Córdoba

Entre sus calles y patios recoletos se aprecia el silencio que alabó Séneca, la desnuda claridad que iluminó a Averroes y las sombras que inspiraron a Julio Romero de Torres. Pero, sobre todo, en Córdoba se revive el esplendor califal a través de la soberbia mezquita.

Por Manuel Mateo Pérez
En Córdoba, muy próxima a la mezquita, se encuentra la plaza más pequeña del mundo. La llaman plaza de los Rincones de Oro, porque, según cuentan, los rayos del sol bañan con su luz las aristas de sus viejos rincones. A la plaza se entra por el callejón del Pañuelo, que tiene la anchura de aquella tela desplegada. Una vez dentro, el caminante tiene la sensación de haber violado un lugar íntimo, el patio privado de una familia, el zaguán de una casona recogida y apartada.

Una plaza de esencia Cordobesa
Dos naranjos cierran con sus copas la techumbre de la plaza; de una fuente mural cae un hilo de agua a un brocal de origen árabe. Las paredes están encaladas y, a la caída de la noche, cuando no hay vehículos que conspiren con sus ruidos por las calles aledañas, la plaza se convierte en un lugar mágico, poseído por las bondades que le otorga la luz del farol, el olor de la arboleda y el sonido líquido cayendo sobre el estanque.
En su soledad y modestia, la plaza de los Rincones de Oro tiene la virtud de resumir las sensaciones que hacen de Córdoba una ciudad muy distinta a cualquier otra. Aquí reina el silencio que tanto alabó Séneca, la desnuda claridad que iluminó a Averroes y las trémulas sombras que inspiraron a Julio Romero de Torres. Córdoba tiene una asombrosa facilidad para desdoblarse en muchas ciudades a la vez. De la humildad y el recato de sus patios claros y recogidos es capaz de pasar al deslumbramiento y la fascinación de la mezquita sin que entre ambos lugares diste más de media docena de esquinas.
Distancia suficiente para apreciar el íntimo orgullo que tiene Córdoba al saberse única. En el siglo I d.C., Córdoba competía con la capital del Imperio romano en esplendor. El teatro que hoy se desentierra en las inmediaciones de la plaza Jerónimo Páez fue el más espectacular coliseo construido en Hispania, apenas seis metros más pequeño que el teatro Marcello de Roma. Pero fue enépoca árabe, bajo el gobierno del califato, cuando la ciudad de Córdoba callaba a toda Europa. En el año 1000, cuando sus capitales eran infectas aldeas comidas por la suciedad y la podredumbre, Córdoba pavimentaba sus calles, iluminaba sus plazas y mantenía a una población superior a los doscientos mil ciudadanos. León, la capital de la cristiandad peninsular, difícilmente superaba los quince mil habitantes.
Entrar al patio de la mezquita de Córdoba es volver a aquellos tiempos en que los cadíes impartían justicia a las puertas del templo, los sabios dictaban lecciones de álgebra y geometría, los mercaderes pujaban por obras de arte traídas de remotos países y las esclavas del harén adormecían con el laúd y las rimas el descanso de sus dueños.
Hoy no hay palmeras como las hubo en época omeya, sino naranjos y olivos que perfuman las suntuosas puertas del oratorio. Por dentro, la luz se vuelve sombra y la claridad, palidez. El caminante escucha sus pasos entre el frío mármol mientras, sin saber muy bien por qué, su cabeza se mantiene erguida, observando con ansia las arcadas que se levantan a su vista. Las dovelas rojas y blancas remarcan la profundidad del templo, mientras las mil columnas que lo sostienen parecen marcar el itinerario de un laberin-to que no tiene fin.
La disposición geométrica de la mezquita, el monumento más solemne del mundo islámico en Occidente, despertó la imaginación de los viajeros románticos del XIX, que creían ver en ella la metáfora de un bosque de palmeras orientales. Seguramente, eso pretendió Abderramán I al edificar el primer oratorio a mediados del siglo VIII. Su descendiente, el gran ca-lifa Abderramán III, ordenó erigir el alminar. Su hijo, al-Hakam II, amplió la mezquita doce tramos más sin saber que, pocos siglos después, los enemigos cristianos plantarían en mitad de su lugar más sagrado una catedral que incluso mereció el repudio del emperador Carlos V.
Todo cambia en la Judería. El barrio es un abra-zo de calles y plazoletas que separan las orillas del Guadalquivir de la ciudad moderna. Protegida murallas adentro, sus estrechas y umbrías travesías descienden hacia el Campo Santo de los Mártires.
Así se llega hasta las almenas y torreones del alcázar de los Reyes Cristianos. El alcázar lo fundó el rey Alfonso XI en 1328 como hospedería real. En ella descansaron, gobernaron y conspiraron los monarcas de Castilla. Como ejemplos, se sabe que en sus aposentos Enrique II mantuvo amores con la bella dama portuguesa Juana de Sousa y que, en sus despachos, Pedro I, apellidado el Cruel, tuvo noticias de que había perdido la batalla de los piconeros.

