EGIPTO el pais de las piramides

Los templos y pirámides del país del Nilo han hecho de la civilización faraónica un objeto de culto y han convertido a Egipto en el destino turístico más antiguo del planeta.

Por Eugeni Casanova
Eduard Toda, cónsul en Egipto en 1884 y primer español en participar en su redescubrimiento romántico, escribió: «No hay en el mundo, y me atrevo a afirmarlo después de haber recorrido una buena parte de él, pueblo más interesante y maravilloso que el egipcio». Y, realmente, no hay otro lugar con un paisanaje como éste, no hay monumentos como éstos, no hay panorama como el del padre Nilo.
Y no hay ciudad como El Cairo: descomunal, inalcanzable..., una urbe superlativa que aglutina la mitad de las maravillas del mundo, y también la mitad de sus miserias. En esta megaurbe de 15 millones de habitantes –¿o son ya 18, o 20?– no hay concesiones al orden; es un caos donde los hechos extraordinarios se convierten en cotidianos.

Una ciudad anclada en el tiempo
Ahora mismo, en el corazón de la abigarrada ciudad medieval, veo un pastelero-ciclista que conduce con la mano derecha y con la izquierda sujeta sobre su cabeza una bandeja de un metro cuadrado de bollería fresca. Baja por la calle Muiz –Caldereros– esquivando personas, animales y cosas con habilidad. A ambos lados de la calle hay obradores que trabajan como hace cientos de años, tiendecitas con productos atávicos o especias coloreadas, mostradores de las mil esencias... Para mí, ésta es la parte más fascinante de la capital egipcia, la que queda entre el zoco de Jan el-Jalili y dos grandes edificios religiosos: la mezquita de Hassan y el mausoleo de Rifai.
Sin duda, el alma y el estómago de esta megalópolis es el zoco –o el conjunto de zocos– de Jan el-Jalili. Dicen que es el mayor mercado del mundo y debe de ser cierto, porque forma un barrio él solo y es, además, el centro de una buena parte de la actividad comercial y vital de la ciudad. Aquí se encuentra de todo, desde joyas hasta droga, desde dátiles hasta coches, y, por supuesto, alfombras, papiros y toda suerte de quincalla para turistas. Para observar todo este trajín nada mejor que elcafé ElFishaui –diseñado probablemente por Alí Babá o por Sherezade–, tomando un té a la menta o una humeante shisha –denominación local del narguile–. «Welcome to Egypt, welcome to Egypt», no cesan de repetir los parroquianos que, muy en la costumbre local, se sientan en nuestra mesa para intercambiar experiencias y para preguntar sobre nuestra familia con una curiosidad también muy árabe.

Las pirámides de Giza
Pero El Cairo tiene también, ¿cómo olvidarlas?, las pirámides, que hoy se encuentran ya tocando las casas. La que más sorprende es la escalonada de Saqqara, el edificio más antiguo del mundo y el que inició el «fenómeno» piramidal hace 4.600 años. Porque los faraones posteriores a Zóser I, su constructor, no quisieron ser menos; Keops, Kefrén y Micerinos instalaron sus panteones unos pocos kilómetros al norte, pero algo «perfeccionados»: supieron ahorrarse las escaleras y construir pirámides perfectas. Con ellos llegó la grandiosidad al Egipto eterno –fueron, al fin y al cabo, los artífices del adjetivo: las pirámides se han revelado indestructibles a lo largo de la historia–. Kefrén levantó también la famosa Esfinge junto a su mausoleo.

