CASTILLOS DE BAVIERA

Fastuosos palacios encaramados en los riscos, amplios y armoniosos valles cuajados de pueblecitos y abruptas montañas jalonan esta fascinante región saturada de encanto, opulencia y romanticismo.

Por Carlos Pascual
Si alguien narrara honradamente el paisaje de la Alta Baviera, esa franja risueña que se extiende desde el sur de Munich hasta los Alpes, daría la impresión de estar contando un cuento. «Érase una vez un país cuyas montañas trepan a las nubes...» La nieve de las cimas forma arroyos y cascadas por las gargantas, y al llegar a la llanura se transforma en miles de lagos de todos los tamaños y colores. Los pueblos parecen de juguete, con tapias cubiertas de pinturas y balcones rebosantes de flores; pero son casas confortables donde viven gentes que parecen muy felices. Como en los cuentos.
Los bávaros son campesinos en su mayoría, y los que no, viven como tales. Les gusta ponerse el traje tradicional a la menor ocasión; sobre todo en las fiestas, casi siempre religiosas. No dicen hola o buenos días, sino Grüss’ Gott, el piadoso saludo que comparten con los austriacos. Los llaman los «latinos» de Alemania, y es cierto que el colorido, las iglesias forradas de riquezas, las procesiones por los prados, recuerdan el cálido ambiente de un sur cuya frontera la trazó la Contrarreforma más que la geografía.
Sin perder la sustancia conservadora, los habitantes de la Alta Baviera han cambiado por imperativos del desarrollo. Aún se ven vacas, pero esto parece más un polideportivo al aire libre que otra cosa. Los caballos se usan sobre todo para hacer excursiones o tirar de viejas calesas. Es difícil dar veinte zancadas sin cruzarte con una reata de ciclistas o una pareja de senderistas; no son pandas de colegio, no, sino sexagenarios en calzón corto. La chavalería se dedica a cosas más audaces, como lanzarse a tumba abierta por un torrente criminal, o volar con alas de tela.
País de cuento de hadas, ya se ha dicho. Por el paisaje, los pueblos de juguete y los campesinos trajeados a la antigua, pero también por sus castillos de leyenda. Sobre todo los que construyó el llamado «rey loco» a finales del siglo xix. Luis II de Baviera soñaba con hacer de éste un lugar donde el arte y la música transfigurasen la vulgaridad de lo cotidiano. Por eso escapaba a la pureza de sus queridas montañas, donde levantó fantasías de piedra.

Una réplica de Versalles
El lago Chiemsee tiene dos islas, una grande y otra pequeña, llamadas respectivamente Herreninsel –isla de los señores– y Fraueninsel –de las damas–. La grande se la reservó el rey para sí. Allí hizo levantar una réplica del palacio de Versalles, con sus fuentes, parterres y jardines. El salón de los Espejos tiene medidas algo mayores que el de Versalles; pero ciertas estancias, como el dormitorio de gala, superan de largo el modelo francés. Las costosas obras nunca se acabaron. En realidad, en la isla existía ya un castillo, el Altes Schloss, que se mantiene pegado a la copia versallesca.
A la Herreninsel sólo se puede ir en un pequeño transbordador. La Fraueninseln, en cambio, está habitada: hay viviendas de pescadores, casas de huéspedes, algunos hoteles. Y un monasterio benedictino que se remonta al siglo viii. Las monjas, además de rezar, elaboran un licor muy solicitado, dulces de mazapán y otras fruslerías. La Fraueninseln se puede recorrer a pie en un cuarto de hora, pero nadie viene aquí con el cronómetro en la mano.
Del Chiemsee hacia poniente, según vamos al encuentro de los montes Ammergebirge, atravesamos Bad Tölz, la «capital» de la alta Baviera. Como indica su nombre –bad significa baño–, es localidad balnearia donde se hace de todo con el agua: beberla, inhalarla, nadar, tomar saunas... Los espíritus de secano pueden optar por el Markt o plaza Mayor, con edificios burgueses, o por el monasterio barroco de Benediktbeuren, kilómetros más adelante.
El horizonte de montañas crece como un suflé, se aproxima, y al llegar a Garmisch-Partenkirchen queda al alcance de la mano. Garmisch, no muy grande, pero con una agitación desproporcionada, es una meca para los amantes de la nieve. Aquí se celebraron los Juegos Olímpicos de invierno de 1936, en un estadio hitleriano con estatuas de un realismo tallado a hachazos. Todavía se utiliza.
A un paso del centro urbano están las gargantas de Partnach, el escurridero por el que desagua un glaciar de la Zugspitze. En 1905 se abrió este angosto desfiladero al turismo, para lo cual hubo que cavar túneles en la roca. El agua ruge con fiereza y produce un polvillo que cala los huesos, por más que a la entrada alquilen un plástico protector.
A la Zugspitze –la montaña más alta de Alemania– se puede subir en tren cremallera o en teleférico. Arriba se practica un esquí sin fronteras: puede que, tras una voltereta, acabes despatarrado en el Tirol. A Luis II le fascinaba tanto esta montaña, que se hizo construir un pabellón de caza no lejos de aquí, cerca de Elmau. Algunos lo llaman «el palacio persa» por su gusto orientalista. Lo cierto es que el servicio vestía a la turca, y siempre tenía dispuestas pipas de agua; el rey no lo usó mucho, la verdad. Oberammergau, más adelante, es un pueblo precioso, con sus fachadas pintadas de perifollos barrocos.
Muy cerca, en un enorme parque, se esconde el castillo de Linderhof, una joya de estilo rococó arropada por estanques, fuentes y jardines escalonados, el único que Luis II terminó por completo. En un flanco del jardín construyó una gruta artificial que «reproduce» la Gruta Azul de Capri; en realidad, es un decorado real para el Parsifal wagneriano. Un pequeño escenario se abre a un lago sobre el que flota una góndola dorada en forma de cisne.