Historia en las salas del Alcázar
Las regias salas del alcázar también vieron cómo los Reyes Católicos recibían en audiencia a Cristóbal Colón para aprobar su «alocada» empresa en busca de las Indias. Incluso se cuenta que en el alcázar, una fría noche, la reina Isabel mandó desmontar el molino de la Albolafia porque le impedía conciliar el sueño. Más recientemente, el edificio fue sede de la Inquisición, cárcel militar, atarazana y almacén del concejo. El siglo xx le restituyó su dignidad. Volvieron a cobrar su esplendor los jardines aterrazados y los estanques.
En sus salones se exponen hoy sarcófagos y mosaicos de tiempos de Roma. Pero la memoria de la Corduba imperial no reside sólo allí. Está soterrada en cualquier lugar, en cualquier esquina. En la plaza de Jerónimo Páez, próximo a las cáveas del desenterrado teatro y de los mosaicos de teselas que atesora el Museo Arqueológico, hay un busto en bronce que representa la esfinge del poeta Lucano, condenado a suicidarse en tiempos de Roma. La estatua está próxima a la puerta de la Casa del Judío, donde están talladas sobre la madera noble las imágenes de los reyes Fernando III y Pedro I. En una de las esquinas de la plaza hay una taberna que en los días buenos saca sus veladores al exterior. En su carta nunca falta el salmorejo, el flamenquín y el rabo de toro, quintaesencia de la cocina de la ciudad.
Entre sabores y aromas a vino montillano, Córdoba desdobla sus muchos rostros en sus plazas. Una de ellas lleva por nombre el Potro. Tiene una ligera pendiente hasta el paseo de la Ribera del Guadalquivir. A espaldas de San Rafael Arcángel la plaza se prolonga entre una dulce alameda de naranjos en flor. Miguel de Cervantes recreó su vida en uno de los capítulos de El Quijote; escribió de su aire desmesurado, luminoso y casquivano, del curioso cenáculo de truhanes, pícaros y caballeros venidos a menos que la frecuentaban. Aquellas inspiraciones del Siglo de Oro desaparecieron. Conserva, eso sí, su acento populoso en las balconadas de madera, en los arriates y macetas que las perfuman y en los hierros oxidados que sirvieron para amarrar las bestias.
La plaza del Potro es renacentista, vivaracha, andaluza. Tiene una fuente octogonal de cuatro caños sobre la que se erige un caballo labrado en piedra. Los paredones de los edificios que la rodean están salpicados de inscripciones que narran acontecimientos históricos de mucha enjundia. El edificio principal fue un primitivo hospital donde era atendida una legión de menesterosos y mendigos famélicos. Hoy es sede del Museo de Bellas Artes y del de Julio Romero de Torres. En él, en los lienzos que cuelgan entre sus galerías, reside otra parte de la esencia de esta ciudad, una mística envuelta en la dulce letanía de la piel canela y los ojos negros, cualidades que –aseguran– alumbran a la mujer cordobesa, heredera de Roma y al-Andalus.

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