Gran ‘acogida’ en Luxor
De la capital actual saltamos a Luxor, la antigua capital meridional del imperio. El tren invierte doce horas en recorrer los 676 kilómetros de trayecto. Cuando a media noche desembarcamos, ofrecedores de hotel, vendedores de nuevas antigüedades y cazaturistas en general se encargan de despabilarnos. Una especie humana que constituye aquí una plaga –quizás el único lugar en Egipto, junto con las pirámides de Giza–, pero el asunto viene de lejos, porque Vicente Blasco Ibáñez ya se quejó de él: «Ocupo un carruaje de dos caballos, que guía un beduino de altísimo tarbuj –turbante–. Eso sólo lo consigo tras liberarme de una horda de cocheros, burreros, vendedores de escarabajos sagrados e idolillos que están desde el amanecer al acecho de grupos de excursionistas que pasan el Nilo». ¡Y era el año 1923!
Luxor es nombre árabe; la denominación faraónica, que hoy nadie usa, era Ueset. Los antiguos griegos bautizaron la ciudad con el nombre de una de las suyas, Tebas, y éste es el que los occidentales utilizaron durante más de dos milenios. Tebas llegó a tener un millón de habitantes en el apogeo del Imperio Nuevo, cuando consiguió desbancar del poder a las tierras bajas.
En el centro de la discreta urbe nueva se halla, junto al Nilo, el templo que hoy lleva el nombre de la ciudad, erigido por Amenofis III y dedicado a Amón. Antes de que Napoleón y sus coetáneos europeos redescubrieran las antigüedades de Egipto, el pueblo entero estaba situado en el interior de su vasto recinto, con las casitas de adobe apoyándose en sus megalíticas columnas, y utilizando las vigas ciclópeas como techo. Los atrevidos visitantes de la segunda mitad del siglo XIX pudieron contemplar el espectáculo de los dos mundos imbrincados, Arthur Rimbaud, entre ellos –el poeta francés dejó grabado su nombre en uno de los muros de la sala hipóstila–. A la entrada se situaba el obelisco que los franceses conservan entre la contaminación de la plaza de la Concordia parisina.

La orilla este del Nilo
En 1885, las viviendas de los okupas del templo de Luxor empezaron a ser retiradas, pero todavía queda una mezquita –con Alá no se juega– del siglo XIII.
Algunos centenares de metros al sur, también en la cornisa del Nilo, hay otro edificio notable, si bien de distinta época y condición: el hotel Winter Palace. Sus salas sirven de refugio durante las horas calurosas del día, con hamacas bien situadas frente los jardines versallescos.
El hotel fue la residencia de invierno del rey Fuad hasta 1922, cuando el monarca renunció a él y se convirtió en hotel. Todos los grandes arqueólogos y egiptólogos se han alojado aquí.
Cuatro kilómetros al norte se encuentra el más descomunal de los templos egipcios, el de Karnak, también dedicado a Amón, capazde contener entre su jungla de columnas una docena de catedrales góticas. Cuentan que los soldados de un batallón napoleónico se cuadraron ante su entrada sin orden previa cuando dieron con él por azar.

Tesoros de la antigua Tebas
Un viejo ferry, utilizado por los felahim –campesinos– locales, cruza a la orilla oeste del Nilo. En esa ribera desaparecen los vehículos y la congestión, el burro recupera buena parte del terreno perdido en el último siglo y reverdean el trigo y el maíz, todo entre colosales figuras faraónicas. Los colosos de Memnón, cíclopes gemelos sedentes y desfigurados, guardan la vasta necrópolis de Tebas. En ellos, unos «gamberretes» griegos dejaron grabados unos graffitti con sus nombres y alguna indecencia. Los garabatos forma ya parte del monumento, ¡porque eso fue hace dos mil años!
Justo cuando el terreno se eleva unos pocos metros del nivel del río, el paisaje queda dominado por una aridez implacable y extenuante. Nos dirigimos primero al templo mortuorio de Hatshepsut, una rareza en la arquitectura egipcia que con su fachada estratificada, compuesta por columnas, recuerda a los griegos y a Ricardo Bofill –¿o es Bofill quien imita?–. Michael Haag, miembro de la Egypt Exploration Society, lo describe en su famosa guía como «elegante y revolucionario, satisface y provoca en el todo y en el detalle; con el Partenón, el Taj Mahal, los interiores de Chartres y Santa Sofía es uno de los grandes edificios del mundo». Lo es, pero en Egipto uno queda inmunizado pronto de los ditirambos, porque cada piedra tiene su glosador y no acabaríamos nunca.
Aquí la historia y la arqueología desbordan, pero es que, además, el entorno acompaña. Excepto algunas casas de adobe de los habitantes, todo se ha conservado igual –con el permiso de los saqueadores de tumbas–. Cada piedra es un mundo y el conjunto es grandioso. Hay que citar los valles de las Reinas y de los Reyes –donde en 1922 Howard Carter halló la tumba de Tutankamón–, las tumbas de los Nobles, el templo de Ramsés II –otro más–, la tumba de Ramosis, Deir al Medina, Medinat Habu, el templo de Ramsés III... ¡Dioses del cielo!

