El Cairo

Visitamos sus míticas pirámides y otros vestigios de la antigüedad faraónica, macizo contrapunto a la estilizada hermosura de las grandes mezquitas.

Por Carlos Pascual
Egipto es una cosa, y El Cairo, otra. Tiene ésta que ver con lo faraónico, sí, pero apenas por un motivo: su condición de lugar excesivo. Excesivo en proporciones, pues aquí se hacina la cuarta parte de los egipcios, o sea, unos quince millones. Y excesivo, sobre todo, en atributos y significados. El Cairo ha trenzado su propio mito al margen de grandezas faraónicas, y en poco tiempo, pues es una ciudad moderna en el cómputo milenario de ese país. La fundaron los árabes entre los siglos VII y X y la llamaron «la madre del mundo». Otro epíteto que pasó a los membretes oficiales fue al Qahira, «la victoriosa».
Lo cierto es que esta victoriosa madre del mundo ha sido ensueño de comerciantes y aventureros, diplomáticos y espías, santones y rufianes. Su tibia entraña de palacios, mezquitas, cafetines y mercados ha tejido una leyenda que tanto ha servido a muñidores de historias como a vendedores de ideas.
La primera imagen, también excesiva, es de aturdimiento. Al que llega primerizo le parece un caos; pero no al residente, sea o no cairota de nacimiento. La distinción no es baladí: la colonia extranjera ha sido importante –aun antes de la célebre expedición a Egipto de época napoleónica, o de la Sociedad Geográfica británica– y ha contribuido al carácter local. Así que, si no se posee la inmunidad de la costumbre, esto parece un caos. Pero no debe serlo tanto, pues al final todo funciona. Todo se arreglará im-Shalá, si Dios quiere, y suele querer.
Por lo tanto, habrá que hacer abstracción de la barahúnda y planear concienzudamente cómo vamos a hincarle el diente a este exceso de ciudad. Una buena opción, se me antoja, sería ir por entregas, o sea, atenerse a la estricta cronología, que es ordenada y pulcra de nacimiento.
Veremos entonces que, si bien la ciudad nació con los árabes, retiene flecos de un pasado muy anterior que engloba tanto la era faraónica como un interesante capítulo de historia cristiana; ahí están lasiglesias coptas para demostrarlo. La etapa islámica, por su parte, es tan rica y extensa que exige deslindar los momentos fundacionales de los tulúnidas, fatimíes o de los mamelucos del gran período otomano. Y habrá que dedicar cierta atención a los tiempos modernos, con sus edificios de estilo colonial y art déco, e incluso ciertas construcciones vanguardistas no siempre bien entendidas: algunos teólogos quieren que se eche abajo la torre de la televisión porque, eso dicen, su perfil «fálico» escandaliza al buen creyente. ¡Vaya imaginación!
Los rastros faraónicos del cogollo urbano son postizos. Camino del aeropuerto, por ejemplo, se puede ver el coloso de Ramsés que hacía dúo con el de Menfis. Y está el Museo Egipcio, un almacén ya obsoleto que será sustituido por otro novísimo en la zona de las pirámides. Con todo, el museo es un mundo lleno de tesoros. Los que tientan a los turistas son los hallados en la tumba de Tutankamón, o la sección de momias, si está abierta: a veces un altruista pudor de las autoridades clausura esa sala.
Pero lo que más me seduce a mí son las figuritas que recrean escenas cotidianas o los objetos de uso perentorio. Impresiona palpar la humanidad de gente que, por otro lado, era capaz de esculpir dioses hieráticos y perfectos en el basalto o la diorita más duros, o llegar al realismo turbador de figuras como El alcalde o los escribas sentados.
Antiguamente, una larga alameda conducía desde El Cairo hasta las pirámides de Giza. El paseo arbolado es hoy una avenida abigarrada y feúcha, llena de tiendas de recuerdos y «museos del papiro» muy encarecidos por los guías.

