CABO NORTE

El extremo más septentrional del continente europeo atrae a los amantes de los destinos de leyenda. También es un reclamo para explorar todo el espectacular norte de Noruega.

Por Paco Nadal
Aquí no tenemos ni buen ni mal tiempo, sino sólo mucho tiempo». Tor Magne Mihalsen, capitán del ferry que une Kåfjord con Honningsvåg, en la isla de Magerøya, maniobra la caña del navío en un canal embravecido por la furia del Mar del Norte mientras ironiza sobre los tópicos que cubren su país, Noruega. Fuera, todo es negritud y hielo. Aunque acaban de dar las cuatro de la tarde, las luces del barco apenas logran rasgar el oscuro manto que envuelve la penumbra ártica. Sin embargo, los pasajeros del navío no son rudos exploradores polares; en su mayoría, son vecinos de la isla que regresan de hacer sus compras en el continente o turistas en busca del Cabo Norte en invierno. Y a ninguno parece impresionarle esta pequeña travesía marítima a 900 kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico.

Un país para disfrutar todo el año
Al expresarle mi sorpresa, Tor sonríe y me dice que los noruegos, habitantes del país más próximo al polo norte del continente, se ríen de los tópicos que los viajeros les atribuyen. «Siempre pensáis que todos los fiordos son iguales, que todo es muy caro, que siempre hace frío... Pero de los que más nos carcajeamos es de los que creen que Noruega sólo se visita en verano», exclama.
De hecho, los noruegos saben disfrutar de cada una de las estaciones. En estos momentos, principios de la primavera, con una capa de nieve cubriendo la llanura de Finnmark, la provincia más norteña de Noruega, sus habitantes gozan con el esquí nórdico en pistas iluminadas, salen a cazar con sus motonieves, pescan a través de un agujero hecho en la capa helada de los lagos, hacen iglús para los niños... Como decía Britt, una buena amiga noruega, «si exceptuamos el queso marrón, nada excita más a un noruego que un paisaje nevado y una temperatura inferior a 15 grados bajo cero».
Acodado en la pasarela del puente del ferry, mientras las luces de Magerøya se ven ya en lontananza, pienso en lo distinto queresulta este océano frío comparado con la última vez que lo vi, un verano de dos años atrás, mientras recorría las islas Lofoten en bicicleta.
Las Lofoten son como un exabrupto del magma terráqueo solidificado en medio del Mar del Norte. Vistas desde el barco que las comunica con Bodø, en el continente, las islas forman un muro de piedra cortado a pico, sin un solo rastro de vida animal o vegetal. Luego, conforme te acercas a la isla Moskenes, vas viendo puntitos de colores en las calas, barquitos fondeados en los fiordos y pequeños pueblos de pescadores agarrados de manera imposible al poco espacio horizontal de estas fortalezas de piedra negra en medio del océano.
Me alojé en un poblado de nombre misterioso, Å –pronúnciese «o»–, en una rorbu, antiguas cabañas de pescadores que ahora se utilizan como alojamiento rural para los visitantes. Algunas tienen incluso su propia sauna, ese invento finlandés que es mucho más que un baño de vapor. La sauna tiene una dimensión espiritual: es punto de encuentro, lugar de charla e incluso foro de reuniones. Para un escandinavo, la sauna es lo que para un latino la barra de un bar.