El refugio de Luis II
Al final de su vida, Luis II olvidaba los enredos cortesanos, se recluía aquí largas temporadas y hacía que una orquesta interpretara hasta el agotamiento la música de Wagner, que él escuchaba embelesado sobre la góndola. Visconti, en su película Ludwig, se permitió ir muy lejos al retratar el mórbido ambiente que envolvía al soberano, cuando organizaba en esta cueva francachelas con lacayos y muchachos campesinos.
También entre florestas, muy cerca, está Kloster Ettal, monasterio benedictino célebre por su cúpula en forma de panza de abad, por el canto gregoriano de los monjes y por un convincente licor conventual. Más adelante, sugiero un desvío a una iglesia en medio de los prados que llaman precisamente Wieskirche –iglesia del prado–, un delirio rococó de dorados y ángeles mofletudos. El abad Marianus, que puso la primera piedra, grabó en uno de los vitrales: «Aquí se encuentra la felicidad, aquí el corazón halla la paz». Difícil sería llevarle la contraria.
Hemos penetrado en Ostallgäu, una comarca repleta de joyas recónditas y anónimas. Quien no esté interesado por los arcanos artísticos, puede disfrutar con el Forgensee y el racimo de lagos menores que lo escoltan. O subir al Tegelberg, acosado por más senderistas que hormigas. Füssen, una cercana población vigilada por su castillo episcopal, tiene bastante animación, tiendas y tabernas simpáticas. Pero el verdadero imán irresistible está en Schwangau, el pueblo de los castillos reales.
En Schwangau de Arriba –así habría que traducir Hohenschwangau–, sobre una colina asomada al azogue líquido del Schwansee, se alza el perfil cremoso de un castillo que hizo construir el padre de Luis II. Éste pasó gratos momentos en aquel «paraíso en la tierra que ha forjado mis ideales y me ha hecho feliz», como escribió a su admirado Richard Wagner. La amistad con el músico estaba predestinada: el interior del castillo está decorado con frescos que reproducen, cual cromos infantiles, la saga germánica de Lohengrin.
Cuatro años después de acceder al trono, Luis levantó, casi a tiro de ballesta de la residencia familiar, la más querida de sus fantasías, Neuschwanstein, el castillo de Lohengrin hecho realidad. Su mágico perfil, con las torres y los chapiteles empinados sobre un peñasco, rodeado de bosques, lagos y montañas de postal, fue copiado por Walt Disney para La bella durmiente. La idea de estar pisando un decorado de película sólo se desvanece cuando compruebas la detallista solidez con que están labrados los capiteles de piedra, engastados los mosaicos, extendidos los frescos que, esta vez, narran la saga del Lohengrin wagneriano como un espejo reflejando otro espejo.
El castillo encarna como ningún otro el ucrónico medievalismo del monarca, esa pompa de sueños en la que pretendió zafarse de la realidad. No siempre fue así. Al principio se tomó muy a pecho su papel: mandó edificar colegios e institutos, fundó escuelas superiores y academias. Pero vino el desencuentro con la camarilla palaciega. Luis llegó a odiar la corte de Munich, desatendía los asuntos de estado y escapaba a sus palacios, cuyos gastos alarmaban a los ministros. Éstos consiguieron un dictamen médico que certificaba la locura del rey. Los doctores ni siquiera lo examinaron; era evidente que sobre los supuestos trastornos mentales o las rarezas sentimentales planeaba un gran malestar por la negativa de Luis a integrarse en la Gran Alemania de Bismarck.
En la madrugada del 10 de junio de 1886, nobles, ministros, médicos y enfermeras llegaron al castillo de Neuschwanstein. No prendieron al rey, pero lo hicieron una noche después. Fue llevado al amanecer al castillo de Berg, junto al lago Starnberg. Al día siguiente se permitió que saliera a dar un paseo acompañado de su médico. No regresaron: sus cuerpos aparecieron flotando entre la maleza, en el lugar donde ahora se levanta una cruz de hierro.
Un cuento con final poco feliz, pero sólo en lo que atañe al rey protagonista. Lo cierto es que sus castillos están ahí, y el pueblo ama la memoria del monarca soñador. Contables y burócratas hubieran debido anotar en sus cuadernos el caudal de visitantes que anega estos castillos de locura, su contribución para hacer de la Alta Baviera un país hermoso y concurrido, lleno de animación y de vida. La vida, a veces, puede ser más hermosa que los cuentos.

0 Comments:

Post a Comment