Peligro de sobredosis de arte
¿Para qué seguir? Estamos en la cuna de la civilización y de la historia, rodeados de hitos pétreos, en un paisaje grandioso. O nos moderamos o nos asaltará el mal de Sthendal, que consiste en quedar catatónico por una sobredosis de arte.
En la vecina población de Esna, donde también hay un gran templo egipcio, negociamos el transporte hasta Asuán en una falúa a vela. Los tres días hasta la capital del Alto Nilo transcurren plácidos remontando la autopista gris del gran río, con un ribete verde a cada lado y el ocre del desierto detrás. Así es como durante miles de años los viajeros han surcado la espina dorsal de Egipto, el curso de agua más mítico y más largo del mundo. ¡Sthendal, que viene Sthendal!
Y llegamos a Asuán, donde se encuentra la primera catarata –rápidos, en realidad–. El río es granítico y apacible por debajo de la catarata, y las velas de las docenas de falúas que cortan el aire confieren al retablo una atmósfera serena.

El país del Alto Nilo
Asúan ha sido siempre frontera y encrucijada. Aquí se reunían hasta bien entrado el siglo XX los que osaban remontar el Nilo adentrándose en lo desconocido. El zoco, el mejor surtido desde El Cairo, refleja todavía lo que la ciudad fue.
Nubia empieza en este punto, y las tres poblaciones que hay en la isla Elefantina –delante de Asuán– están habitadas por miembros de este pueblo nilótico. Son los últimos in situ, porque el resto fueron desplazados de su hábitat, hasta varios cientos de kilómetros Sudán adentro, tras la inundación provocada por la construcción de la gran presa a mediados de los sesenta del pasado siglo.
En una islita junto a la primera presa de Asuán, construida por los británicos en 1908, se halla el templo tolomaico de Filé. Y si sorprendeque fuera trasladado piedra a piedra a su emplazamiento actual para salvarlo de las aguas, no es nada comparado con la sorpresa de Abu Simbel; en este caso lo que se trasladaron fueron dos montañas enteras. Pero lo más desconcertante es que desplazaran los inmensos acantilados de roca esculpidos, de más de treinta metros, y que dejaran «natural» el coloso caído. Una de las cuatro imágenes sedentes de Ramsés II, el constructor y representado –reinó entre 1280 y 1213 a.C.–, que ocupan toda la fachada, cayó a consecuencia de un terremoto, y tras el traslado lo dejaron de nuevo en el suelo. Han querido conservar el conjunto tal como era y sin embargo nada es como era.
Quizás éste sea el desenlace lógico para la obra del más ególatra de los faraones egipcios, un tipo capaz de trucar la historia, borrar las firmas de otros emperadores en los templos y sustituirlas por la suya y de hacerse representar adorándose a sí mismo. Siendo todavía príncipe heredero, Ramsés II remontó el Nilo para enfrentarse a los nubios e incorporar estos territorios a su reino. Para conmemorar la victoria hizo construir este templo que representa su imagen por cuatruplicado, junto a otro dedicado a Nefertari, su esposa favorita.
El inmodesto faraón alcanzó la eternidad: su momia es de las pocas que ha perdurado, y hoy puede contemplarse en el Museo Egipcio de El Cairo.
Egipto acaba en esta frontera milenaria. Nosotros tomamos el barco que remonta el lago Nasser hasta Uadi Halfa, la primera ciudad sudanesa, patria de Cleopatra. Welcome to Egypt, nos dice un aduanero sin mucho sentido al embarcar: se le ha escapado el estribillo. Pero aquí empieza ya otra historia.

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