CANADÁ

Con 250.000 kilómetros cuadrados de parques nacionales, el territorio canadiense fascina a los buscadores de naturaleza en estado puro. Visitamos las Montañas Rocosas, protectoras de algunos de esos tesoros.

Por Daniel Wagman
El ferry se acerca a la ciudad de Victoria en el extremo sur de la isla de Vancouver. El viaje de una hora y media ha sido bastante desapacible, vientos fríos, cielo gris, mar aún más gris, y eso que estamos en julio. Quizá Victoria no sea el mejor lugar para conocer por primera vez Canadá, pues su imagen es muy distinta a la del resto del país. Esta urbe tiene el aspecto de una tranquila y conservadora ciudad inglesa, lo que no deja de ser un contrasentido si se tiene en cuenta que es el lugar más lejano de la antigua madre patria.
A pesar de que Canadá no consiguió su independencia del Reino Unido hasta 1931 y que sus profundas raíces anglosajonas son innegables, es un país sorprendentemente heterogéneo. Es posible que la coexistencia desde sus orígenes, con más o menos tensiones, de una población anglófona y otra francófona haya fomentado la creación de una sociedad abierta y multicultural, influida también por las sucesivas oleadas de inmigrantes que han mantenido a niveles sorprendentes su lengua materna, sus costumbres y su cultura, haciéndolas compatibles con un sentir profundamente canadiense.
Después de recalar en Victoria, mi primera parada en la isla de Vancouver es en la reserva nacional de Pacific Rim. Llego allí por la West Coast Trail, una ruta que bordea la costa oeste a lo largo de setenta y cinco kilómetros y que fue construida como acceso para socorrer a los supervivientes de los frecuentes naufragios del pasado. El trazado por la accidentada costa es tan sinuoso y difícil que me pregunto si en alguna ocasión habrán conseguido salvar a alguien. Después de tres días de marcha me acerco a Long Beach, al norte de la reserva. Se trata de una extensa playa de once kilómetros de largo, con densos bosques que llegan hasta la arena y centenares de árboles enormes caídos sobre ella. En comparación con mi primera visita –a principios de los setenta, cuando era uno de los lugares míticos del mundo hippie–, Long Beach aparece ahora muy tranquila.
Al norte del parque sale un ferry en dirección a la pequeña isla de Flores. Aquí hago transbordo a otro barco preparado para la observación de las ballenas, uno de los principales alicientes de esta costa, y mis expectativas no resultan defraudadas. En esta isla siguen viviendo los ahousat, unos de los primeros habitantes de Canadá, históricamente reprimidos y excluidos de la sociedad canadiense. Actualmente están iniciando un importante proceso de reafirmación política y cultural, y muchos de ellos ofrecen servicios de turismo rural, cursos sobre su cultura, sus creencias espirituales y su artesanía. Entre sus manifestaciones artísticas más originales destacan los grandes tótems tallados en madera. Pero me abstengo por el momento de adquirir uno, ya que además de sus prohibitivos precios no me resultaría muy sencillo llevarlo en mi equipaje.
La isla de Vancouver daría para muchos más días de exploración, pero no es el objetivo de mi viaje, así que cojo de nuevo un barco, esta vez hacia la ciudad de Vancouver, ya en el continente. Rodeada de montañas y ríos, ésta es una ciudad dinámica, sofisticada y cosmopolita y, a la par, abierta, amable y tranquila; nada lleva a pensar que acoge a dos millones de habitantes. Por otra parte, es también el puerto más grande de la costa del Pacífico norteamericano y sus importantes lazos comerciales con Asia son evidentes. Como también lo es la influencia de su vecino del sur. La cercanía con Estados Unidos ha marcado profundamente la historia y la cultura de Canadá, para bien y para mal, y a pesar de que las similitudes entre ambos países son muy importantes, quizá son las diferencias, por sutiles que sean, las que tienen mayor trascendencia.

