Amsterdam

Cada rincón, cada casa, cada tramo de canal de la capital holandesa es una postal. Amable y vital, sus cafés, canales y museos reúnen su esencia cosmopolita. Es una ciudad para vivir o visitar constantemente.

Por Eugeni Casanova
Amsterdam es una de esas ciudades que uno echa en falta cuando lleva tiempo sin visitar. La urbe tiene un pedigrí tan denso que permite descubrir un mundo en cada viaje, y éste es un privilegio muy raro, como lo es que uno pueda pasearse por sus calles y sus canales sin un objetivo fijo, porque cada rincón, cada casa, es una postal.
Pero Amsterdam tiene una carga genética que va mucho más allá de su arquitectura o su pasado. Si hubiera una capital de la tolerancia y el librepensamiento en el mundo, sería ésta, y un título así no se improvisa: «¿Qué otro lugar hay donde se pueda disfrutar de una libertad tan completa?», dijo ya René Descartes. Esta condición se respira en las calles y forma parte del espíritu de la ciudad, como el catolicismo en Roma o Mozart en Salzburgo. La tradición comercial holandesa y el principio calvinista de libertad de conciencia favorecieron un clima permisivo y cosmopolita. Hasta 1578 ésta fue una ciudad católica, pero la adopción de la Reforma la abrió a todo tipo de ideas. Durante el siglo XVII llegaron criptojudíos sefardíes –como Spinoza– que podían vivir aquí sin problemas, y en 1685 desembarcaron los hugonotes protestantes expulsados de Francia.

Abanderada de la tolerancia
«Una ciudad que admite diferentes religiones, tiene la obligación de hacer que sus practicantes se entiendan», dijo una personalidad de esa época. Enseguida ésta fue la meca de la libertad de expresión, y de impresión. Laurens Janszoon, llamado Coster, había sido el primero en estampar después de Gutenberg, y los atlas monumentales de Jan Blaeu –que vivió entre 1598 y 1673– revolucionaron la navegación. En esa época todos los buenos mapas eran holandeses. Los estigmatizados Voltaire, Bayle, Montesquieu, Descartes, Rousseau o Diderot diblaron la censura francesa publicando sus textos en la ciudad. Esta amplitud de miras ha continuado hasta hoy con temas que son todavía tabú en buena parte de Europa, como la homosexualidad o el consumo de cannabis.
La nostalgia de la capital holandesa no tiene hoy excusa, porque un billete aéreo de ida y vuelta sale por 60 euros, y opto por intercambiar mi casa con un amsterdamer ávido de mutar el invierno boreal por unos días de sol en la exótica Iberia. Internet permite hoy este tipo de acuerdos y, ya puestos en exotismos, escojo una casa-barco amarrada en el Prinsengracht. Hay unas 2.400 de estas residencias, que aparecieron en los años 50 a consecuencia del aumento del precio de la vivienda. En 1973 el Ayuntamiento las legalizó y las reguló. Apenas llegar, desembarco el obligatorio velocípedo y me dejo llevar por él a lo largo de una parrilla de calles acuático-terrestres. Un lugar donde la bicicleta es la reina del transporte tiene que ser apacible y culto, y en Amsterdam hay unas 550.000.

Canales y puentes
La ciudad nació, como Venecia, en un entramado de islas y canales. Estos tienen aquí, sin embargo, un trazado a tiralíneas nada caótico. Más de 400 puentes salvan esta anomalía urbana y muchos de ellos son levadizos. Quizás el más conocido sea el Magere Brug, que conecta Kesrkstraat con Nieuwe Kerkstraat; es de madera y se levanta todavía con un sistema manual. Su silueta es una de las más representativas de la ciudad.
El sistema anfibio es la gracia de Amsterdam. Hay docenas de calles con canal –aquí el sistema es más calvinista que en Venecia y casi siempre hay calzada–, adornadas con casas de la gran época transoceánica holandesa, de los siglos xvi y XVII. Se puede tomar como ejemplo el Singel, el viejo muelle comercial, que tiene edificios extraordinarios. La fachada del número 182 parece que se inclina hacia adelante y muchos forasteros se preguntan si no es un efecto óptico. No lo es, hasta el punto de que se trata de un sistema que el Ayuntamiento reguló en 1565, y muchas casas de la ciudad son así. Este método de construcción se siguió por motivos estéticos y funcionales: la fachada puede verse desde el muelle y cuando se suben fardos con una polea la cuerda queda separada de la pared.

