INDIA DEL SUR

De la costa meridional india salían las especias más exóticas hacia los mercados del mundo. Estar en estos escenarios y notar el misticismo de sus templos, es una experiencia única.

Por Ricardo Mir
Estoy sentado en la intersección de dos mundos. Altivos edificios victorianos y una universidad gótica de porte aristocrático rodean el parque Oval de Mumbai –antes llamada Bombay–. Sobre el césped húmedo del trópico se disputan partidos de críquet, sestean boca abajo despreocupados policías y se escenifican rituales de conquista, como ese chico que suavemente extiende su pañuelo para que se siente ella. Un hombre se me acerca: se llama Tzepal y es tibetano. Durante años, este hijo de pastores nómadas ha soñado con bajar del techo aislado del mundo. Quería peregrinar a los santos lugares budistas de la India y Nepal; sentirse libre fuera de la mirada policial china contemplando el mar, vagando entre neones de modernidad en busca de su paraíso terrenal más allá del Himalaya. Este viaje iniciático le ha llevado al punto de partida hacia el sur, a Mumbai.

La ciudad de las promesas
Mumbai es toda una metáfora de la ciudad de los sueños indios. Es la capital de la ostentación, del glamour y del occidente a orillas del Índico. El escenario levantado sobre siete islas, donde estrellas de cine, millonarios, políticos, corredores de apuestas y variopintas mafias recrean su propia versión del Nueva York de Scott Fitzgerald. Recubierta de carteles chillones que venden la quimera cinematográfica de Bollywood, la ciudad corre a un ritmo endiablado, debatiéndose entre ejercer de garante de las tradiciones o de avanzadilla capitalista para esa nueva India tecnológica, hija del microchip, que tiene como referentes las ciudades sureñas de Bangalore y Hyderabad.
Hasta en los bazares de Kalbadevi y Bhuleshwar, donde el exceso de realidad se torna a menudo irrealidad, empleando una frase de Octavio Paz, embajador en la India, se negocia con urgencia, como si subirse al tren del progreso dependiera de unos cuantos minutos. Todos los contrastes de esta megalópolis quedan patentes en la antigua avenida de Marine Drive.Flanqueada por edificios de apartamentos de estética art déco, los atónitos ojos de esa India rural sin fecha de nacimiento contemplan cómo los triunfadores practican esquí acuático o se acercan en sus lanchas hasta la orilla atestada de paseantes.
Busco reposo a la frenética actividad de Mumbai yendo hacia el sur. El tren discurre entre las suaves vertientes de la cordillera de los Gaths occidentales y el mar Arábigo, un solitario interregno de playas tropicales, fuertes coloniales y pueblos de pescadores sin mácula del turismo de masas. Poco antes de llegar, el resplandor de las playas alborota a los adormecidos viajeros con los que comparto vagón. Desenfundan gafas de sol, se cubren con gorras de béisbol y cantan para celebrar las inminentes vacaciones.
Estamos en Goa, el llamado Algarve indio, un territorio diminuto que estuvo ocupado por los portugueses desde 1510 hasta 1961, un lugar en el que los templos hindúes dan paso a un catolicismo de santos, crucifijos y sobrias iglesias, los niños juegan al fútbol en vez de al críquet y la India abstemia se deleita en los bares con vino de Oporto.