Las pirámides de cerca
Aunque parezca mentira, las pirámides no te cambian la vida. Quiero decir que, de puro nuestras, de tener sus aristas incrustadas en nuestros posos y fantasías más íntimos, cuando llegamos a tocarlas de verdad no nos ponen la carne de gallina; sin que esto suponga que decepcionen. Para contrarrestar la posible desilusión, sugiero entrar en la de Keops, la mayor de Giza, y arrastrarse por la rampa de madera que trepa a la cámara funeraria; el agobio, el calor y la claustrofobia pueden servir para espabilarnos y situarnos dónde estamos: en una de las siete maravillas del mundo. Recomiendo visitar luego las «otras» pirámides, las pequeñitas que casi ni se ven junto a la mole de las tres famosas; son las que pertenecen a esposas y vástagos reales.
Otro mito que podría ocuparnos para rato es la Esfinge. Tras una restauración que ha durado décadas, le han quitado las arrugas de la erosión y las arenas que aparecen en los grabados de Roberts o Gérôme. Pero, ¿no le han quitado también algo de su misterio?: una esfinge sin enigma no puede ser otra cosa que un portón de entrada a algún recinto. Eso era y eso es. Conviene entrar en este templo, escuchar a los guías y sentirse un privilegiado por estar en sus tripas sólo ahora destapadas.
Tanto Giza como Menfis o Saqqara son excursiones breves, pero esenciales en la «prehistoria» de El Cairo. De Menfis, que durante más de tres mil años fue la gran urbe faraónica, no queda nada. Ahora han hecho una especie de corral, y han cubierto con un edificio ad hoc al coloso yacente de Ramsés; pero cuando fui a Menfis por vez primera –y no soy tan antiguo–, no había más que arena y más arena, y una esfinge y el coloso semienterrados. Hoy el sitio está más animado, y lleno de vendedores. El pasado verano un amigo mío –espero que no se enfade por contarlo– le compró a un pesado una moneda que decía haber encontrado él –eso dicen todos– a cambio de los diez dólares sueltos que llevaba en el bolsillo y la gorra. La pieza resultó ser un auténtico dracma de oro de época tolomea, con valor de sobra para costear las vacaciones de mi amigo y su familia.
En Saqqara, que sólo era una de las necrópolis de Menfis, hay mucho más que ver. No pasan muchas semanas sin que la prensa dé noticia de algún nuevo hallazgo, o se abra alguna mastaba, enterramiento en forma de banco. Precisamente, el apilamiento de mastabas en tamaño decreciente sería el origen de la célebre pirámide escalonada de Yoser, de la III dinastía, el edificio de piedra más viejo del lugar, y tal vez del mundo.
Por contra, ni faraones ni griegos ni romanos dejaron cimientos en El Cairo, sencillamente porque éste aún no se había inventado. Los bizantinos ocuparon una fortaleza llamada Babilonia en lo que hoy es el Viejo Cairo. Esa fortaleza fue la que conquistaron los árabes el año 639. Cuando ocurrió, los coptos se sintieron como liberados. Y ¿quiénes eran los coptos? Pues los egipcios cristianos que estaban allí desde que el evangelista san Marcos predicara el cristianismo. Una fe que arraigó con provecho: allí aparecieron los primeros monjes en el siglo iv. Y antes, la Sagrada Familia había huido a Egipto. El periplo que siguió es promocionado por las autoridades actuales, deseosas de reivindicar ese pasado y dejar claro el espíritu de tolerancia del país.

