CAMINO DE SANTIAGO

Es la ruta más emblemática de la Península. Desde el siglo X, el flujo de peregrinos de todo el mundo a Santiago de Compostela impulsó la construcción de calzadas, hospederías y catedrales, que hoy son visitas ineludibles por su belleza y riqueza arquitéctónica.

Por Paco Nadal
En un albergue de Castrojeriz, un antiguo ejecutivo se levanta al alba para preparar el desayuno a los peregrinos. En otro de la provincia de Palencia, los hospitaleros voluntarios lavan los pies del caminante en señal de bienvenida. En un pueblo de Burgos, el Ayuntamiento da de comer a aquéllos que pernoctan en la localidad, a cambio de la voluntad, y en varios lugares de León estudiantes de podología curan gratis las ampollas a los romeros.

El sepulcro del apóstol
¿Qué misterio alberga la supuesta tumba del apóstol Santiago, aparecida hace más de 1.100 años en un lugar remoto de Galicia en un hecho más cercano a la leyenda que al rigor histórico, para que gente dispar de los cuatro confines del globo sigan siendo atraídas por el hechizo del Camino de Santiago? La respuesta no es sencilla, como tampoco es fácil explicar el auge de las peregrinaciones en pleno siglo xxi. ¿Religión? ¿Turismo? ¿Deporte? ¿Curiosidad? ¿Un poco de todo a la vez? Lo cierto es que el Camino de Santiago vive un nuevo período de esplendor alentado por el tirón de cada Año Santo, una bula papal instituida por Calixto II en 1122 y confirmada por su sucesor Alejandro III, que otorga indulgencia plenaria a los viajeros que visiten y recen en la catedral de Santiago de Compostela los años en que el 25 de julio, día de Santiago, coincida en domingo. Es justo lo que ocurre en este año 2004.
La historia es conocida, pero no está de más recordarla. Hacia el año 813 un pastor que se llamaba Pelayo sigue una señal luminosa del cielo y descubre un sepulcro en el solar en el que se yergue actualmente la catedral compostelana.

Una pasión europea
Podría ser uno más de tantas apariciones milagrosas ocurridas en épocas de enfrentamiento entre el mundo cristiano y musulmán, pero ésta iba a generar un efecto más allá del puramente religioso. El obispo de Iria Flavia, pese a no conocer aún las técnicas del ADN, determina que se tratan de los restos del apóstol Santiago, mano derecha de Jesús, decapitado en el año 42 por Herodes Agripa en Palestina. El obispo da a conocer la aparición al monarca asturiano Alfonso II el Casto, quien a su vez hace llegar la noticia al resto de reinos cristianos de Europa, muy necesitados de una figura aglutinadora ante el avance de la invasión musulmana. En apenas unos años, la pasión por visitar las reliquias del santo se dispara. «Europa se hizo peregrinando a Compostela», decía Goethe.
En Francia, todos los caminos de los peregrinos se agrupaban en cuatro grandes vías, tres al norte y una al sur, que a su vez confluían en los Pirineos. Para salvar las montañas había dos pasos claves. El primero y más importante, el puerto de Ibañeta, en Navarra, inicio del Camino Francés, donde desde el siglo xi los monjes de la colegiata de Roncesvalles ofrecen techo y comida a los caminantes a Compostela. El otro era Somport, el Summus Portus de los romanos, por donde entraban los peregrinos de Italia y el sur de Europa aprovechando los restos de una calzada romana de Burdeos a Zaragoza. Quienes entraban por Roncesvalles alcanzan en dos jornadas Pamplona, la primera gran ciudad del Camino. El templo que ahora ven los viajeros en medio de un casco viejo vivido y sentido de tabernas, palacios y piedras bruñidas tiene más de gótico y de neoclásico que de románico debido a las reformas llevadas a cabo tras el incendio de 1390.