Un paisaje extremo y encantador
Pedalear por las islas Lofoten es una manera placentera de descubrir el Círculo Polar Ártico. Debido a su extrema orografía, el interior de las islas no está colonizado. La única carretera que circunvala el archipiélago discurre cosida a pespunte a un litoral sobre el que se suceden sin parar bahías solitarias, ensenadas de azul intenso, fiordos y casitas de madera de colores chillones. La saturación de paisajes bucólicos llega a empalagar. Fuera de las dos grandes urbes –Leknes y Svolvær–, no hay en el archipiélago un elemento discordante, una tropelía urbanística que rompa la magia del escenario ártico. Si se dirige la mirada al interior, las montañas verdes, los lagos de agua dulce y los neveros producen una sensación alpina. Cuando se gira el cuello hacia el mar, la percepción choca conel ambiente marino de los secaderos de pescado y los panzudos barcos que han hecho de las Lofoten la capital mundial del bacalao.
De vuelta al continente bajé hasta Tromsø, la ciudad más grande por encima del Círculo Polar. Es una urbe universitaria de más de 50.000 habitantes con mucho ambiente callejero... hasta las cuatro de la tarde. A esa hora se cierran las tiendas y el mercadillo de la plaza central, la que da al puerto, y la ciudad queda desierta. Pero merece la pena acercarse a Tromsø aunque sólo sea por visitar el antiguo almacén portuario del siglo xix que acoge el Museo Polar: un recorrido histórico por la navegación ártica y las exploraciones polares que tuvieron en esta ciudad una de sus bases predilectas para lanzar los infructuosos ataques hacia el mítico polo norte. El museo dedica buena parte de sus salas a la figura de Roald Amundsen, el explorador noruego que conquistó el polo sur.

Las grandes expediciones
El 18 de junio de 1928, Amundsen partió del aeropuerto de Tromsø en la aeronave Latham para tratar de socorrer a su amigo Umberto Nobile y los tripulantes del dirigible Italia, accidentado en la banquisa polar. Nunca más se supo de Amundsen ni del resto de la tripulación.
El gran norte noruego es un territorio vasto, infinito, tierra de la noche perpetua y de la luz sinfín, en el que la puesta de sol veraniega dura dos meses y medio. El 95% de su territorio son bosques vírgenes y sus habitantes aspiran a que sigan así. Los noruegos tienen un fuerte espíritu colectivo de conservación del entorno que se delata en los pequeños detalles cotidianos: en las tiendas es fácil verles buscar los objetos que exhiben la marca del Cisne, un distintivo oficial que garantiza que ese bien de consumo respeta estrictas normas ambientales.
En un territorio tan extremo no es de extrañar que el avión sea la única forma de garantizar las comunicaciones con los pequeños asentamientos humanos que se diseminan en esta tundra blanca.
La compañía aérea SAS en el gran norte es como un autobús de línea regular, pero con alas. De Tromsø a Alta, por ejemplo, no hay más de cuatrocientos kilómetros, pero el avión puede hacer tres o cuatro escalas intermedias en otros tantos minúsculos aeropuertos, tan pequeños como una parada de taxis.

Por la laponia noruega
Alta es la capital de la región de Finnmark, la laponia noruega, un territorio en la misma latitud que Siberia, Groenlandia o Alaska al que la cálida corriente del golfo le permite tener un microclima más benévolo que el que le correspondería: mantiene libre de hielos el trozo de costa más grande de todo el casquete polar ártico. En Finnmark, la tierra donde los horizontes son tan anchos como el cielo, habita la mayoría del pueblo sami, los mal llamados lapones, auténticos aborígenes del norte de Escandinavia. Hay samis en Suecia, en Rusia y en Finlandia, aunque la población más numerosa, 50.000 de un total de 70.000 individuos, vive en Noruega.
Fieles guardianes de sus tradiciones, los samis no han tenido ningún empacho en adaptarse a las nuevas circunstancias. Viven en casas con antena parabólica, usan teléfonos móviles, sus hijos estudian en la universidad y siguen a sus rebaños con motos de nieve y GPS. A diferencia de otras minorías étnicas, su integración no ha supuesto la aniquilación de su cultura ni su expulsión a los más bajos estratos de la sociedad.
Mientras que en otros pueblos árticos, como los inuit –esquimales–, la aculturización de los jóvenes amenaza la pervivencia de sus costumbres, muchos jóvenes samis se sienten orgullosos de dedicarse a lo mismo que sus antepasados. El problema es que no todos pueden. El pastoreo de renos es una actividad altamente destructiva para la naturaleza, porque los animales necesitan grandes espacios y devoran todo vegetal que encuentran. El gobierno controla de forma estricta las licencias para las granjas de renos y los permisos sólo pueden cederse por el padre a uno de loshijos; el resto debe dedicarse a otra cosa.

