ESTAMBUL

La opulencia del Imperio otomano se refleja en sus mezquitas, palacios y mil y una maravillas más reunidas en esta ciudad turca que se debate entre Oriente y Occidente.

Por Antonio Picazo
Está dibujada con trazos griegos, bizantinos y musulmanes. Centro del Imperio otomano, la Sublime Puerta se abre para ofrecer su lámina llena de mezquitas, baños turcos, barrios populares, jardines y mil y una maravillas más; todo ello ensamblado por la cuña de privilegio que forma el estrecho del Bósforo y el Cuerno de Oro. Con parte europea y parte asiática, Estambul recibe con aires de encanto e historia. Hemos llegado a la vieja Constantinopla.

Religioso despertar de la ciudad
Está amaneciendo sobre el estrecho del Bósforo; desde los alminares de las mezquitas se oyen los cánticos de los almuédanos reclamando la oración de los creyentes. Algunos barcos amarrados al puerto dirigen su proa hacia La Meca. La ciudad –umbral de Oriente– comienza a agitarse. Empieza el bullicio que cada día forman casi doce millones de habitantes.
Cuando ya el Estambul mañanero es algo más que un rumor, será buena idea situarse en el lado europeo de la ciudad, concretamente en el barrio de Sultan-ahmet, el corazón monumental de Estambul. Y empezar por la iglesia-mezquita de Santa Sofía –Aya Sofya–. El edificio, de estilo bizantino, se levanta sobre un lienzo verde de hierba fresca que contrasta con este intemporal homenaje a la Santa Sabiduría; porque la arquitectura de los siglos ha situado al santuario por encima de las creencias. Por eso, ni iglesia ni mezquita, hoy es más reliquia que templo. De hecho, lo mejor de Santa Sofía no es su apariencia sino lo que no se ve, la calma del interior: dejando aparte puertas, columnas, mosaicos, púlpitos o blasones musulmanes, sólo hay que colocarse bajo la formidable cúpula de 56 metros de altura para sentir el murmullo de las viejas oraciones cristianas e islámicas que permanecen suspendidas en la gran nave.

Una cisterna con aires de templo
Cerca de Santa Sofía, caminando por un camino salpicado de carritos de venta de simit, laspopulares rosquillas turcas cubiertas con semillas de sésamo, se llega a la Cisterna de la Basílica, un lugar que, aunque nunca celebró culto alguno, con sus más de trescientas columnas, parece un templo sumergido. Su suelo permanece inundado, prácticamente como estaba en tiempos de Justiniano –siglo vi– cuando este lugar se utilizaba como depósito destinado al suministro de agua a la ciudad. Un curioso juego de luces, y la música clásica que surge entre paredes y columnas, crea un cierto ambiente, aunque quizá tape el sonido de ese goteo de agua irregular, aquí siempre presente, que conseguiría una verdadera atmósfera de hechizo.
Un poco más al sur se levanta otra de las estrellas monumentales de Estambul: la famosa mezquita Azul. Su exterior es un torrente de cúpulas que acompañan de forma escalonada a la mayor de ellas, todo un conjunto de medias burbujas custodiado por seis excepcionales alminares. Por dentro, la mezquita es una muestra de cómo el poder entendía la belleza. Cuando el sultán Ahmet I encargó, a principios del siglo XVII, la construcción de semejante brote sagrado al arquitecto Mehmet Aga, éste se cuidó de iluminar el templo con azulejos de Iznik, los favoritos del sultán, de ahí la tonalidad azul dominante del templo. Pero también destacan sus cristaleras y los arabescos de la gran cúpula. Hoy, superados los delirios del pasado, el templo es un gran espacio con su suelo cubierto de alfombras cuyas tramas sosiegan los pasos y ¿por qué no? el espíritu.

Reflejos del poder otomano
La otra gran mezquita de Estambul, y de Turquía, es la de Solimán –Süleymaniye–. Fue diseñada por el gran maestro Sinán a mediados del siglo XVI para el sultán Solimán el Magnífico. Si bien la mezquita no anda escasa de decorados y adornos de azulejería y vidrieras, lo que más sobresale en ella es su amplitud. El templo resulta tan enorme, que al devoto se le escapan las oraciones de las manos.
Pero hay otras muchas mezquitas en Estambul,más de doscientas, quizá no tan colosales como la de Solimán o la Azul, pero sí con unas buenas cotas de belleza y, desde luego, unas medidas mucho más humanas para el recogimiento del devoto. En ese inventario aparece, por ejemplo, la encantadora mezquita de Rüstem Pasá, situada casi al borde del Cuerno de Oro, al norte de la de Solimán; o la de Eyüp que, aunque un tanto alejada del núcleo histórico, es un lugar de gran prestigio religioso y un importante centro de peregrinaje. Además, la mezquita posee un cementerio con las tumbas de varios dirigentes otomanos y una vista excepcional al Cuerno de Oro.
Rozando el cementerio de Eyüp se halla el café que frecuentaba Pierre Loti, hoy lugar de culto para los admiradores de aquel buen novelista y mejor viajero.
Si se continúa la ruta por la península estambulina, los pasos van a llevar hasta uno de los lugares más representativos de la ciudad: el Gran Bazar. No es necesario tener pretensiones de compra para visitar este mercado cuyos orígenes se remon-tan al siglo XV, aunque irremediablemente se acabará adquiriendo algún artículo. Ropa, joyas, alfombras, cestos, artículos de piel y metal y todo aquello que uno no piensa encontrar, y mucho menos comprar, está expuesto y a la venta bajo las bóvedas, en un ambiente iluminado por luces de voltaje muy vivo que dan al lugar un tono cobrizo general. En este entorno, el curioso tiene que esquivar mercancías, turistas y mozalbetes que van y vienen con sus bandejas de vasitos de té para los compradores aturdidos por los feroces regateos, a la vez que intentará desoír los cantos de sirena de los tenderos –hablan cualquier idioma, por lo que no es posible alegar que no se les entiende– hasta que encuentre el momento de salir de este fluido mercantil donde la bisutería más tosca convive con la joya más exquisita.