La vía aragonesa
En la antigua iglesia románica de Pamplona, se sabe que trabajó el maestro Esteban, uno de los geniales canteros que más tarde levantarían la catedral compostelana, la meta de nuestro trayecto.
Los peregrinos que seguían la varian-te aragonesa pasaban por Jaca, cuya catedral es una de las precursoras del románico español gracias a la influencia del Camino; después seguían el valle del Aragón hacia Sangüesa y paraban más tarde en la ermita de Eunate –«cien puertas», en euskera–, uno de los lugares mágicos de la ruta. Eunate fue construida en el siglo XII por los caballeros templarios con un diseño de planta octogonal similar al del templo de Jerusalén y una sencillez de líneas que aún hoy deja perplejos a quienes descubren por primera vez su silueta entre los trigales navarros.
Ambos caminos se unen en Puente la Reina, la ciudad surgida en torno a un hermoso puente de piedra que la es-
posa del rey Sancho III de Navarra costeó para que los caminantes a Compostela pudieran vadear el río Arga.
Si Eunate destilaba magia, el vado sobre el Arga y la rectilínea calle Mayor de Puente la Reina –una vía de sirga larga y estrecha crecida de este a oeste– condensan autenticidad. En pocos lugares del Camino actual al peregrino moderno puede sentir con tanta intensidad el hálito de los otros millones de viajeros que como él pisaron esas piedras camino de un sueño. Como dice la inscripción en la base del monumento al peregrino a la entrada de Puente la Reina, «a partir de aquí, los caminos se hacen uno solo».
Tras cruzar Estella –una ciudad surgida también por y para el Camino–, el Camino Francés deja Navarra y entra en La Rioja, donde la huella jacobea está ligada a un nombre: santo Domingo de la Calzada, el santo ingeniero que gastó media vida en tender puentes, desbrozar bosques y abrir sendas para los peregrinos. Su memoria quedó inmortalizada en la catedral barroca de Santo Domingo de la Calzada, la compostela riojana, aunque a Santo Domingo –la localidad, no el santo– se la conozca más por la leyenda de la gallina que «cantó después de asada», uno de los muchos hechos milagrosos que siglos después siguen flotando en la memoria colectiva de la ruta jacobea.

La Rioja y Burgos
El mito, más o menos simplificado, cuenta cómo el ave asada que comía el corregidor de la ciudad echó a volar al dudar éste de que el santo mantuviera con vida a un joven peregrino ahorcado injustamente por un delito que no cometió. Este hecho ha permitido a Santo Domingo ser la única iglesia del mundo que mantiene desde hace siglos un ga-llo y una gallina vivos en su interior. Pero no es éste el único legado del Camino en La Rioja. La monumentalidad del casco viejo de Logroño, cuya Rúa Vieja es otra sirga peregrina que delata el paso de caminantes hacia el oeste, o la filigrana gótica del monasterio de Santa María la Real de Nájera hablan de la importante huella que la vía a Santiago dejó en tierras riojanas.
Las llanuras de La Rioja terminan en los montes de Oca y el puerto de La Pedraja, en cuyas alturas un cura da sopas a los caminantes al calor de las bóvedas góticas del monasterio de San Juan de Ortega. Pero la elevación no es más que un espejismo. Tras los montes de Oca, llega Burgos, que se atraviesa por la calle de Las Calzadas, la misma por la que discurrían los antiguos viajeros hasta alcanzar esa genialidad gótica que es su catedral. Y después de Burgos, la nada. O lo que es lo mismo, la terrible planicie castellano-leonesa, que durante más de diez jornadas va a poner un horizonte plano e infinito a la mirada del romero.

Por la ruta revitalizadora
Estamos sin duda en uno de los tramos más duros del Camino, sobre todo en verano. Pueblos que fueron importantes burgos, como Castrojeriz, Frómista o Carrión de los Condes; centros monásticos, como Sahagún, conocido como el Cluny español por la importancia y riquezas de su monasterio de San Benito, y docenas de aldeas perdidas en las soledades de la estepa, como Reliegos, Bercianos o Terradillos de Templarios, irán saliendo al paso del caminante.
Es en estos pueblos pequeños de la España más profunda donde mejor se nota el carácter revitalizador del Camino. Hace una década había que planificar las etapas con cuidado porque escaseaban los sitios donde comer y más aún en los que pernoctar. Hoy existen más de 130 albergues para peregrinos diseminados por toda la ruta, casi uno en cada pueblo, y una cantina en la más remota de las aldeas. Surgen nuevos negocios al socaire de las peregrinaciones –«Se llevan mochilas al siguiente refugio por dos euros» anunciaba un taxista local–. Crecen los albergues privados, donde se da cobijo y atención al peregrino a cambio de un precio que ronda los 6 euros. El cartel con el nombre de los pueblos se coloca también a la entrada de la senda peatonal, pues a muchos de ellos llega ya más gente a pie que por carretera.
El peregrino, en definitiva, ya no es alguien desvalido y necesitado, sino un turista con dinero al que se mira más como fuente de negocio que como receptor de caridad. Aunque, en el fondo, todo esto no es nuevo, ni intrínsecamente malo. También en la Edad Media el Camino fue una vía comercial que sirvió de revulsivo para repoblar territorios, fundar ciudades y afianzar el comercio.