En el Viejo Cairo
El barrio copto está en el mismo sector del Viejo Cairo donde estuvo la fortaleza bizantina. A ser posible, hay que ir en domingo: el ambiente es envolvente, y puede uno charlar con los barbudos oficiantes a la salida de misa. Los coptos son ahora una minoría de unos cuatro millones de almas. De sus antepasados quedan verdaderas joyas. Algunas de sus iglesias –muchas del siglo iv, aunque fueron recompuestas en la Edad Media– recuerdan a las primitivas basílicas de Roma, con fustes y capiteles de acarreo.
Recomiendo visitar la de Abu Sirga (San Sergio), con una cueva-cripta de la Sagrada Familia, o la llamada «iglesia suspendida» (El Mou Allakáh), en el callejón de Zuwaila. El Museo Copto también es digno de verse; las pinturas coloristas y fantasiosas de los coptos, a caballo entre lo mágico y lo pueril, empiezan a ser cotizadas como imágenes del recuerdo, tanto o más que los dichosos papiros que tratan de venderte hasta en la ducha.
Siguiendo el orden cronológicoque nos hemos impuesto, penetramos ahora en El Cairo musulmán. Tras conquistar la fortaleza bizantina ya aludida, la dinastía musulmana de los tulúnidas sentó un campamento llamado al Fustat. Más tarde, los fatimíes crearían otro núcleo, al Qahira, en el año 964. Allá por el siglo xii, en tiempo ya de las cruzadas, Saladino amuralla y pertrecha la ciudadela. En esa acrópolis vivieron los refinados mamelucos que gobernaron durante los siglos xiv y xv, hasta que en 1517 los otomanos conquistaron Egipto. Sus descendientes mantuvieron el control hasta 1952, pero sólo formalmente, pues convivieron al final con la presencia francesa y el posterior dominio inglés.
A la vista de esta rápida secuencia, está claro la que se nos viene encima. El Cairo islámico es abrumador, para gente muy curtida y con muchas horas por delante. Pero creo que, dados los momentos que vivimos, más urgente que sugerir prioridades, sería hacer una reflexión: si alguien se tomara la molestia de rastrear el enjambre de mezquitas, madrazas, mausoleos, palacios, wakalahs y caravasares, mercados, hospitales, puertas y defensas, edificios administrativos y sociales..., vería la complejidad y el refinamiento espiritual y social que mantuvo durante siglos la cultura islámica, de la cual seguimos teniendo un lamentable conocimiento en Occidente. Nos vendría de perlas aumentarlo en estos tiempos tan revueltos.
Dicho lo cual, apenas me atrevo a insinuar tres áreas imprescindibles: el barrio de Jan el-Jalili, el de Al-Azhar y la ciudadela de Saladino. El primero es el más frecuentado por los turistas: se puede comprar oro, shishas (pipas de agua) y otros recuerdos, pero lo cierto es que el barrio está plagado de edificios de enorme valor artístico; además, el mercado verdaderamente auténtico está al otro lado de la avenida Salah Salem. En el barrio de Al-Azhar, contiguo al anterior, es donde está la célebre mezquita del mismo nombre, que es a la vez el foco universitario más prestigioso del mundo islámico.Encuanto a la ciudadela, la mezquita de Muhammad Alí, levantada en 1857, es de las más vistosas, pero me parece más apasionante la de Nasir Muhammad, y mucho más interesante la de Ibn Tulun (en el entorno de la plaza Salah al-Din), una de las más antiguas de El Cairo. A los pies de la ciudadela está la Ciudad de los Muertos; en realidad, dos necrópolis con algunas tumbas mamelucas de sumo refinamiento. Pero nadie en su sano juicio se colaría en esos cementerios donde vive un cuarto de millón de seres muy vivos y muy necesitados.

Arte islámico
Sé que despachar con estas prisas la riqueza islámica de El Cairo es una barbaridad: bajo el mismo epígrafe de «arte islámico» agrupamos períodos y estilos que en Europa van del románico y el gótico al barroco y neoclásico, pasando por el Renacimiento. Las diferencias estilísticas del arte musulmán son tan evidentes como en el arte occidental; pero hay que tener ojo experto para notar que aquello que parece un roído taller o un almacén es en realidad una joya renacentista del tiempo de los mamelucos. Si en la calle un vejete nos pregunta si queremos ver el mausoleo de un santón o cosa parecida, digamos que sí –sólo nos costará unas piastras– y descubriremos de sopetón algún tesoro medieval sepultado bajo patios de vecindad llenos de trastos.
Si El Cairo islámico es un reto exigente, descubrir la ciudad moderna puede ser todo un capricho. Y sin embargo El Cairo es una metrópoli cuajada de edificios notables. El urbanismo moderno fue impulsado sobre todo por Muhammad Alí, quien trazó avenidas y creó nuevos barrios entre la ciudad vieja y el río, desecando y saneando terrenos baldíos o pantanosos. De esa época son la Estación Central, el hotel Shepheard’s y muchas mansiones de estilo colonial, art déco o inspiradas en la arquitectura tradicional árabe o hindú.
La sensación de anegamiento que inflige esta avalancha de arquitectura y arte arrecia si nos dejamos arrastrar por el flujo de las calles enestaurbe frenética. Los mercados afloran en puntos diversos de su piel con mareante guirigay. El alivio de tal frenesí se puede buscar en los cafetines, uno de los sanos vicios cairotas; allí se fuma la pipa de agua con parsimonia, se ojean los periódicos, se discute, se fabrican chistes... Éste es el ambiente que refleja el Nobel Naguib Mahfuz en sus novelas.
El cairota es divertido y juerguista. Yo creo que en esos cruceros que se organizan cada noche por el Nilo ellos se lo pasan mejor que los turistas; y lo mismo en los cabarés donde la danza del vientre se practica con liturgia impecable. Es patente el cachondeo, como está claro el extremo sibaritismo de que hacen gala en restaurantes y locales de moda. Y al tiempo pueden alcanzar registros místicos, renovar cada noche la danza cósmica de los derviches giróvagos o matar las horas de madrugada sorbiendo té en silencio, arrullados por versos del Corán. Ya lo decíamos al principio: El Cairo es una metrópoli excesiva donde caben tanto los arrebatos místicos como la astucia mercantil o la más descarada golfería. «La madre del mundo» es el regazo de lo bueno y de lo malo, y allá cada cual con lo que haga.

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