Los aposentos del sultán
Y por fin el Topkapi. Situado sobre la colina que se alza en la parte de la península que despide al Bósforo, elpalacio aparece con su aspecto exterior de fortaleza. El edificio, a primera vista, se podría comparar con una gran ostra de cáscara áspera, pero una vez intramuros la concha se abre mostrando la perla de Estambul. Aunque este palacio no es lo que era –incendios y remodelaciones contribuyeron a reducir sus dimensiones–, todavía conserva su atmósfera de ciudad prohibida, de marmita donde se cocinaban los destinos del Imperio otomano.
Entre las ricas colecciones que posee el palacio, destacan las de trajes, relojes y joyería; aquí está la célebre daga de resonancia cinematográfica, además de otras alhajas bibliográficas custodiadas en la biblioteca de Ahmet III o en la Colección de Miniaturas y Caligrafías.
Y, naturalmente, el harén. El serrallo del Topkapi suele ser lo que más llama la atención a los visitantes. Pero no sólo porque este recinto era el destinado al encierro de las concubinas de los sultanes, también porque era un núcleo de intrigas políticas. ¿Cuántos espasmos contemplaron estos techos cuando los rivales en la lucha por el poder eran estrangulados sin piedad? Habitualmente, los asesinados eran hijos del sultán y posibles pretendientes al trono; eso sí, como herramienta estranguladora se usaba el tristemente famoso cordón de seda, la sangre real nunca debía ser vertida.

Unas vistas privilegiadas
Pero el rincón más encantador del Topkapi es la terracita –Mecidiye Köskü– situada en el extremo noreste del palacio, frente a la confluencia del Bósforo con el mar de Mármara. Desde aquí se obtiene la estampa del Estambul de siempre, una panorámica en donde no falta de nada, porque ahí delante, a lo lejos, están las líneas ondulantes que trazan las colinas sobre las que se extienden los barrios salpicados de mezquitas y el bullir de la ciudad en plena actividad; en el plano inmediato, se observan las tranquilas travesías de los barcos y chalupas que van o vienen por el Cuerno de Oro, el estrecho o el propio mar.Sí, es una postal luminosa a la que no es necesario pegar sello alguno para que llegue al corazón del visitante.
Fener es un barrio que se extiende, junto al de Balat, por la ribera del Cuerno de Oro, allá donde la península se ensancha y la vida de Estambul se remansa. Claro que aquí también hay monumentos de interés, pero lo que manda en este barrio es su vida popular. Las calles se estrechan y sus suelos se llenan de adoquín; en los balcones y ventanas hay ropa tendida y los chavales juegan y corren por los callejones. Además, no es raro toparse con alguna sinagoga o alguna iglesia cristiana ortodoxa. Quizá también, en algún café del barrio, mientras se pasa el tiempo mirando los espesos posos de los cafés turcos, o mientras se observa una partida de backgammon, aparezca algún armenio que ofrezca conversación, o algún judío sefardí residual que dejará caer sobre el velador sus frases de castellano antiguo. Esta calma de Fener contrasta con el ajetreo de los barrios Karaköy, Beyoglu, Asmalimescit, Galatasaray o Taksim.

Al otro lado del puente Gálata
Ya en la ribera norte del Cuerno, una vez superada la genovesa Torre de Gálata, uno se va a encontrar con una abrumadora agitación de tráfico y gentes en esos barrios. Aparentemente, esta parte de la ciudad es la menos estambulina de todas, pero el acento turco vuelve a aparecer en cuanto se penetra en las partes traseras de las avenidas o de las amplias plazas, y se enfilan las angostas calles trazadas cuesta arriba, con cafés donde turcos bigotudos fuman sus narguiles –pipas de agua– y responden amablemente a las miradas de los viandantes.
Luego, antes de tomar el barco que regresa a la médula de lo que fue la Sublime Puerta, no viene mal zamparse un típico bocadillo de caballa de los que se venden en los mismos barcos del puerto. Y ya en plena travesía, apenas se adivina, un poco perdido entre tanto estilo oriental, el alzado versallesco del palacio Dolmabahçe y, no mucho más lejos, elmodernísimo y colgante puente del Bósforo; dos detalles finales, y menos mal, fuera de sitio, que hablan claramente de la poca afición europea de Estambul.

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