El final del páramo
Tras cruzar León, donde le aguarda el delicado entramado gótico de la catedral, además de la basílica de San Isidoro, con un colosal panteón románico guardián de las reliquias de ese santo sevillano, el peregrino alcanza por fin Astorga y con ella, una buena noticia: ¡el páramo se acaba! Astorga, cruce de caminos en el que se unen los viajeros del sur que llegan por la Vía de la Plata y sede episcopal, cuenta con uno de los cascos históricos más celebrados de la provincia. Pero también representa el inicio de la subida a los montes de León, la mayor elevación de la ruta: casi 1.500 metros de altitud en la Cruz de Ferro, un milladorio emblemático. También los montes de León se han beneficiado del carácter vitalizante del Camino. Albergues, restaurantes, tiendas y negocios se abren ahora en pueblos que hace una década estaban casi abandonados.
Al otro lado aguarda El Bierzo, con dos ciudades importantes para la ruta: Ponferrada, cuyo castillo estuvo guarnecido por los caballeros del Temple, y Villafranca del Bierzo, cuyo nombre delata la repoblación de francos llegados por la vía jacobea. Villafranca es además la antesala de Galicia. Tras ella, el Camino se encrespa por el valle de Valcarce, la entrada natural de Castilla hacia las tierras gallegas, para subir hasta O Cebreiro, donde la niebla y la saudade anuncian que llegamos a territorios celtas.
Desde O Cebreiro quedan poco más de 150 kilómetros a Compostela. Nada para quien ha corrido ya medio norte peninsular en pos del mito. A partir de ahora la traza jacobea se sumerge en bosques de carballos, prados verdes y acuosos, corredoiras oscuras donde se emboscan el silencio y la morriña y aldeas minúsculas que van saliendo al paso del peregrino. Es como si hubiera sido abducido a un mundo rural, verde y diferente, el de la Galicia más intimista, la que sólo se descubre a pie o en las novelas de Pardo Bazán. Es verdad que se atraviesan algunos núcleos grandes, como Sarria, Triacastela o Portomarín, pero la sensación que atenaza al viajero desde que entra en Galicia es que camina por un cosmos desnudo de aldeas mudas, cruceiros de piedra e iglesias comidas por la hiedra y el musgo sin rastro del ser humano.

Llegada a Santiago
Sólo cuando por fin, tras el Monte do Gozo, se vislumbran las torres de la catedral compostelana, el ensimismamiento desaparece. De repente, Compostela se hace cuerpo pétreo. La ciudad construida en torno al sepulcro que halló un tal Pelayo hace ya más de 1.100 años fagocita al peregrino y le encandila con sus galanterías de vieja dama. La urbe de la que Valle Inclán decía que «las horas son una misma hora, eternamente repetida bajo el cielo lluvioso» lleva así, inalterada, varios siglos, viendo llegar peregrinos, viendo pasar el tiempo, dejándose empapar por las vanguardias pero sin contaminarse de ellas, mien-tras en las librerías venden planos urbanos que «no han variado en los últimos 200 años». Es fácil seguir la estela de los que nos precedieron: Porta do Camiño, Casas Reales, calle Azabachería, Vía Sacra, plaza de Quintana y, por fin, el Obradoiro. Sólo resta llorar un poquito. Porque,¿quién es capaz de llegar a pie a Santiago y no emocionarse?.

0 Comments:

Post a Comment