Por la carretera Transcanadiense
Vancouver está bordeada al sur por el río Fraser. Los próximos cuatrocientos kilómetros de mi viaje los realizaré por la carretera Transcanadiense, recorriendo el cañón de este bravo río y suafluente, el Thompson. La historia del río Fraser está vinculada, como la de muchos de los lugares del oeste de Canadá, con la búsqueda del oro. El trazado de una carretera a lo largo del cañón en 1858 fue una gran hazaña de la ingeniería de la época. Más tarde, el desfiladero fue testigo de otra proeza parecida con la construcción del ferrocarril Transcanadiense.
El arranque del valle del Fraser es ancho y da lugar a una zona rica en cultivos agrícolas, pero a medida que nos alejamos de Vancouver las montañas se cierran sobre el río formando el espectacular cañón del Infierno, cuyas paredes alcanzan los doscientos metros de altura. La velocidad y el ruido del agua producen vértigo. Es en este lugar donde los salmones, que suben río arriba para depositar sus huevos, lo tienen más difícil. El Fraser es uno de los lugares de mayor afluencia de este pez en el mundo: se ha contabilizado el paso de más de trescientos cincuenta mil ejemplares por el estrecho en un solo día.
El siguiente tramo de mi recorrido cruza las cordilleras de Monashee y Selkirk, que, aunque no son tan conocidas como las vecinas Montañas Rocosas de Canadá, ofrecen enormes atractivos, con sus numerosos glaciares, prados, lagos prístinos e impresionantes picos. Entre ambas cordilleras se encuentra el pueblo de Revelstoke. Desde aquí se puede ascender por una pista apta para coches hasta la cima de la montaña Revelstoke, en el parque nacional del mismo nombre, donde se disfruta de una vista increíble.
El parque nacional de Glaciar se encuentra en el corazón de las montañas Selkirks. Me apunto que debo regresar en invierno para ver cómo se aculmulan hasta diez metros de nieve en los puertos y cómo mantienen abiertas las carreteras con complejos sistemas de ingeniería.
Y por fin, tras el aperitivo, me dispongo a conocer el plato fuerte de este viaje, las Rocosas de Canadá. Sus cuatro parques nacionales, el Jasper, el Banff, el Kootenay y el Yoho, forman una de las extensiones protegidas más impresionantes y más grandes del planeta.
Me detengo en primer lugar en Lake Louise, el pueblo más visitado de las Rocosas, en pleno centro del parque de Banff. En 1882 la compañía de ferrocarriles construyó aquí el primer hotel y desde entonces ha sido un destino turístico de primer orden. El lago Louise, por su parte, es seguramente el lugar más fotografiado del país, y lo cierto es que su belleza deja atónito al que lo ve por primera vez.
Obviamente, el gran atractivo de las Rocosas es su naturaleza, por lo que me propongo hacer varias caminatas por la región. Pero hay otro aliciente en esta zona que resulta algo chocante con el entorno, y es la existencia de algunos hoteles antiguos de un lujo increíble, tanto que a veces es difícil decidir si son de muy mal gusto o de una sublime elegancia. El Banff Springs Hotel es el más famoso y, aunque dormir en él es prohibitivo para la mayoría de los mortales, me tomo un café mientras exploro sus impresionantes dominios. Los diversos balnearios y establecimientos de aguas termales son otro atractivo de los parques de las Rocosas, aunque reservo mi visita para después de algunos días de caminatas.
Desde el lago Louise sale hacia el norte la carretera Icefields, literalmente «campos de hielo», hasta el pueblo de Jasper, en el parque nacional del mismo nombre. Los doscientos treinta kilómetros que separan los dos puntos forman parte de uno de los paisajes más bellos que he conocido. La carretera sigue la línea de las cumbres en una ruta plagada de glaciares, valles alpinos, lagos, picos, cascadas, bosques y fauna de lo más diversa. Un alto en medio del recorrido permite contemplar el inmenso glaciar Columbia.
Para conocer el glaciar Athabasca se pueden concertar viajes en todoterrenos diseñados para este fin, pero yo prefiero optar por una caminata con guía y evitar así el riesgo de caer por alguna de las profundas grietas que atraviesan el hielo. Un teleférico sube desde Jasper hasta la montaña Whistler, desde donde se avistan los campos de hielo y el pico Robson, el más alto de las Rocosas de Canadá.
También hay alternativas en el lago Maligne, otro de los atractivos del parque de Jasper: se puede surcar en barco o a pie. Con la segunda opción hay que estar muy atento. Aquí, como en gran parte de las montañas de la Columbia Británica, es importante tener cuidado con los osos, por lo que en las zonas de mucha vegetación se recomienda ir cantado para no sorprenderles y, sobre todo, para que no nos sorprendan. No hay encuentros, lo cual produce una sensación de alivio pero también de pena. Y ahora sí, después de tanta inquietud, una visita a las cercanas aguas termales de Miente, las más calientes de la región, sienta de maravilla.
De vuelta al parque de Banff, empiezo mi última etapa del viaje. El rápido descenso hacia Calgary, ya en la provincia de Alberta, me sitúa en el límite entre las rocosas y la gran llanura, una inmensa pradera que se extiende casi dos mil kilómetros hacia el este. Calgary es una ciudad en la que se mezclan sin fisuras las tradiciones de los ganaderos y la más reciente influencia de la industria del petróleo que, en los últimos cincuenta años, la ha convertido en una dinámica ciudad y un importante centro financiero. Pero estos cambios no parecen haber afectado en nada la afamada hospitalidad de sus habitantes.

Tras los pasos de los dinosaurios
He planificado mi viaje para coincidir con una peculiar manifestación deportivo-festivo-cultural: el Calgary Stampede, la Estampida, diez días de fiesta, música, baile, exhibiciones agrarias y sana juerga. Para el espectador ajeno puede resultar bastante ridículo ver a todos los participantes vestidos de vaquero, trátese de un contable de Toronto o de la dependienta de unos grandes almacenes. Éste es, por supuesto, uno de los rodeos más importantes del circuito profesional, e incluye todas las especialidades: desde montar toros bravos y caballos salvajes, hasta saltar del caballo encima deun toro para tumbarle. No parece que ni los más acérrimos defensores de los animales puedan ponerles pegas, ya que los humanos suelen llevarse la peor parte de la contienda.
Antes de finalizar mi viaje hago un pequeño desvío hacia las Badlands –«tierras malas»– situadas a una hora al este de Calgary. Me siento atraído por una fascinación infantil por los dinosaurios. Las Tierras Malas tienen un doble interés: la erosión ha producido unos cañones profundos horadados en las extensas praderas de la región, lo que lo ha convertido en uno de los pocos lugares del mundo donde este proceso natural ha dejado expuestos fósiles, e incluso esqueletos enteros, de diversas especies de dinosaurios. Pese a los excesos de la comercialización turística, impresiona tanto el paisaje como el soberbio museo de Royal Tyrrell, la mayor exposición del mundo de la historia de estas criaturas.
He terminado mi ruta y, la verdad, me ha sabido a poco. Por eso ya planeo para el futuro realizar varios viajes por esta parte de la Tierra. Me gustaría atravesarla en tren, recorrerla en pleno invierno, subir hacia el norte de las Rocosas para entrar en el Yukon, bajar desde allí en barco por toda la costa, pasar unos días en un pueblo de los llamados indios «primera nación» aprendiendo de su historia y cultura...Sí, voy a ir pensando en otras posibilidades para engrosar esta inacabable lista de objetivos.

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