlandeses.

Encantadora alma irlandesa
Lo que sí he descubierto es un país joven y alegre, donde se bebe mucho y se habla más; con gente dinámica y a la vez melancólica que sabe ridiculizarse a sí misma y tiende a exagerar, inocente y cruel, capaz de dar el alma y de matar por un símbolo, de soñadores y literatos, de escudos y leyendas, en conflicto permanente, marcada a fuego por el catolicismo, llena de pecados y de penitencia. Irlanda es un país trágico y sorprendentemente optimista. Recuerdo lo que me dijo unborracho en un pub cualquiera de los visitados: «Sólo hay que preocuparse de dos cosas, o estás sano o estás enfermo. Si estás sano no hay de qué preocuparse. Si estás enfermo hay dos cosas de qué preocuparse, o te vas a curar o te vas a morir. Si te vas a curar no hay de qué preocuparse. Si te vas a morir hay dos posibilidades, o irás al cielo o irás al infierno. Si vas al cielo no hay de qué preocuparse. Y si vas al infierno estarás tan ocupado saludando a los amigos que no tendrás tiempo de preocuparte de nada». Excepto, quizá, de dónde se bebe la mejor Guinness del mundo. A su salud.

0 Comments:

Post a Comment