Cracovia

Hubo un tiempo en que Europa se rindió ante el esplendor de la ciudad polaca. Hoy las calles luminosas del centro y las más apagadas del antiguo barrio judío siguen emanando historia y cultura.

Por Paco Valero
«Escóndete». Es el consejo que le dio el escritor Czeslaw Milosz a su compatriota, la poetisa polaca Wislawa Szymborska, cuando recibió el Premio Nobel de Literatura en 1996. Y escondida de la fama permanece en Cracovia, donde reside desde 1930. ¿Dónde mejor que en esta ciudad que vive con discreción el esplendor de sus piedras y de sus artistas? Es verdad que a veces los focos que acompañan al papa Juan Pablo II la sitúan en el centro de los noticiarios, pero, una vez pasado ese momento, Cracovia vuelve a su recogimiento, a su secreto, en el centro de una Europa que un día se rindió a su belleza y poderío.
Por las calles estrechas de Cracovia paseó Copérnico; aquí se ordenó clandestinamente sacerdote Juan Pablo II durante la ocupación nazi; Tadeusz Kantor ideó sus sorprendentes piezas teatrales, y el pianista Arthur Rubenstein fue vitoreado durante la guerra fría después de un concierto tan multitudinario que se salió del guión y originó uno de los primeros actos de protesta contra el régimen comunista... Desde Cracovia también pueden verse las chimeneas de las fábricas donde trabajaron los judíos de la lista de Schindler, que a su vez recuerdan otras: las chimeneas del campo de exterminio de Auschwitz, apenas a 70 kilómetros.

Entre las grandes de Europa
Por aquí, en este cruce de caminos europeo que es Cracovia, hace cientos de años pasaban mercancías que iban o venían de París, Moscú, Estambul u Oslo, y por esos caminos llegaron los artistas que embellecieron la ciudad.
Cracovia rezuma historia y cultura. Es algo que se ve en las ligeras y luminosas calles del centro, con su aire predominantemente renacentista, y se presiente en otras calles oscuras, con edificios maltrechos del siglo xix. Se ve en las hermosas iglesias y edificios religiosos del casco antiguo y se escucha en las sinagogas del barrio de Kazimierz, donde judíos venidos de todo el mundo recitan una de las más tristes leta-nías,el kadish de luto. A Cracovia hay que ir para deslumbrarse y para recordar.
La ciudad tiene su corazón en el casco histórico, rodeado por un anillo verde –Planty– que es una sucesión de fresnos, olmos, tilos y jardines que sustituye a las viejas murallas de la ciudad, derribadas en el siglo xviii. De éstas quedan dos restos: la puerta de San Florián y la contigua fortaleza militar denominada Barbacana. Dentro del Planty, como guardadas en un cofre, están las joyas de Cracovia: la plaza Mayor del Mercado, con la iglesia de Santa María y la lonja de Paños; el Wawel, con el palacio real y la catedral gótica; el Collegium Maius, una de las primeras universidades del mundo, y el museo Czartoryski, que guarda dos obras maestras: la Dama con armiño de Leonardo da Vinci y el Paisaje con tormenta –o con el buen samaritano, como también se conoce– de Rembrandt.

La belleza del casco antiguo
Si el interior del Planty es el corazón de la ciudad, la plaza medieval del Mercado –Ryneck Glówny– es su pálpito, sus latidos. Sólo viéndola, en toda su extensión y majestuosidad, se entiende que la ONU considere el casco antiguo de Cracovia como uno de los doce más bellos del mundo. Empezó a levantarse en 1257 y desde entonces se ha ido renovando, hasta ser un muestrario de estilos y épocas históricas, con portales barrocos o renacentistas y fachadas clásicas.
Lo primero que vemos al llegar a la plaza es la lonja de los Paños –Sukiennice–, un inmenso edificio de dos plantas, que acoge bajo sus arcos negocios de todo tipo, incluida la oficina turística, y en el interior, un mercado de artesanos. Al lado, una torre gótica, de ladrillo y piedra, culmina en una cúpula barroca; es la torre del Ayuntamiento –Wieza Ratuszowa–, lo único que queda del antiguo ayuntamiento, destruido por un incendio en el siglo XIX. Desde el mirador de sus 70 metros de altura podemos ver las viejas techumbres de Cracovia y, más allá, los barrios y los campos donde se pierde la ciudad. Una llanura apenas entrevista que, como dijo Josep Pla, preludia la infinita estepa rusa.
La grandeza de la plaza del Mercado recuerda a los visitantes que Cracovia fue la capital de un reino pujante, que se transformaría posteriormente en una república aristocrática y que alcanzaría su máxima extensión cuando, junto con Lituania, formó un estado que orillaba con el mar Báltico por el noroeste y con el mar Negro por el sudeste. Pero en el siglo XVII, Cracovia perdió la capitalidad en favor de Varsovia y cien años después Polonia se deshizo, repartida entre Rusia, Austria y Prusia.