Fusión de costumbres
En Goa, la dieta vegetariana se combina con estofados de chouriso, ternera y carne de cordero; y las casonas con porche, revestidas de vivos colores, responden a nombres como Villa Clementina o Villa do Minho. Goa es la cara más indulgente y hedonista de la India, un paraíso de tintes mediterráneos. Su litoral, desde Arambol a Palolem, está formado por espolones verticales de tierra rojiza que enmarcan sugerentes playas de palmeras y cocoteros.
Colonizada por los hippies desde principios de los sesenta, la Goa psicotrópica se reúne los miércoles en el mercado de Anjuna, que comenzó siendo el lugar donde los hijos del Mayo del 68 y del boicot a la guerra del Vietnam intercambiaban calcetines, calzoncillos, libros y revistas cuando la India era todavía una isla perdida en el océano. Hoy, un marasmo de ravers, neohippies,artistas del más variado pelaje, mochileros, ruidosas motos Enfield y turistas alojados en los hoteles de Baga y Vagator se entremezclan entre las paradas de artesanía. Éstas están atendidas por refugiados tibetanos, gitanas de Karnataka, elegantes cachemires, rajastaníes de orgulloso mostacho y turbante… un retablo humano con todos los colores, fragancias y etnias de la India.
Recurro a una motocicleta para recorrer las carreteras del estado. Voy con cuidado de no arrollar a una de esas manadas de perezosos búfalos que cruzan los arrozales sin mirar; siento como la libertad de Goa me golpea la cara y un perfume de índigo, higueras y salitre sublima mis pulmones. Me acerco a la Vieja Goa, antigua capital portuguesa, un compendio de sobrias iglesias del xvi de aspecto irreal, que un día, dicen, llegó a rivalizar con Lisboa en magnificencia.

La cara misteriosa de Goa
Goa tiene algo indescifrable, un misterio oculto que amenaza con cambiar tu vida para siempre, que te impide apartarte de sus acantilados y sus dramáticas puestas de sol. Puede que sean sus fiestas en la playa a ritmo de reagge y tecno, sus agradables caminos de tierra para ir descalzo, sus desayunos de papaya y mango bajo una palmera o la amable condescendencia de sus habitantes.
Superado Goa por el sur comienza la costa Malabar, descrita por Marco Polo en su Libro de las maravillas. Mucho antes que este intrépido viajero, egipcios y romanos comerciaron aquí con oro a cambio de perlas, marfil, seda y especias. Luego serían los musulmanes los dueños de su comercio hasta que en el siglo xvi se inició el sucesivo desembarco de europeos. Me separo de la costa y me dirijo hacia el interior de Karnataka, adentrándome en la meseta del Decán. No quiero pasar por alto Hampi, una pequeña aldea de santones y anacoretas, omnipresente en las conversaciones de los viajeros que he conocido.
Esta población fue hasta el siglo xvi la capital de uno de los más poderosos imperios de laIndia: Vijayanagar, nacido de la unión de varios principados hindúes para resistir el avance musulmán. De su pretérita grandeza quedan numerosos templos de imbricadas esculturas diseminados en un árido paisaje, interrumpido por oasis de palmerales.

Amores y leyendas de dioses
La televisión no llegó al pueblo de Hampi hasta mediados de los años ochenta. En sus azoteas, todavía se narran de noche, entre castillos de sombras, las leyendas de los amores de Shiva y Parvati, del dios Ganesh con cabeza de elefante, cuyo nombre se invoca antes del inicio de cualquier actividad, o las gestas del valiente Hanuman, el dios mono héroe del Ramayana, nacido en Hampi según el mito local. En esas veladas o tumbado esperando a que amaine el penitente calor del mediodía uno se da cuenta de que el tiempo ha dejado de existir, que sólo cuentan los ritmos y las leyes que impone la naturaleza.
Si Hampi representa el pasado, Bangalore es el futuro de la India. En la capital de Karnataka, el silicon valley indio trabaja mientras los informáticos californianos duermen. Por eso, quien quiera darse un baño de globalización y volver momentáneamente a Occidente, sólo tiene que pasear por sus avenidas o dejarse caer por sus parques. Mysore, en cambio, exhala presente y representa el arquetipo de ciudad sureña: bulliciosa, comercial, reivindicativa y concupiscente. Al llegar a Mysore, una huelga general por el cierre de una fábrica de aluminio me sorprende: ha paralizado toda la ciudad y veo banderas rojas enarboladas por piquetes. Al día siguiente deambulo por un laberinto de almacenes repletos de enormes sacas de especias: canela, cardamomo y jengibre, vainilla y cúrcuma sazonan el aire. En el llamado mercado de las flores, se tejen coronas de buganvillas e hibiscos con la minuciosidad de una prenda de encaje. Múltiples arco iris de tintes vegetales apilados en pirámides se funden con esencias de perfumes y montañas de plátanos, té y anacardos.