La cultura tradicional sami
En Karasjok, los samis tienen un parlamento propio e instituciones de gobierno con cierta autonomía frente al poder central de Oslo. Muchos de ellos, como Piera Biret Terje, mi anfitrión, no tienen problemas en recibir a turistas en un símil de tienda aborigen para enseñarles cómo vivían sus antepasados.
«La vida de los samis es muy dura. Trabajamos con los renos y ellos están siempre fuera, en la tundra, aunque nieve, haga viento, llueva o la temperatura descienda a 50 bajo cero», me dice mientras prepara al fuego un guiso de carne de reno con patatas y zanahorias, manjar tradicional sami para ocasiones de fiesta. «En invierno, los renos están en las altiplanicies del interior. A partir de abril se mueven hacia la costa porque allí no hay mosquitos y la hierba es más abundante. De manera que el año sami gira en torno los renos. Además, son ellos y no nosotros los que deciden qué día empieza la migración», asegura.
Uno de los destinos favoritos de los renos de Piera es precisamente la isla de Magerøya, a la que me dirijo con el ferry del capitán Tor. Los renos cruzan a nado el estrecho que separa la isla del continente, aunque Piera ya no utiliza el barco: hace un par de años se inauguró un túnel submarino de casi siete kilómetros por el que circula una carretera de dos direcciones. Imagino que Tor Magne andará inmerso en otras singladuras por los gélidos fiordos de Finnmark.

El mítico Cabo Norte
Aunque no son los renos lo que me lleva a Magerøya, un lugar rico en pastos pero donde no hay ni un árbol –hace unos años los vecinos plantaron uno, pero murió–, sino un lugar mítico, un destino de leyenda: el Cabo Norte, el punto más septentrional de Europa.
Un páramo inerte, desolado, de pura piedra magmática escolta la estrecha carretera que llega hasta el paralelo 71º 10’ 21’’, latitud norte: el extremo septentrional de Europa. En invierno, lanieve se come el páramo yermo y la ventisca zarandea todo lo que levante un palmo del suelo, mientras ese mar grisáceo y amenazador que apunta en el horizonte convierte el paseo hasta el Cabo Norte en una gran aventura. Sin embargo, en verano, centenares de coches llegan a esta esquina norte del continente para ver en primera fila el espectáculo del sol de medianoche. Unos agobios que seguro no experimentó Richard Chancellor, el marino inglés que lo navegó por primera vez a vela en 1533 en busca de un paso a las Indias por el Noreste.
Los noruegos han tallado en el duro subsuelo del cabo un gigantesco centro de acogida y de exposiciones, con restaurantes, tiendas de recuerdos, una enorme cristalera abierta al sol de medianoche y una exposición sobre el descubrimiento y conquista de este remoto accidente geográfico, incluida una colección de arte tailandés cedida por el rey de Siam tras su visita al cabo en 1907. Pero no es ésta la única rareza del museo del Cabo Norte. Junto a una capilla, en la que se celebran bodas, se encuentra la Suite 71º 10’ 21’’, la habitación nupcial más septentrional del mundo, para quienes deseen darse el capricho de inaugurar su relación marital con vistas al sol de medianoche.

La grandeza del Ártico
Desde la balconada exterior del museo, donde una esfera armilar marca la latitud mítica, el significado de inmensidad toma cuerpo en estas soledades árticas. El océano, que siempre ha marcado el ritmo de vida escandinavo, es aquí, más que en ningún otro lado, una incitación a la aventura. Con todo en su contra, incluida la climatología, los vikingos salieron de estas gélidas aguas y conquistaron Mallorca, el Mar Negro
y América del Norte. Parece como si nada habitable pudiera existir más allá de este oscuro y traicionero mundo de agua fría. Y sin embargo, mil kilómetros al norte de este lugar en el que ahora nos encontramos existe más tierra noruega: el archipiélago de las Svalbard, la tierra de las montañas piramidales, como la llamó su descubridor, el piloto holandés William Barentz, en 1596. Una tierra más extrema aún donde la perseverancia y la obstinación escandinavas han logrado crear un mundo confortable a un tiro de piedra del polo norte. Pero ésa es ya otra aventura.

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