Población unida por la fe
Desde entonces hasta su liberación, al acabar la primera guerra mundial, Cracovia fue la Jerusalén polaca, porque a ella se dirigían las miradas de los que añoraban la libertad perdida. La fe mantuvo la unidad en momentos difíciles. Y fe es lo que se vive en la iglesia gótica de Santa María –Kósciól Mariacki–, en un ángulo de la plaza del Mercado. No es la catedral, pero ejerce. Construida con ladrillos, destaca por sus dos torres desiguales que se ven desde casi todos los rincones de Cracovia. Se terminó de construir en 1397, aunque después le fue añadida la flecha gótica que corona la torre más alta y la cúpula en forma de corona de la otra torre. Los domingos y durante las festividades religiosas los fieles llenan su interior abigarrado, gótico, barroco, clásico, modernista...
Pero, en la iglesia, la vista queda clavada en el retablo de madera de tilo del altar. Es obra de Veit Stoss –en polaco, Wit Stwosz–, un artesano alemán del siglo xv que vino a Cracovia contratado por los comerciantes para realizar el altar mayor de la iglesia. Es una obra maestra del arte escultórico gótico, en la que el artista ha individualizado cada detalle, cada personaje, aunque unos se relacionan con otros y todo queda integrado con la misma sencillez que en los retablos medievales. Como la figura secundaria del joven con turbante que aparece en la escenaprincipal del retablo. Su aire melancólico sedujo a los artesanos de Cracovia y en 1958 hicieron una copia en bronce que hoy culmina la pequeña fuente que hay junto a la iglesia, en la plaza de Santa María.

La colina real del Wawel
Mientras la gran plaza representa el pasado mercantil y burgués de la ciudad, el Wawel simboliza el poder real. Se levanta, como la proa de un barco, en un extremo del Planty, en un peñasco calcáreo de 228 metros que acaba en el río Vístula, a unos 15 minutos a pie desde la plaza del Mercado. La colina, habitada desde la prehistoria, domina la ciudad. Alberga la catedral, dedicada al culto de San Estanislao, santo patrón de Polonia, y el castillo Real, donde se siguen celebrando las grandes ceremonias de estado. Es uno de los conjuntos monumentales más impresionantes que existen, porque todo en él respira la grandeza y las turbulencias de la historia.
El castillo actual se erigió sobre los restos de otros y en buena parte lo que vemos es el fruto de la reconstrucción llevada a cabo tras el incendio de 1499. Polonia vivía entonces su momento álgido, aunque la desmesura que suele acompañar el exceso de poder aquí se atemperó con la inspiración italiana. El patio del castillo es una delicada arquitectura de tres pisos y techos abuhardillados, con hileras de arcos en los dos bajos y finas columnas en el superior. Un rincón de Italia en el centro de Europa. Los ricos aposentos reales y las salas góticas del interior están adornados con tapices de gran valor, y una de las salas, la denominada de los Senadores, con un asombroso techo artesonado de madera con tallas de cabezas humanas policromadas.
El castillo es el símbolo del poder real y político, pero en Polonia eso no es todo. Junto a él está la catedral, la imagen de la unidad para muchos polacos. Es una hermosa construcción que empezó a ser realidad en 1002, cuando el emperador del Sacro Imperio Romano Otón III autorizó al rey Boleslas I el Valiente a instituiruna jerarquía eclesiástica independiente en Polonia.

Catedral y necrópolis real
Después vendría una reconstrucción románica y, sobre ella, la definitiva que le daría su apariencia gótica actual, aunque quedan vestigios en criptas, campanarios y torres de todos los estilos. No fue consagrada hasta 1364, bajo el reinado de Casimiro el Grande, y en su interior yacen casi todos los monarcas y los poetas que dieron vuelo a las aspiraciones nacionales de los polacos.
El conjunto monumental del Wawel sobrevivió milagrosamente a la invasión nazi, mientras que el resto de Polonia fue arrasada con alevosía, como los peores crímenes. Pero fue un milagro cruel. El alto mando alemán se instaló en el Wawel desde donde dirigió el exterminio del pueblo judío. Desde aquí, los jerarcas nazis podían ver los tejados del barrio de Kazimierz, al otro lado del Planty, donde vivían casi 70.000 judíos. Sólo sobrevivieron unos 6.000.
Hoy, el judaísmo es anecdótico en Cracovia, y en Polonia, aunque llegó a tener millones de practicantes. Por eso, adentrarse en Kazimierz es entrar sobre todo en un espacio abstracto, en un escenario vacío. Los lectores de Isaac Bashegis Singer, Premio Nobel de Literatura en 1978, polaco de nacimiento y posteriormente huido y nacionalizado estadounidense, reconocerán en estas calles un paisaje parecido al de sus cuentos de Varsovia, con los sorprendentes rabinos, mercaderes, artesanos, ancianos y niños que los pueblan... Pero estos personajes ya no existen. Sus voces fueron asesinadas.

Revitalización del barrio judío
Hoy Kazimierz revive con el turismo y con los descendientes de los polacos judíos que cada año se pasean por sus tranquilas calles arboladas. Entran en la Vieja sinagoga de la calle Szeroka y en su museo, o se detienen entre las lápidas renacentistas del cementerio de la sinagoga de Remuh. Siguen los pasos de sus antepasados. Como los turistas recorremos las luminosas calles de Cracovia y subrillante historia, o los oscuros rincones de sus barrios exteriores. Con la conciencia de que Cracovia sale del olvido, que su secreto esplendor y su trágica historia son irrepetibles.

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