El obsequio de Vasco de Gama
Muy cerca, el palacio del maharajá de Mysore, autoproclamado hijo de la luna, ostenta una colección de tesoros y opulencia: tronos de oro y plata, sedas de Benarés, tapices persas, cristales belgas, mármoles italianos… Y es que quién hubiera imaginado que al otro lado del mundo la fastuosidad de un príncipe pudiera dejar en evidencia la pompa de una corte europea.
Cuando el almirante Vasco da Gama llegó a Calicut –hoy Kozhikode– en las costas de Kerala, en la primera expedición europea que alcanzaba la India doblando el cabo de Buena Esperanza, y ofreció sus regalos al rey, la corte estalló en una sonora carcajada. ¡Ni el más pobre comerciante de La Meca osaría ofrecer tan insignificantes presentes! Unos cuantos trajes, sombreros, cuencos y barriles llenos de azúcar y miel componían el modesto obsequio del representante del monarca más poderoso del orbe. En cambio, había llegado al codiciado país de las especias, que crecen en las llamadas colinas del Cardamomo; pimienta, clavo, comino cubren los montes cercanos a Munnar y Periyar, donde se encuentra una de las más valiosas reservas naturales del sur de la India. En ese vergel especiado del interior de Kerala viven en libertad elefantes, ciervos, jabalíes, búfalos, macacos y medio centenar de tigres celosamente protegidos por el hombre y la selva.

Más cerca del paraíso
Denominada el «lugar de los cocos» en malayalam, Kerala se ajusta al concepto que uno tiene del paraíso. Un estado fértil de un verde escarlata, atravesado por una red de canales, ríos y lagunas, espejos sombreados por turgentes cocoteros y cubiertos por alfombras de bambú y flores de loto. Son los llamados backwaters, surcados por estilizadas canoas. Éstas son fruto de una ancestral industria que forma parte de la rica tradición en el trabajo de la madera.
Es éste un mundo adormecido paralelo a la costa y poblado por casas sin solución de continuidad, que vive de la pesca ylaexplotación del coco. Los carteles turísticos proclaman que la propiedad de esta tierra sólo pertenece a Dios, toda una paradoja para el primer estado del mundo que eligió democráticamente un gobierno comunista. Banderas con la hoz y el martillo y carteles con consignas como «el orgullo de un pueblo reside en el trabajo de sus gentes» se encargan de recordarlo. Kerala es el paradigma del progreso social en la India, con los índices más bajos de analfabetismo y pobreza de todo el país, también de los corrillos políticos, siempre en tono cordial, y de la tolerancia religiosa. No es extraño encontrar en cualquier parte altares compartidos por un Ganesh, un Jesucristo y una mezquita con la profesión de fe del islam.
La ciudad de Kochi –anteriormente llamada Cochín– refleja mejor que ninguna otra de las ciudades de Kerala la mezcla de culturas e influencias extranjeras que históricamente han ido mimetizándose en el carácter de sus gentes. La cordillera de los Ghats occidentales la aisló del resto del subcontinente y la abrió al contacto con los comerciantes extranjeros que llegaban por mar.

Tierra de deseo y placer
En Kochi, el principal destino turístico de Kerala, se percibe la gran amalgama de visitantes que a lo largo de su historia –fue fundada en 1341– han pisado sus estrechas callejuelas.
Hoy, la isla vecina de Fort Kochi muestra con orgullo las antiquísimas redes de pesca chinas, su barrio judío, sus mezquitas y bazares islámicos, su cementerio holandés, sus iglesias portuguesas, entre ellas la más antigua de la India, fundada en 1503 por frailes franciscanos, su catedral de Santa Cruz, erigida en 1887, y así hasta completar los distintos episodios de su historia.
Yo creo haber descubierto mi paraíso; no sé si Tzepal, el amigo tibetano que conocí en Mumbai, lo habrá encontrado en la ciudad de los neones y las quimeras, tan diferente a sus montañas natales. Dijo Buda en el sermón de Sarnath, que el origen del dolor es el deseo…Pero cómo sustraerse al deseo en una tierra entregada a los placeres de la existencia, tan reñida con la austeridad y el ascetismo del budismo tibetano.

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