Costa Rica

Ha sido destino ineludible para naturalistas de todos los tiempos. Y es que sus volcanes, ríos, manglares y bosques, junto con las variadas criatura que lo habirtan, forman un patrimonio ecológico único.

Por María Eugenia Casquet
No hay duda, Colón se equivocó. Erró en su primer viaje, al pensar que había llegado a las Indias Orientales, y lo hizo en su cuarta y última aventura americana cuando, ilusionado por las alhajas de los indígenas con los que se topó, pensó que el territorio recién descubierto en mitad del istmo centroamericano estaba repleto de oro. Sin embargo, el genovés no anduvo tan desencaminado al llamar a esta tierra Costa Rica. Es cierto que el preciado metal brillaba por su ausencia, pero el lugar estaba lleno de otras joyas, unas joyas, eso sí, que el mundo tardaría más de quinientos años en valorar como se merecen. Y es que los volcanes, activos o sosegados, los caudalosos ríos, los densos manglares o los frondosos bosques que llenan este país, y las infinitas criaturas que los habitan, forman un enorme patrimonio, no sólo ecológico, sino también económico. Costa Rica lleva lustros demostrando que es posible beneficiarse de la naturaleza sin necesidad de destruirla. La prueba: la cuarta parte de su superficie, diez veces menor que España, está protegida, y más de 1,2 millones de turistas, con sus divisas, llegan cada año hasta aquí atraídos por su biodiversidad.

Oasis de tranquilidad en Centroamérica
Claro que Costa Rica es un país atípico, pues también lleva décadas predicando con el ejemplo que se puede vivir sin ejército incluso en mitad de una zona convulsa como fue la Centroamérica del último cuarto del siglo XX. Además, la educación y la sanidad se han beneficiado de la ausencia de gastos militares, poniendo a este país entre los primeros de Latinoamérica en ambos campos. Con tales precedentes, aterrizo en San José convencida de que llego al paraíso. Pero la capital apenas me retiene, pues no es éste un país de atractivas urbes ni de otras grandes obras de factura humana. Ninguna de las célebres civilizaciones precolombinas alcanzó de lleno este rincón. Tampoco hay muchos vestigios arqueológicos de antiguas culturas locales, aunque sí destacan el monumento nacional Guayabo –restos de una ciudad que pudo surgir mil años antes de Cristo– y varias piezas expuestas en los museos capitalinos de Jade y del Oro Precolombino.

La naturaleza, el bien más preciado
Ahora bien, Costa Rica cautiva al viajero con la belleza y diversidad de sus paisajes. San José, y otras poblaciones importantes como Cartago, antigua capital, se hallan en la meseta central, una región elevada en el corazón del mapa costarricense más apta, gracias al clima fresco y a un suelo fértil, para el asentamiento que las zonas costeras. Prueba de ello son los extensos cafetales que la adornan y que, desde su introducción a finales del siglo XVIII, son el primer producto de exportación.
En las ciudades de la meseta central vive más de la mitad de los casi cuatro millones de ticos, como se autodenominan los costarricenses. Pero la productividad de esta tierra es un arma de doble filo. La fertilidad del suelo la da su origen volcánico, y sólo hay que alzar la vista hacia las fogosas montañas vecinas para ver que pueden convertirse en terribles enemigos. Son los volcanes del alargado cinturón de fuego que, cual espina dorsal, cruza el país de norte a sur. Los hay para todos los gustos, achatados o esbeltos, dormidos o enfurruñados, pelados o cubiertos de vegetación... Entre ellos, el Poás, con su cráter humeante y laderas de lujurioso verdor, o el Irazú, cuyas desnudas paredes esconden una preciosa laguna color jade. Ambos han de verse de día y alcanzar su cima. En cambio, el Arenal, con su perfecta figura cónica, requiere nocturnidad y lejanía para ver los ardientes borbotones que lanza con creatividad desde sus entrañas. Las mismas que caldean las aguas del balneario de Tabacón, importante centro de salud, y enclave ideal para ver las evoluciones de este volcán.
También difieren entre sí las franjas costeras que se abren a cada lado de la céntrica meseta. Al oeste,el litoral pacífico, plagado de recovecos caprichosos, de penínsulas, golfos y bahías, y adornado por rocas que esconden agradables playas de arenas blancas, doradas o negras, como las del popular Parque Nacional Manuel Antonio, limitadas por frondosos bosques. Al este, la costa caribeña, más suave, rectilínea, y lluviosa, pero también jalonada con bonitas alfombras arenosas, como las de Cahuita.

Protección del país y clases de bosque tropical
Muchos de estos escenarios, tanto del litoral como del interior, son áreas naturales protegidas y albergan el nada desdeñable cinco por ciento del total de las especies vivas del planeta. Es naturaleza en estado puro, o pura vida, como dicen por aquí.
Antes de viajar a Costa Rica pensaba que el bosque tropical era sólo un tipo de bosque. Error. Existen numerosos tipos de bosque tropical. En el Parque Nacional Corcovado, por ejemplo, hay un bosque tropical lluvioso, que crece entre el nivel del mar y los mil metros de altitud, y está formado por incontables especies animales y vegetales, entre ellas, árboles que superan los cincuenta metros de altura.
En la Reserva Biológica de Monteverde y en el Parque Nacional Braulio Carrillo, descubro el bosque tropical nuboso, que surge a partir de los 1.500 metros de altura. Los mayores árboles rondan los treinta metros, y goza de un clima más fresco y una humedad del cien por cien. Lo adornan helechos gigantes, aterciopelados líquenes y preciosas bromelias: la atmósfera perfecta para el mayor de los cuentos de hadas. Éste es también el reino preferido del quetzal, ave mítica para los precolombinos, pero difícil de ver a pesar de su luminoso plumaje blanco, rojo y verde.
Del bosque tropical muy húmedo queda un extraordinario ejemplo en otro parque nacional, el de Tortuguero, abierto al litoral caribeño y plagado de canales rebosantes de vegetación. Al recorrerlo, no es raro intuir la presencia de monos, caimanes, perezosos, o multitud de aves, aunque las estrellas locales son las tortugas: cuatro especies desovan en sus playas ofreciendo el grandioso espectáculo nocturno de la puesta.
Queda aún otro bosque tropical, el seco. Lo encuentro en la costa norte del Pacífico; tiene menos variedad de especies y unos árboles que, al contrario de los que pueblan las versiones húmeda, muy húmeda y nublada, pierden las hojas en época seca.
Por si todo esto fuera poco, además de áreas boscosas, Costa Rica oculta parajes más áridos y desoladores, como los páramos, que ocupan grandes altitudes, o amplios manglares surcados por sinuosos canales. Y lo que es mejor, casi tan variadas como la flora y la fauna de este país resultan las numerosas actividades pensadas para su disfrute. Entre las habituales caminatas por la selva o los paseos en barca hasta el sofisticado Teleférico del Bosque Lluvioso, que se desplaza entre las copas de los árboles del Parque Nacional Braulio Carrillo, hay un sinfín de posibilidades: subir a una torre de observación, cruzar los desafiantes puentes colgantes suspendidos a gran altura en ciertas reservas, o desplazarse con la sola sujeción de un arnés entre plataformas dispuestas a diferentes elevaciones. Todo ello para obtener las más diversas perspectivas del impresionante bosque tropical. Cualquiera de estas visiones prueba que Colón tenía razón, en efecto, el territorio costarricense es inmensamente rico.

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