Casas con personalidad
Pero en Amsterdam hay moradas para todos los gustos. Por ejemplo, en el número 66 del Singel se encuentra la casa que pasa por ser la más estrecha de la ciudad. Otra, la llamada de los Tres Canales, es una de las más hermosas –y famosas–. Además de los históricos, uno de los edificios más visitados es el situado en Spuistraat 214-216, «okupado» y rehabilitado por sus imaginativos inquilinos. Su fachada decorada con rojos, amarillos y figuras se ha hecho célebre.
Puede afirmarse que en Amsterdam cada edificio tiene su personalidad, en buena medida gracias a los hastiales y gabletes de la parte superior. Los más antiguos son los puntiagudos de madera, pero luego se pasaron a construir escalonados, rectilíneos o acampanados. El Odeón, por ejemplo, lo tiene en forma de cuello de botella. Esta parte de la fachada servía para ornamentarla y también para distinguirla de las demás.
Otra peculiaridad de las casas amsterdanesas son los rótulos de piedra, llamados gevelsteen, que se destacan en las fachadas. En estos bajorrelieves aparecen frases y estampas, generalmente profesionales o costumbristas. Cayeron en desuso durante el siglo XVIII con la implantación del sistema de la numeración, llegado de Francia.
El centro de este universo acuático-terrestre es la plaza Dam. El nombre significa «dique», y aquí fue donde se construyó uno en el río Amstel que dio origen y nombre a la ciudad. Ésta ha sido siempre el ágora –y el mercado, por tanto– de la urbe. Es muy grande, quizá demasiado para un lugar tan antiguo, porque las demoliciones le han dado unas proporciones inusuales. En uno de sus laterales se encuentra el palacio Real –1665–, uno de los edificios más suntuosos de la ciudad, y junto a él, la Nieuwe Kerk –iglesia Nueva– que data de principios del xiv; a pesar de su nombre es el segundo templo más antiguo de la ciudad. Aquí es donde se corona la realeza holandesa, aunque ya no se usa como lugar de culto. En su interior, son interesantes el cancel de roble tallado, el coro, el órgano y el gran mausoleo del héroe naval Michiel de Ruijter.
De ambos lados de la plaza parten las avenidas Damrak –que desemboca en la estación Central– y Rokin, con edificios de oficinas y comercios importantes –verdaderas arterias de referencia–; en torno a ella se encuentra la ciudad medieval, un amasijo de calles que concentran tiendas, cafés, museos y monumentos notorios. En la Oude Zijde –la parte antigua–, al este de la plaza, se encuentra el barrio Rojo, conocido en todo el mundo por la peculiar manera que tienen las prostitutas de exhibirse: en escaparates. La zona constituye una atracción turística más y aquí todo se gestiona a la holandesa, perfectamente regulado e higienizado y en buena armonía.

Sosiego, color y recuerdos
Al otro lado de la plaza Dam se halla la Nieuwe Zijde –la parte nueva–, todavía medieval, y allí es interesante el Begijnhof, que en el siglo xiv fue un convento y hoy constituye un oasis de paz casi irreal formado por pequeñas casas alrededor de un patio. La número 34 es de madera y la más antigua del país –1465– construida en este material. Hay también una iglesia gótica con pinturas primerizas de Piet Mondriaan en el púlpito. Cerca, también en la Nieuwe Zijde, se encuentra el Mercado de las Flores, el Bloemenmarkt. Aquí se ingresa por inmersión en un océano multicolor –surfeado por una legión de turistas con cámaras. La contemplación de esta marea polícroma constituye una obligación para el visitante –ésta fue la única recomendación que me dejó el dueño de mi alojamiento acuático: «¡no te pierdas los tulipanes!».
De entre todos los campanarios de la ciudad, destaca el de la Westerkerk, que con 85 metros es el más alto de Amsterdam. Al lado se halla la casa de Ana Frank –donde esta joven judía permaneció escondida junto a su familia durante el horror nazi– hoy convertida en uno de los museos más visitados.
Además de la ciudad medieval y la moderna –la del apogeo mercantil neerlandés– hay en Amsterdam una arquitectura de finales del siglo XIX y principios del XX que armoniza con las anteriores porque es su heredera directa. Muchas de sus muestras son clásicos mastodónticos en la fisonomía urbana: Estación Central, Antigua Casa de Correos, Bolsa Comercial Berlage, Concert Gebow y el Rijksmuseum. Este último alberga una de las mayores pinacotecas mundiales con unos 5.000 cuadros repartidos en 200 salas. Sus principales colecciones reúnen a los grandes maestros holandeses y flamencos, con un acento especial en la Edad de Oro del siglo XVII, empezando por Rembrandt –La ronda nocturna o Autorretrato son dos de sus obras fundamentales– y continuando por Vermeer –La lechera– o Steen –Mujer en su baño o La familia feliz.
Éstos son algunos detalles para ver o rever, pero yo estos días en Amsterdam me conformo con un pedazo de cielo gris arropado por algunos modestos hastiales, ya sean escalonados o acampanados, mientras el agua fluye mansamente bajo mis pies.

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